AJETREADO RUHOLLAH JOMEINI
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(1900-1989)

Uno de los lugares más sagrados de los chiitas iraníes es el mastodóntico mausoleo del imán Jomeini, líder de larga barba y permanente cara de mala leche. Sus funerales fueron mucho más multitudinarios que los de Arafat, pero nada tienen que envidiarles en cuanto a la anarquía en que derivaron.

Para tener un elemento comparativo, conviene hacer memoria y recordar el entierro del ya beato Juan Pablo II. Se calificaron como las exequias más multitudinarias jamás conocidas, pero quienes afirmaron esto se habían olvidado de Jomeini. Lo que se pudo presenciar por televisión en el Vaticano fue una pantufla china comparado con lo que se vivió en Teherán en 1989. Las multitudes alcanzaron el paroxismo más exagerado. Tanto, que el entierro del imán Jomeini acabó con 30 muertos, 500 heridos graves, y 10.000 leves.

Para los iraníes, el imán Jomeini representaba al hombre y al dios; era el líder político y espiritual que había convertido el reino de Persia en una República Islámica. Murió el 4 de junio de 1989, y su entierro, dos días después, fue uno de los más accidentados que se recuerdan.

Se decidió que Jomeini recibiría sepultura a las siete y media de la mañana del 6 de junio junto al cementerio de Teherán, en un paraje desértico, a temperaturas infernales. Se esperaban cientos de miles de personas, pero llegaron millones. Estaba prevista una breve ceremonia de quince minutos ante las delegaciones oficiales y los fieles, pero la demencia de la multitud fue tal que nada salió como estaba previsto. Las fuerzas de seguridad se vieron desbordadas; la gente moría aplastada, por infartos o por asfixia.

La avalancha humana se lanzó hacia el cuerpo de Jomeini para arrancarle el sudario, y ocurrió lo que se temía: el imán acabó por los suelos, mientras la multitud convertía en reliquias los jirones del sudario porque lo consideraban bendecido por Dios. Ahora es más fácil entender lo que se quiso evitar durante los funerales de Arafat.

Se rescató el cadáver como se pudo, se introdujo en un helicóptero y se evacuó el cuerpo. El entierro tuvo que suspenderse en mitad del desbarajuste y el cadáver estuvo varias horas escondido, hasta que la policía islámica logró abrir un espacio de seguridad en torno a la tumba donde el helicóptero pudiera aterrizar sin problemas. Finalmente, el imán Jomeini fue enterrado y su tumba cubierta con un contenedor de hierro para evitar profanaciones. Pero el duelo sólo acababa de empezar. Aún restaban treinta y ocho días de luto.

El ritual chiita obliga a unos segundos funerales el séptimo día después de la muerte y a un tercero a los cuarenta días, jornadas en las que se repitieron las mismas escenas que durante el entierro. El duelo terminó el 13 de julio, y hasta entonces duraron las peregrinaciones masivas. En la última jornada se intentó evitar más muertes y la Media Luna Roja se empleó a fondo en minimizar desmayos, deshidrataciones y asfixia regando a la multitud con agua de rosas que, de paso, apagaba el fuerte olor a humanidad. Ante lo inevitable, sin embargo, el Gobierno iraní preparó un plan de seguros de vida para' los peregrinos: se pagaron trece mil quinientos dólares en caso de muerte o heridas graves.

Jomeini, dadas sus dimensiones religiosa y política, no fue enterrado en el cementerio de Teherán, un recinto enorme que, de continuar las ampliaciones, se va a salir de Irán. Además de ser el único islámico de la ciudad, sólo puede crecer a lo ancho, puesto que el Islam prohíbe la exhumación para reaprovechar los enterramientos. Por supuesto, nada de nichos que ayudarían a economizar espacio, porque las inhumaciones tienen que hacerse con el cuerpo en directo contacto con la tierra. Y de incineración, ni hablamos.

La ciudad de Teherán está compuesta por muchos distritos que hace años eran en realidad pueblitos que la rodeaban. Pero ya se sabe lo que pasa… los pueblos se van juntando y acaban convertidos en parte de la metrópoli. Cada uno de esos distritos tenía su propio cementerio, hasta que en 1955 el alcalde de Teherán decidió que ya valía de tanto cementerio disperso y que mejor tener uno muy grande. Así se construyó El Paraíso de Zhara, que nada tiene que ver con el imperio textil de Amancio Ortega, porque Zhara era la hija del profeta Mahoma. El cementerio adquirió fama mundial, porque fue allí donde el imán Jomeini dio su discurso tras regresar del exilio en Francia. Se fue directamente al cementerio nada más aterrizar.

El Paraíso de Zhara es más que un cementerio. Es una ciudad. Hay varias líneas de autobuses, estación de Metro, biblioteca, comedores, columpios para niños, tiendas donde venden ropa negra por si has salido despistado de casa con una camisa amarillo chillón, mezquitas… Todo está muy bien cuidado, sobre todo la zona de los que llaman los mártires, pero falta la mala noticia. Cuando cualquier religión se apropia de la vida de un país, siempre hay alguien que sale perjudicado, porque todo acaba resumido en «conmigo o contra mí». En El Paraíso de Zhara, en un terreno apartado a pleno sol, sin árboles ni plantas, descuidado, anárquico, están enterrados los indeseables del régimen islámico de Irán. Hay miles, pero no tienen derecho a lápida y sus familias no los pueden visitar, porque si se dejan ver por allí se arriesgan a ser apedreados e insultados. Son muertos sin nombre, porque no pensaban como los que mandan, y puesto que los servicios funerarios están en manos de la religión, no hay forma de salirse de la fila.

Pese a la enorme extensión de este cementerio, el imán Jomeini no fue enterrado en él, porque lo suyo tenía que ser aún más grande. Y allí, pegado a El Paraíso de Zhara, se construyó el mausoleo de Jomeini, y en mitad de una gran sala con ciento cuarenta y cuatro columnas donde recalan millones de peregrinos reposa él.

El mausoleo de Jomeini también es una ciudad. En el recinto hay un hotel, un edificio de apartamentos, un hospital, una escuela coránica, restaurantes, cafeterías, tiendas de regalos y comidas, peluquerías… Pero, todo sea dicho, el mausoleo es muy feo, porque parece diseñado con la idea de «burro grande, ande o no ande».

En Teherán, cuando se habla de muerte, todo es a lo grande menos para los disidentes. Ellos yacen arrumbados en un erial. Varios de los muertos en las revueltas de junio de 2009 fueron a parar a ese terreno maldito en donde, creen las autoridades, se les niega el paraíso. Lo que ellos no saben es que quien decide es Alá.