Los historiadores y arqueólogos las pasan canutas para hallar las tumbas de reyes prehispánicos. Por poner sólo dos ejemplos famosos, ni aparece Atahualpa, el rey inca, ni aparece Moctezuma, el emperador azteca. Está claro que no encuentran sus tumbas porque nos las cargamos nosotros, los españoles, cuando nos pusimos a conquistar a lo loco. En cambio, sí están perfectamente localizados los restos de los que se cargaron directa o indirectamente a Moctezuma y Atahualpa; o sea, Hernán Cortés y Francisco Pizarro. Un perfecto ejemplo del quítate tú que me pongo yo. La tumba de Cortés, ya ha quedado dicho, está en una iglesia en pleno centro del Distrito Federal de México y la de Pizarro, en la catedral de Lima, justo en las dos ciudades donde deberían estar Atahualpa y Moctezuma, que por algo eran de allí.
Ninguno de los dos príncipes precolombinos ha asomado hueso alguno por ningún sitio. Al único que han encontrado es al hermano de Atahualpa, el príncipe Huascar Túpac Paullu, si respetamos su nombre prehispánico, o Cristóbal Paullu si nos remitimos a su denominación cristiana.
El hallazgo de su enterramiento en 2007 dejó absolutamente descolocados a los arqueólogos, porque el príncipe Paullu apareció en una iglesia, y a ver qué pinta un inca en suelo cristiano si para ellos el Dios que les impusieron por las bravas era poco menos que un farsante. Es decir, que si el enterramiento estaba en una iglesia, una de dos, o Paullu murió siendo un convertido convencido, o lo enterraron allí a la fuerza.
Pues ni una cosa ni la otra. El príncipe Paullu, último gobernante inca pero sin voz ni voto, fue enterrado en lo que ahora es la iglesia de San Cristóbal de Cusco porque así lo quiso, pero no porque se creyera los preceptos cristianos.
Las claves para semejante deducción las dio la tumba, bien es cierto que porque historiadores como María del Carmen Martín Rubio supieron interpretarlas. Esta investigadora se basó en un documento que guarda el Archivo de Protocolo de Madrid rubricado por el nieto de Paullu, Carlos Melchor Inca, en el que pedía que cuando muriera se le enterrase en España, «pero cuando se pueda se le traslade al templo de San Cristóbal en Cusco, donde están enterrados su abuelo y sus antepasados».
El quid de la cuestión para entender la incongruencia está en el orden de los factores, porque una cosa es que hubiera una iglesia y allí enterraran a Paullu, y otra muy distinta que primero enterraran al inca y luego construyeran la iglesia.
El hermano de Atahualpa, efectivamente, se convirtió al cristianismo para salvar el cuello, pero no se creía una palabra. Para adornar esta conversión construyó una ermita en Cusco y allí fue enterrado por los suyos, pero siguiendo los ritos incas.
Medio siglo después del entierro, allá por 1600, esta ermita se derribó y en su lugar se edificó la actual iglesia de San Cristóbal. Como al muerto no lo movieron, porque no sabían ni que por allí estaba, el inca se quedó dentro de la iglesia —sagrada casualidad— al pie del altar mayor.
Cuando en 2007 los arqueólogos descubrieron el enterramiento, se quedaron a cuadros, sobre todo porque no tenía ningún sentido que Paullu estuviera enterrado con sus dos concubinas, un jovenzuelo, un niño y un perro. Está claro que todo este personal fue sacrificado para sepultarlo junto al príncipe, una actuación improcedente si hubiera sido un cristiano convencido.
El despiste aumentó cuando comprobaron que los esqueletos estaban orientados hacia Coricancha, el templo del dios Sol en Cusco, pero las cabezas miraban hacia la imagen de Jesucristo en el altar. Pensaron al principio que este príncipe era un veleta y quizás pretendía tener contentos a todos los dioses por si acaso existía alguno.
Pero no, el inca Paullu no miraba al Jesucristo del altar. El altar lo pusieron después de enterrarlo a él.