CRISTÓBAL COLÓN, CIEN GRAMOS DE DESCUBRIDOR
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(1451?-1506)

Colón hizo a América cinco viajes de ida y vuelta. Cuatro de ellos, vivo y por propia voluntad, y un quinto del que ni siquiera se enteró. La genética, es cierto, ha confirmado que los restos que custodian en la catedral de Sevilla pertenecieron a Cristóbal Colón; pero, puestos a ser honestos y rigurosos, hay que decir toda la verdad: en Sevilla sólo hay cien gramos de Colón. Poco hueso para tanto almirante. No dan ni para un caldo.

Cuando Hernando Colón escribió que su padre «quiso que su patria y origen fuesen menos ciertos y conocidos», debió añadir: «Y su tumba, también». Prueba de ello es que aún hoy dos países, bien es cierto que España de forma menos furibunda que República Dominicana, se disputan la posesión de su tumba. Los dominicanos, mientras no se demuestre lo contrario, aseguran seguir teniendo los huesos del auténtico Colón, y difícilmente puede demostrarse nada en contra, porque no dejan a nadie meter la nariz. Más que nada, por si les dicen algo que no quieren escuchar. Y lo que sería aún peor: ¿qué harían con el inmenso mausoleo que le construyeron a Colón si luego resulta que el almirante no está dentro?

Para entender la trifulca no queda más remedio que ir al principio, que para don Cristóbal resultó ser el final.

Aunque sólo sea por el protocolo de realizar las presentaciones, Cristóbal Colón fue aquél que descubrió América sin tener ni idea de lo que estaba descubriendo y que acabó muriéndose sin saberlo. El último aliento lo lanzó en Valladolid un 20 de mayo. Murió defenestrado por todos, olvidado por la Corona y con una depresión de caballo. Nadie, pues, reparó en el suceso, y Colón recibió un entierro humilde, con escasa asistencia y vestido con el hábito franciscano, tal y como pidió, porque ésa era la moda de entonces. Acabó enterrado en una tumba que le cedió una familia en el hoy desaparecido convento de San Francisco. Si pasó desapercibida su muerte, que hasta la crónica oficial de Valladolid omitió su nombre en el registro diario de las defunciones de gente importante. Sólo semanas después un documento oficial declaraba escuetamente que había fallecido el almirante Colón.

En Valladolid pasó el descubridor un par de años de reposo, si bien no era el lugar donde deseaba estar. Había pedido que lo llevaran a enterrar a Santo Domingo, pero en aquel momento nadie estaba por la labor.

Los hijos de Colón tardaron tres años en recuperar los restos para trasladarlos cerca de ellos, a Sevilla. En 1509 llegó el momento. Se produjo la primera exhumación y los restos fueron trasladados a la iglesia del monasterio cartujo de Santa María de las Cuevas (luego fábrica de la reconocida cerámica La Cartuja Pickman), a orillas del Guadalquivir. Fernando el Católico tuvo al menos el detalle, después de haberlo dejado morir en soledad, de ordenar la colocación de un epitafio que dijera, con rima facilona: «A Castilla y a León, nuevo mundo dio Colón».

En su nueva tumba sevillana Colón recibió una visita que llegó para quedarse. Su hermano Diego fue enterrado junto a él en 1515, y once años más tarde, en 1526, allí fue a parar también el hijo mayor del almirante, Diego. El deseo de don Cristóbal de ser enterrado en la isla de La Española, sin embargo, continuaba sin cumplirse, y a ello decidió poner remedio la nuera del descubridor y viuda de Diego, el hijo.

María de Toledo y Rojas logró en 1537 una Real Cédula de Carlos I para trasladar a su marido y a su suegro a Santo Domingo para que fueran enterrados en la capilla mayor de la catedral de la Encarnación, la primera que se erigió en el Nuevo Mundo. Nunca quedó claro por qué María de Toledo sólo puso empeño en trasladar los restos de su marido y su suegro, Cristóbal, y decidió dejar enterrado en la más absoluta soledad en el monasterio cartujo al hermano del almirante, Diego Colón.

Dos veces más tuvo que ordenar Carlos V el traslado de los restos de padre e hijo, porque no le hacían puñetero caso. Resulta que el deán de la catedral de Santo Domingo se negaba a enterrar a Colón en un lugar reservado a reyes y obispos. Pero al final aceptó a regañadientes, porque donde hay emperador no manda deán. En algún momento entre 1541 y 1544, Colón y su hijo Diego atravesaron de nuevo el Atlántico camino de La Española.

Aquí comienzan las imprecisiones y las medias palabras en el periplo de los huesos colombinos. Nunca se documentó la fecha exacta de la segunda exhumación de Colón e incluso algunos estudiosos han puesto en duda que fuera don Cristóbal el exhumado. ¿Y si se equivocaron de tumba y al que trasladaron fue al hermano, a Diego? ¿Y si Colón nunca salió de su segunda tumba sevillana? Preguntas tan agoreras no han hecho mella en la historia oficialmente aceptada: el descubridor tocó tierra de nuevo en la cripta de la catedral de la Encarnación de la isla de La Española.

Por aquel entonces, la isla estaba bajo pleno dominio español, pero años después (1697) se asentaron los franceses en la zona occidental (actual Haití). En 1795, la guerra de los Pirineos entre España y Francia volvió a dejar mal parado a nuestro país, y España se vio obligada a ceder el resto de la isla a los galos tras la firma de la Paz de Basilea. Si algo tenían claro los españoles era que Colón no quedaría abandonado en Santo Domingo bajo custodia francesa. Nuevo viaje colombino con destino a una cuarta tumba.

El 15 de enero de 1796, el navío español San Lorenzo llegó a La Habana (Cuba) con los restos del primer almirante de las Indias, y en la catedral recibieron, otra vez, cristiana sepultura. Los dominicanos estaban seguros de haber perdido a su muerto más ilustre, al descubridor de las Américas, y estuvieron resignados hasta 1877, cuando unas obras en la catedral de la Encarnación destaparon una falsa bóveda que dejó al descubierto una caja de restos en la que se leía: «Per. At. Illtre. Y Esdo. Varón Dn. Cristóval Colón» (Primer Almirante, Ilustre y Esclarecido Varón Don Cristóbal Colón).

Los isleños, en mitad de un ataque de risa nerviosa, no daban crédito. Estaba claro, los españoles se habían llevado a otro por error, seguramente al hijo, a Diego, o a cualquier otro miembro de la familia Colón que sucesivamente fueron enterrados en la catedral. Las autoridades dominicanas proclamaron a bombo y platillo el ridículo español, y para darle enjundia oficial al descubrimiento convocaron a las delegaciones diplomáticas presentes en la isla. Los cónsules de Alemania, Francia, Inglaterra, Holanda, Países Bajos, Estados Unidos y España (¡también España!) aceptaron que Colón no había abandonado Santo Domingo y que los restos que los españoles se habían llevado a Cuba eran de un impostor.

El representante del Gobierno español, el cónsul José Manuel Echeverri, cometió la osadía de reconocer el hecho, lo que le costó el cese fulminante por parte del Gobierno conservador de Cánovas del Castillo y la apertura de un expediente disciplinario. La Real Academia de la Historia, a instancias del presidente Cánovas, emitió su veredicto: «Los restos de Colón yacen en la catedral de La Habana, a la sombra de la gloriosa bandera de Castilla».

¿Cómo pudo cometer España semejante error al exhumar los huesos? Teorías hay muchas, y todas, lógicamente, dominicanas. Una de ellas la recoge Miguel Ruiz Montañez en su libro La tumba de Colón, cuando explica que el cacareado pirata inglés Francis Drake intentó atacar la isla en 1585. Las autoridades de entonces exhumaron a Colón para protegerlo de la ofensiva inglesa y lo movieron de su tumba original. Cuando pasó el peligro, no lo devolvieron a su primera sepultura, y por eso el almirante apareció años más tarde en una bóveda de la que nadie conocía la existencia.

Esos huesos que Santo Domingo proclamó como los auténticos de Cristóbal Colón en 1877 fueron los mismos que en 1992 se trasladaron solemnemente al Faro a Colón, mastodóntico mausoleo que el presidente Joaquín Balaguer (1906-2002) construyó al descubridor en la capital de República Dominicana. Aquél fue para los dominicanos el cuarto y definitivo entierro del almirante. Pero al Colón «español» aún le quedaba un entierro más, el quinto.

Poco menos de cien años reposaron los vapuleados (y a partir de ahora presuntos) huesos de Colón en su cuarta sepultura. El desastre colonial español de 1898 tuvo entre sus consecuencias dejar en manos de Estados Unidos la isla de Cuba, y España, en mitad del disgusto, hizo las maletas y decidió que era hora de que Colón regresara a casa, a Sevilla, al mismo lugar de donde había salido hacía trescientos cincuenta años. Cada vez que el enemigo nos pisaba los talones, había que echarse al hombro al navegante y llevárselo a otro lado.

Los supuestos restos de Cristóbal Colón fueron embarcados en el crucero Condesa de Venadito y arribaron a Cádiz a principios de 1899. Remontaron el Guadalquivir a bordo del yate real Giralda, de Alfonso XIII, y el 12 de enero fueron recibidos con pompa por las autoridades sevillanas y depositados en la catedral.

Allí estuvo el presunto Colón sin moverse hasta principios del siglo XXI, cuando la catedral aceptó la apertura de la urna para realizar análisis de ADN y acabar con las diferencias que desde hacía siglo y medio mantenían enfrentados a España y República Dominicana por la posesión de la auténtica tumba de Cristóbal Colón. Fue entonces cuando se pudo comprobar lo que teníamos de Colón: 150 gramos escasos que se han quedado en 100 después de procesar algunos fragmentos para las pruebas de ADN. Santo Domingo, en cambio, presume de tener un fémur, un peroné, un radio, una clavícula, un cúbito, ocho costillas, el hueso sacro, el coxis… En total, 13 fragmentos pequeños, 28 grandes y otros reducidos a polvo.

Cristóbal Colón, un viajero incansable, tanto vivo como muerto, sigue contando con el dudoso honor de tener dos tumbas oficiales separadas por un océano.

Las teorías que intentan explicar los líos con la osamenta colombina son más extensas que la infancia de Heidi, e incluso algún estudioso dominicano se aventura a asegurar que Colón, seguro, no está en Santo Domingo. Es de suponer que a estas alturas se habrá exiliado.

Esta reciente hipótesis la mantiene el investigador y sociólogo Mario Bonetti, catedrático de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, y la comunicó públicamente en marzo de 2009 en Marbella, durante las Primeras jornadas Histórico-Científicas Colombinas. Según él, los únicos restos auténticos de Colón, aunque sean pocos y cobardes, están en Sevilla, y para ubicarnos en el tiempo hay que retrotraerse al momento en que el descubridor todavía estaba enterrado en la catedral de Santo Domingo.

El catedrático Mario Bonetti defiende que durante un reconocimiento de restos realizado en 1655, los religiosos dominicanos descubrieron que la urna que había llegado un siglo antes desde España con los restos de Colón y procedente de Sevilla estaba hecha polvo. Y no sólo la urna. Dentro, apenas quedaban unos míseros huesecillos del descubridor. Polvito y poco más. Los frailes, ante el deplorable estado del descubridor, recogieron los huesecillos y los guardaron, pero como no consideraron oportuno que la tumba de todo un descubridor de América contuviera sólo esquirlas, decidieron buscar un esqueleto de buen ver para colocarlo en su lugar.

Cuando los españoles se vieron obligados a entregar Santo Domingo a los franceses, y siempre según la conjetura del profesor Bonetti, los monjes entregaron los auténticos restos, los que habían guardado; una birria de huesos, pero de Colón al fin y al cabo. Y allí, en la catedral, quedó enterrado el otro esqueleto de buen ver con la identidad de Colón. Ése es el esqueleto que encuentran luego los dominicanos y que les lleva a pensar que los españoles se han llevado a otro.

El investigador dominicano asegura tener pruebas históricas, pero también se basa en que la urna donde estaba el esqueleto casi completo es del siglo XVII, con caracteres y escritura del siglo XVII, lo cual demuestra que hubo una manipulación de los restos. La urna original que salió de Sevilla y que fue enterrada en la catedral de Santo Domingo era del XVI.

De ser cierto, se admiten sugerencias para ver qué podría hacer República Dominicana con ese mastodóntico mausoleo, tan grande como siete campos de fútbol puestos en fila, y que construyeron para unos supuestos huesos de Colón que ahora podría demostrarse son de un muerto que se agenciaron los frailes en aquel momento y al que, por ponerle nombre, podemos llamar Pepe.

Quizás ya va siendo hora de que República Dominicana abandone ese chovinismo exagerado en torno a Colón y permita el análisis de los restos. Al fin y al cabo, en Sevilla sólo hay 100 gramos.

Ya lo dice Serrat… nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.