Vladímir Ílich Uliánov, el camarada Lenin para la historia, parece no haberse ido de este mundo. De hecho, no es que lo parezca, es que no se ha ido. Sigue ahí, en pleno centro de Moscú, con la misma cara, la misma postura y casi el mismo aspecto que tenía justo cuando murió, hace ya más de ocho décadas.
Dicen que los hombres mueren, pero que sus obras permanecen, salvo en el caso que nos ocupa, porque aquí la única que se ha muerto es la obra de Lenin, la Unión Soviética, y el que permanece es él. A Lenin no hay forma de echarlo de la plaza Roja de Moscú ni con agua caliente. Y mejor aclarar de entrada que el camarada Lenin está conservado como las sardinillas en lata, no momificado. Si estuviera momificado, estaría impresentable y con un cutis espantoso.
Si conviene o no que Lenin siga de cuerpo presente, que lo decidan otros, pero no debería ser, puesto que él no lo quiso así. Pidió ser enterrado en San Petersburgo (Leningrado por aquel entonces), junto a su madre y su hermano, y la viuda de Lenin se negó en redondo a que su esposo fuera embalsamado y expuesto. Fue Stalin, aquel al que no había forma de llevarle la contraria sin ver peligrar el pescuezo, el que se apropió del cuerpo y decidió convertirlo en un icono permanente de la revolución bolchevique.
Ahora Lenin es mitad atracción turística, mitad reclamo publicitario del Centro de Tecnologías Biológicas y de Medicina, situado en los sótanos del mausoleo. Este laboratorio, encargado de mantener en perfecto estado de revista a Lenin, se mantenía con fondos estatales durante el periodo soviético, pero cuando se desmembró la URSS perdió las subvenciones. El cuerpo embalsamado, en el escaparate de su mausoleo, sirve de muestra para los ricachones del mundo que se quieran embalsamar. Quien quiera saber cómo va a quedar después de muerto si se pone en manos de ese centro tecnológico, sólo tiene que fijarse en Lenin.
Hasta ahora no les ha faltado clientela, porque hay muchos líderes y millonarios caprichosos por el mundo que no quieren irse de él, capaces de pagar cantidades astronómicas para que se les aplique la misma técnica secreta que a Lenin y no perder la lozanía. Entre los célebres que han requerido los servicios embalsamadores del laboratorio moscovita está el líder vietnamita Ho Chi Minh; el presidente checoslovaco Klement Gottwald, el búlgaro Dimítrov; el presidente de Angola Agostinho Neto; el presidente de Corea del Norte Kim Il-Sung… De todos ellos, los dos únicos que están expuestos son Ho Chi Minh, en Hanoi (Vietnam), y Kim Il-Sung, en Pyongyang (Corea).
Nadie eche de menos a Mao… ¿Tse-tung? ¿Zedong?… porque en la época en que murió este líder los soviéticos y los chinos andaban a la greña y el Partido Comunista dijo que ya se apañaban ellos con Mao. Que lo embalsamarían con sus propias técnicas. Así les quedó, claro, que se les descompone por momentos.
Stalin tuvo sus razones para tomar la decisión de mantener a Lenin de cuerpo presente. Se le ocurrió aquel enero de 1924, cuatro días después de que se produjera la muerte y mientras el cuerpo aún estaba expuesto en el Salón de Columnas de la Casa de los Sindicatos. A Stalin se le encendió la bombilla. ¡Idea! Como la religión había sido abolida, el cuerpo de Lenin podría convertirse en una especie de icono objeto de veneración. Había que embalsamarlo y preservarlo durante un periodo de tiempo indefinido.
El primero que intentó embalsamar a Lenin fracasó estrepitosamente, aunque, al hacerlo en pleno invierno, aparentemente no sufrió gran perjuicio, debido a que las bajas temperaturas contribuyeron a la conservación. Pero en marzo, cuando comenzó a descender el frío, a Lenin se le empezó a poner mala cara. Fue entonces cuando les pasaron el muerto a dos científicos, el anatomista Vladímir Vorobiov y el bioquímico Boris Zvarski. Dos expertos a los que debió de temblarles las rodillas, porque el encarguito se las traía. Si Lenin no les quedaba como Stalin esperaba, sus cuellos no valdrían un rublo.
A la par que estos dos embalsamadores luchaban por dar con la técnica adecuada, una especie de plan Pons belleza en siete días, a Lenin había que construirle un mausoleo. El primero que se le hizo fue uno con troncos de madera de pino pegado a las murallas del Kremlim, pero aquello era demasiado modesto. Se convocó entonces un concurso de ideas para dar un digno envoltorio arquitectónico a Lenin. Lo ganó un ruso que tenía por nombre Alexei y por apellido Shchúsiev (más que un apellido, un estornudo). El proyecto que ganó es el que todavía hoy alberga a Lenin, construido con piedras traídas de todos los rincones de la Unión Soviética.
Lástima que no prosperara otro de los proyectos presentados, porque el pitorreo hoy estaría asegurado. Hubo uno que, en el colmo por intentar perpetuar la omnipresencia de Lenin, proponía que, junto al lugar donde se fuera a colocar el cuerpo del líder, apareciera en las horas en punto una especie de estatuilla del padre de la Unión Soviética. Algo parecido a un reloj de cuco, pero que en vez de decir «cu-cu», dijera alguna de sus frases más famosas: «¡Viva la revolución bolchevique!»… «¡Arriba el proletariado!»… «¡Muerte al capitalismo!». O algo así.
Mientras se construía el proyecto aprobado, los científicos continuaron con su lucha contra el tiempo. Al principio se pensó sólo en congelarlo y dejarlo expuesto, pero el aspecto que presentaría Lenin no era el que Stalin pretendía. Stalin lo quería como si no se hubiese muerto. El trabajo que hicieron con el cuerpo fue como sigue: primero le extrajeron los pulmones, el hígado y el bazo y se lavó muy bien la caja torácica. Luego se le hicieron pequeñas incisiones por todo el cuerpo… piernas, brazos, palmas de las manos, espalda… porque se trataba de que cuando a Lenin lo sumergieran en la solución mágica, una mezcla que aún se guarda bajo el mayor de los secretos, se impregnara bien.
Pero ojo (y hablando de ojos, también se los quitaron; en su lugar colocaron dos bolitas de cristal), que todo se ensayó antes en cadáveres anónimos para dar con la fórmula más eficiente. Era, aún es, un mejunje antibacteriano que impide la descomposición y que mantiene el cutis en plan «Porque yo lo valgo». El cerebro también se lo extrajeron. Se empeñaron en estudiarlo para demostrar que la capacidad intelectual de Lenin era superior a la del resto de los humanos, pero a la única conclusión que llegaron es que estaba lleno de pliegues, como el de cualquiera. El cerebro de Lenin aún se conserva, convenientemente laminado e hidratado con alcohol y formol, en una caja fuerte en el Instituto de Investigación Cerebral.
Lenin tardó quince años en estrenar su mausoleo, y sólo en una ocasión sus cuidadores sufrieron un susto de muerte ante el temor de que todo el trabajo realizado se fuera al garete. Durante la Segunda Guerra Mundial, Lenin fue escondido en Siberia, en un pueblo llamado Tiumen, durante 1.360 días, casi cuatro años, porque los nazis lanzaron sobre Moscú una ofensiva y Stalin no quería que su icono se le desintegrara de un petardazo. En Siberia, aunque contaban con la ventaja del biruji que por allí campa, los embalsamadores se las vieron y se las desearon para mantener tieso al líder. Este asunto arrastró mucha polémica, porque el cadáver de Lenin estuvo muy bien cuidado, muy bien vigilado y protegido hasta 1945, mientras miles de soldados soviéticos caídos en la guerra quedaban sin enterrar en los campos de batalla.
Pasado el sobresalto, Lenin volvió a su sitio y continuó recibiendo mimos. Muchos y muy costosos mimos. Una vez cada, aproximadamente, año y medio se cierra el mausoleo durante unos días para realizar lo que sus cuidadores llaman «trabajos profilácticos rutinarios». Dicho menos finamente, chapa y pintura: lo desvisten, lo sumergen en la fórmula mágica y secreta que lo tiene conservado e inyectan donde consideran oportuno un tratamiento antibacteriano. Además se ponen a punto los equipos que regulan la luz, la temperatura y la humedad tanto dentro del mausoleo como en la urna de cristal que lo acoge. Y también le cambian de ropita cual muñeca de Famosa.
En 2009, la recesión, la maldita crisis, alcanzó a la momia de Lenin. Dijeron sus cuidadores que no había fondos para andar cambiándolo de ropa, así que simplemente se envió al tinte el mismo traje que tuvo puesto durante todo el año anterior para que le dieran un agua y un buen planchado. Tampoco es que pase nada, porque resulta un dispendio que un muerto, y encima bolchevique, tenga que cambiar de traje una vez al año. Sobre todo, porque no lo gasta. Lo que ocurre es que se había vuelto tradición (y una magnífica excusa para acaparar titulares), la costumbre ésta de los últimos años de cambiarle de ropa cada doce meses.
No siempre había sido así. Antes, Lenin cambiaba de traje una vez cada cinco años, pero llegó un momento en que se creyó que mudarle de atuendo daría más publicidad. Hubo un año, incluso, en que Lenin vistió de Armani. Qué barbaridad, un marxista engalanado con moda capitalista. Y tampoco la vestimenta era civil durante sus primeros años de muerto. Lenin comenzó vistiendo de acuerdo a su estatus revolucionario: con guerrera militar. En 1961 se decidió suavizar su aspecto, porque si ya impresiona ver a un muerto, imaginen verlo vestido de uniforme. Fue entonces cuando la sastrería del Kremlin comenzó a confeccionar trajes a medida para la momia de Lenin. En 2009, sin embargo, los sastres del Kremlin dijeron que Lenin se apañara con el traje del año anterior, que estábamos en crisis.
Y entonces, coincidiendo con la moda de la momia, también se reactivó en la Cámara de Diputados de Rusia la habitual bronca sobre la conveniencia, o no, de enterrar a Lenin. Los del Partido Liberal Democrático de Rusia, vuelta otra vez a que enterraran la momia, porque para ellos el binomio democracia y bolchevismo no encaja. Pero ahí estaban los del Partido Comunista para acusarles de caníbales políticos por querer desmantelar el mausoleo y encerrar bajo tierra al padre de la Unión Soviética. Y los rusos… ¿qué dicen los rusos? Pues dos de cada tres, que lo entierren, y el resto amenaza con enterrar a quienes pretenden enterrarlo.
Fue a finales del siglo XX cuando ya se pudo alzar la voz para plantear qué hacer con el líder. Más de la mitad de los ciudadanos rusos, casi todos los intelectuales e importantes líderes políticos, entre ellos Gorbachov, pidieron por activa y por pasiva que enterraran de una vez por todas a Lenin, que cumplieran con su deseo de ser sepultado en San Petersburgo. Hasta Boris Yeltsin, el ex presidente ruso que se había opuesto férreamente al entierro, dijo en su último año de vida que ya era hora de hacerlo. Es más, manifestó abiertamente su profundo arrepentimiento por no haber pasado esa página de la historia del país cuando pudo hacerlo.
Putin, mientras, calló como una Putin. Cada vez que alguien le pedía que diera la orden de enterrar a Lenin, él respondía: «Lenin… Lenin… ¿qué Lenin?». Putin en realidad supo nadar y guardar la ropa. En varias ocasiones dijo que el líder bolchevique sería enterrado cuando la mayoría de los rusos lo pidiera, pero, a pesar de que en una de las últimas encuestas que realiza periódicamente la prensa rusa casi un 70 por ciento se manifestó a favor del entierro, a lo que hay que añadir un 17 por ciento al que le traía al pairo su destino, los datos no le parecieron suficientes.
Algún día ocurrirá, y seguramente todos estén de acuerdo en que el entierro definitivo sea en San Petersburgo, pese a las variadas reclamaciones que se han producido en los últimos años para exponer a Lenin en otros lugares.
Kirsán Byumzhínov, presidente de Kalmykia, una curiosa república rusa que se localiza en el mapa tras no pocos esfuerzos hasta que por fin aparece en mitad de la estepa siberiana, un territorio en donde el ajedrez es obligatorio en todas las escuelas primarias, hizo una solicitud pidiendo a Rusia que si de verdad había intención de desahuciar a Lenin de la plaza Roja, se lo dieran a él para acogerlo en Kalmykia dado que el bolchevique nació por allí cerca. Por supuesto, la petición no se consideró, de la misma forma que no se tuvo en cuenta la solicitud de dos espontáneos de Parla (Madrid) que también pidieron quedarse con Lenin en 1993, tal y como publicó el diario El Mundo. La intención era instalar a Lenin en Parla, con un par.
A principios de los años noventa había corrido el bulo de que iban a subastar la momia de Lenin, y dos parleños se plantaron en la embajada de Madrid. No pasaron de la sala de espera. Indicaron a la prensa que les movía una doble intención. Por un lado, admiraban la figura de Lenin y cuando malinterpretaron que Rusia se iba a deshacer de él, dijeron, pues nos lo quedamos nosotros. El segundo propósito ya era económico. Planearon conseguir a Lenin, exponerlo en Parla y convertir su pueblo en un centro turístico de interés mundial.
Aquello no prosperó, aunque el funcionario de la embajada que los recibió prometió trasladar la petición al Gobierno ruso, cosa que se da por supuesto no haría si apreciaba en algo su puesto de trabajo.
Lenin es como el cariño verdadero, ni se compra ni se vende. Y su momia… o expuesta o enterrada. Ni vendida ni vendada.