Cada vez que se menciona el fatídico 11-S, viene de inmediato a la cabeza una imagen, un recuerdo y muchos datos: Nueva York, Al-Qaeda, Torres Gemelas, dos mil y pico muertos… Pero antes de que aquel atentado eclipsara todo lo demás, esa fecha del 11-S también iba unida a otras imágenes, otros recuerdos y datos más cruentos: Salvador Allende, Chile, Pinochet, dictadura, tres mil muertos.
Salvador Allende se pegó un tiro el 11 de septiembre de 1973. Esto es al menos lo mayoritariamente aceptado, aunque en enero de 2011 la Corte Suprema de Chile, argumentando «responsabilidad histórica», ordenó la revisión de la autopsia y la recopilación de más testimonios para corroborar que en su muerte no intervinieron segundas personas.
El presidente sabía lo que le esperaba a su país tras el golpe militar que terminó en Chile con la democracia y no quiso verlo. Su muerte fue, aparentemente, voluntaria, pero su primer funeral fue a traición. El segundo, en cambio, resarció con creces el ostracismo al que fue sometido en el primero, y para sí lo hubiera querido el funesto Augusto Pinochet, cuyas cenizas sólo han encontrado reposo en su finca privada de Valparaíso.
Ocultar el cadáver del legítimo presidente de la República de Chile se convirtió en una prioridad para la Junta Militar que presidía Augusto Pinochet. Temían, con razón, que el entierro de Salvador Allende pudiera convertirse en el foco de una revuelta popular y por ello planearon que tuviera lugar lejos de Santiago de Chile y de manera inmediata.
El 12 de septiembre, el féretro con los restos del presidente voló a Valparaíso para ser enterrado en el cementerio de Santa Inés. Cuatro familiares formaron aquel reducido cortejo fúnebre: la hermana de Allende, su mujer y dos sobrinos.
Tantas prisas hubo por deshacerse de Allende, que la junta Militar se olvidó de la señora burocracia y pasaron por alto inscribir su fallecimiento en el Registro Civil. La muerte de Salvador Allende fue registrada oficialmente el 7 de julio de 1975, veintidós meses después de su muerte. En el primer y clandestino entierro del presidente de Chile hubo, además de los cuatro familiares, seis sepultureros y un puñado de militares que querían asegurarse de que Allende, y con él la democracia, quedaban a dos metros bajo tierra.
Cuando el féretro quedó cubierto, la viuda del presidente, en medio de un completo silencio, puso sobre la tumba un ramillete de flores silvestres que había arrancado en el camino. Sus palabras quedaron para la Historia: «Que todos los que están presentes sepan que aquí se ha enterrado al presidente constitucional de Chile». En Valparaíso, en la oscuridad de una sepultura anónima, permaneció Salvador Allende enterrado durante los siguientes diecisiete años. Años en los que miles de personas mantuvieron repleta de flores rojas y frescas la tumba que no llevaba su nombre.
Allende fue enterrado de mala manera y, por supuesto, sin honor alguno, pero la figura del presidente chileno pasó a convertirse en un mito que aquel entierro escondido y secreto no logró apagar. Hoy, cuatro décadas después, más de cien calles y plazas repartidas por el mundo llevan el nombre de «Presidente Allende». El nombre de Pinochet no se lo han puesto ni a un callejón.
Pese a todos los esfuerzos en contra que hizo gran parte de la cúpula militar chilena, Allende fue sepultado con honores de jefe de Estado en 1990, diecisiete años después de su primer entierro, cuando Chile recuperó la democracia. Fue exhumado en Valparaíso y trasladado a un magnífico mausoleo en el cementerio General de Santiago de Chile. Miles de personas y ciento veinte personalidades extranjeras acudieron al entierro del último presidente legítimo del país.
Adivinen cuántas fueron al de Pinochet.