Los franceses, aunque sean felizmente republicanos, están contentos. Han recuperado la cabeza de Enrique IV, su primer Borbón, y para ellos el mejor rey que ha tenido Francia. Para explicar el periplo de la testa real y entender qué hacía dando tumbos por ahí, se impone conocer primero los avatares por los que pasaron las tumbas de los reyes galos.
A los revolucionarios se les fue la chaveta en 1793 y se lanzaron a destrozar todos los sepulcros reales. Fue tal el desbarajuste que montaron, que el Gobierno francés decidió tomar las riendas de la profanación de forma oficial. Es decir, en lugar de dejar que el populacho arrasara con las tumbas y desperdigara los huesos, se contrató una cuadrilla de obreros para profanar los enterramientos ordenadamente y amontonar todos los restos en un cementerio. Pero, para el caso, vino a ser lo mismo. El desastre estaba servido.
Conviene leerse el relato corto de Alejandro Dumas La profanación de las tumbas de Saint-Denis para hacerse perfecta idea de la locura desenterradora que se apropió de los franceses. Dumas le echó literatura al asunto, pero la esencia del hecho está perfectamente recogida. Los sepulcros fueron arrasados; los huesos, maltratados; las estatuas de reyes que presidían las tumbas, fundidas para hacer monedas… la chifladura se les fue de las manos, porque las entendederas no les daban de sí para pensar que los hombres, como bien escribió Dumas, pueden a veces cambiar el futuro, pero nunca el pasado. Destrozar doce siglos de historia monárquica enterrada no iba a mejorar en nada la recién estrenada República.
Entre las víctimas reales no hubo sólo franceses, porque también la emprendieron con las españolas que se habían casado con reyes. Isabel de Aragón, hija de Jaime I el Conquistador, fue una de las afectadas; y Constanza de Castilla, y María Teresa de Borbón, y Ana de Austria, la hija de Felipe III… Todos los reyes, reinas, infantes, consortes y príncipes dieron con sus huesos en una fosa común repleta de cal que, para mayor escarnio, se abrió justo al lado de la fosa de los pobres. Se trataba de degradar hasta límites extremos la figura de los monarcas.
El batiburrillo de huesos de reyes quedó olvidado por todos hasta que, después de que Napoleón mangoneara Francia, la monarquía recuperó el poder, sólo para un rato, en las manos de Luis XVIII.
El nuevo Borbón no se había olvidado de sus colegas reyes, e hizo abrir la fosa común para recuperar los huesos. Aunque intentó recolocarlos en las tumbas originales, es fácil imaginar la que había allí liada. Cincuenta y tantos cuerpos amontonados y los huesos de unos y otros confundidos. Era imposible saber a quién pertenecía tal fémur o cuál costilla. Sólo los cuerpos más enteros que aguantaron el tipo frente a la cal daban una ligera idea de quiénes podían ser.
Lo que sí se pudo comprobar es que a tres de los reyes les faltaba la cabeza, pero, sin más conjeturas, se pensó entonces que los revolucionarios fetichistas las habrían robado o la cal las habría deshecho. Una de las cabezas desaparecidas era la de Enrique IV, el primer Borbón de Francia y, a decir de los propios galos, el mejor rey que pisó el país, famoso por esa frase que se le atribuye —no sin cierta discusión—, que dice: «París bien vale una misa». Se supone que se la oyeron cuando decidió cambiar su religión protestante por la católica con tal de pacificar Francia.
Cuando arrancaron de su tumba a Enrique IV, llamó la atención que, pese a llevar casi dos siglos enterrado, estuviera de muy buen ver y tan tieso que antes de arrojarlo a la fosa común se le dejó de pie apoyado en una columna para que los parisinos pudieran admirarlo. No todos se conformaron con observar su aspecto. Alguno lo agarró por las barbas y le arreó una bofetada. El pobre Enrique IV, precisamente el que menos se lo merecía, se llevó un guantazo de muerte.
Cuando Luis XVIII subió al trono, recuperó de la fosa común todos los restos que pudo, y, entre los que no pudo, estaba la cabeza de Enrique IV. Nadie dedicó un minuto más al asunto, porque todos los reyes estaban hechos polvo, así que ahí quedó la cosa.
Pero a principios del siglo XX, en 1919, un anticuario compró en una casa de subastas por tres francos una cabeza acreditada como la de Enrique IV. El comprador la adquirió convencido de su autenticidad, aunque no se realizaron análisis que probaran tal convencimiento. El anticuario se dedicó a partir de entonces a presumir de que tenía la cabeza del rey, quizás para revenderla a mejor precio, pero no apareció nadie interesado en aquella cocorota. El coleccionista acabó muriéndose, evidentemente, y en la herencia que le pasó a su hermana iba la cabeza. La pariente tuvo más suerte a la hora de venderla y se la colocó en 1955 a un hombre llamado Jacques Bellanger, que es el que custodiaba la testa y el que la prestó en 2010 para analizarla y comprobar si de verdad llevó una corona puesta. Esta vez los análisis aseveraron lo que ya sospechaba el primer anticuario que la compró.
El semanario especializado British Medical Journal publicó los resultados con la confirmación, y como la cabeza tenía tan buen cutis y aún se puede ver en ella, entre otras muchas cosas, el lunar en la nariz y la cicatriz del labio, quedó claro que era la de Enrique IV. Respecto a la realización de análisis de ADN, ni hablar, porque sus descendientes directos están muy perjudicados, puesto que también fueron víctimas del expolio revolucionario en las tumbas reales de Saint-Denis y sería imposible dar con un hueso fiable.
El siguiente destinatario de la cabeza fue el que se supone es su descendiente lejanísimo, al menos por linaje, Luis Alfonso de Borbón, bisnieto de Franco, hijo de Carmen Martínez Bordiú, y considerado por los franceses el legítimo heredero de la corona de Francia si retornara la monarquía al país —lo tienen difícil, la verdad.
Es de suponer que Luis Alfonso sólo se quedó la cabeza momentáneamente, porque a ver qué se hace con una testa entre momificada y descompuesta en casa. Lo aconsejable sería que intentaran ponérsela a Enrique IV a continuación del cuello, pero ¿dónde está el cuello de Enrique IV? ¿En cuál de las numerosas tumbas lo recolocaron? ¿Y sí se la ponen por error a Catalina de Médici?