María Eva Duarte de Perón… qué mujer esta. Y qué muerte tan ajetreada. Veinticuatro años de acá para allá, primero insepulta en el edificio de la Confederación General del Trabajo de Buenos Aires, luego escondida en media docena de edificios oficiales, después en el piso de un militar, en unos almacenes de los servicios de inteligencia argentinos… embarcada luego hacia Italia, enterrada en Milán, exhumada dieciséis años después, transportada por carretera a Madrid vía La Junquera… otra vez insepulta durante tres años, trasladada a Buenos Aires, insepulta dos años más… hasta que, por fin, en 1976, la enterraron donde ahora está, en el cementerio de La Recoleta de Buenos Aires, en una tumba a cuatro metros y medio de profundidad que es, literalmente, una cámara acorazada. El ataúd está cubierto por tres planchas de acero, y cada una de ellas cuenta con una combinación de caja fuerte para evitar visitas indeseables.
Evita tenía 33 años cuando murió. Ocurrió a las tres de la tarde del 26 de julio, pleno invierno argentino. A partir de aquí, se lió una buena, porque nadie podía sospechar que el cadáver de Evita iba a ser el más incómodo, indeseable y desestabilizador que había tenido Argentina. El único cadáver conocido que ha sufrido el exilio.
Todo comenzó con el embalsamamiento del cuerpo para su exposición durante diecisiete días. Los funerales se extendieron hasta el 11 de agosto para que los peronistas pudieran despedirla. Dos millones de personas desfilaron frente al féretro y se produjeron siete muertes en los tumultos durante aquellos días. Pero aquel primer embalsamamiento no era suficiente para lo que pretendía su viudo. El general Perón quería que Evita permaneciera por los siglos de los siglos con el mismo aspecto que tuvo en vida. El trabajo llevaría tiempo, al menos un año, justo lo que tardaría en construirse un mastodóntico mausoleo que nunca llegó a edificarse.
El forense encargado de preparar a Evita para la eternidad fue Pedro Ara, aragonés y el mismo que había embalsamado años antes a Manuel de Falla. Durante un año el médico trabajó con el cuerpo para mantenerlo incorruptible en la segunda planta del edificio de la Confederación General del Trabajo, la CGT. Y lo consiguió, le quedó un trabajo fetén, pero la situación política del país se fue complicando por momentos y Perón acabó en el exilio cuando los militares tomaron el poder. ¿Quién cargó con el muerto? El forense. Nadie quería hacerse cargo del cadáver, y Pedro Ara se convirtió en el custodio del cuerpo durante tres años.
Con los militares en el poder, el cadáver se convirtió en un grave problema para los señores de los galones, porque Evita llevaba muerta tres años, pero aún arrastraba masas. La primera intención fue destruir el cuerpo, pero las consecuencias populares si el hecho trascendía eran impredecibles. Mejor deshacerse de él, pero ¿cómo? Aquí empieza el lío, el gordo, porque la madeja ya llevaba liada treinta y seis meses.
Vaya de antemano que el periplo del cadáver de Evita se supo en gran medida gracias a las investigaciones que el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez, fallecido en 2010, volcó en su libro Santa Evita tras reunir declaraciones de los militares que participaron en el absurdo que llega a continuación.
En diciembre de 1955, sin perder de vista que Evita había muerto en 1952, los militares retiraron el cadáver del edificio de la CGT, y aunque el forense protestó, lo hizo casi en un susurro, porque Pedro Ara en realidad acababa de quitarse el muerto de encima.
El destino del cuerpo se mantuvo oculto, pero la noticia del traslado trascendió. La que se formó en Argentina cuando se supo que los militares se habían llevado a Evita fue de órdago. Hubo manifestaciones, disturbios y pintadas por todo Buenos Aires pidiendo la devolución de santa Evita, elevada a los altares sin contar con el Vaticano.
Imposible que apareciera la primera dama, puesto que la mantuvieron oculta en un cajón de embalaje que cambiaban de sitio cada dos por tres hasta ocupar seis depósitos distintos en varios despachos oficiales de Buenos Aires. El último fue la buhardilla del lujoso apartamento del mayor Eduardo Arandía. Eso sí, Evita permanecía perfectamente embalsamada y con un cutis de lo más pulcro y terso. Sólo le faltaba hablar, soltar un improperio y pedir que la dejaran quieta en un sitio.
Hacían falta muchas ganas para guardar un cadáver en el piso donde vivías, mucho más cuando ese cuerpo era el más buscado por los agentes peronistas. Y fue precisamente el mayor Arandía el que acarreó con las consecuencias más trágicas. El militar mantenía escondido el cadáver de Evita por orden de sus superiores, y tan grave responsabilidad lo llevaba a vivir obsesionado y a dormir con su pistola. Una noche oyó ruidos en la buhardilla y pensó lo peor. Subió, vio un bulto que se movía en la oscuridad y disparó dos veces. La que hurgaba en la buhardilla era su esposa, intrigada por saber lo que su marido escondía con tanto celo y, para mayor desgracia, embarazada.
El suceso obligó a buscar un nuevo destino para Evita, y en esta ocasión acabó en el edificio de los servicios de inteligencia, donde fue de nuevo embalada en una caja identificada como «Equipos de radio» e idéntica a otras muchas, para que, si había un chivatazo, nadie supiera qué embalaje ocultaba el cuerpo.
El buen juicio acabó aconsejando que a Eva Perón había que enterrarla y, a ser posible, lo más lejos posible de Argentina. Se encargó la construcción de varios féretros iguales; uno para acoger el cadáver y otros muchos para rellenarlos con lastre en una maniobra similar a la de los embalajes de «Equipos de radio». Todos los ataúdes salieron a la vez de Buenos Aires y todos con destinos distintos. El que guardaba el cadáver de Evita Perón fue embarcado en abril con destino a Génova en el buque de bandera italiana Conte Biancamano, porque en Milán la esperaba una tumba con nombre falso en la que descansaría durante los siguientes catorce años. La gestión de la sepultura tramposa se remató gracias a la ayuda del papa Pío XII.
En Milán fue sepultada aquel mismo mes, cinco años después de haber muerto. Evita descansó en una tumba bajo el nombre de María Maggi, viuda de Magistris, y hasta la fecha de defunción era simulada para no dar pistas. El ajetreo, sin embargo, no acaba aquí.
En 1971 Perón disfrutaba ya de su exilio en Madrid junto a su tercera esposa, María Estela Martínez, Isabelita, en la lujosa urbanización Puerta de Hierro. Fue entonces cuando los militares argentinos aceptaron devolverle el cadáver de su querida Evita, y el 1 de septiembre de aquel año, todavía con un aspecto inmejorable, la abanderada de los descamisados abandonaba su tumba italiana y viajaba por carretera pasando por Génova, Savona, Toulon, Montpellier y Perpignan.
El 3 de septiembre, con el beneplácito de Franco para que nadie abriera aquel paquete, Evita atravesó el paso de La Junquera en una camioneta rotulada con la inscripción «Chocolates». Diecinueve años después, Juan Domingo Perón había recuperado el cadáver de su segunda mujer para darle un destino igual de estrafalario que los anteriores: un sótano.
La presencia de Eva Perón en Madrid no pasó desapercibida, y hasta las monjas de clausura del convento de La Merced tuvieron un detalle con ella confeccionándole un sudario en finísima seda compuesto de tres paños blanco y celeste, los colores de la bandera argentina. Un sudario que ha protagonizado su propia historia, porque fue subastado en Roma en el año 2004 y adquirido por ciento noventa y seis mil euros. Los peronistas se pusieron de los nervios cuando supieron que aquella reliquia que estuvo en contacto con su venerada Evita iba a salir a la venta, pero respiraron aliviados tras comprobar que el comprador fue el presidente de Aerolíneas Argentinas, Antonio Mata, con la única intención de donarlo al pueblo argentino.
En los sótanos de aquel chalé de la urbanización Puerta de Hierro permaneció Evita con paciencia de santa (va a ser cierto que lo fue) hasta 1974, cuando Perón e Isabelita volvieron a Argentina para que el general ejerciera de nuevo la presidencia de la República. La pareja retornó triunfalmente al país, pero Evita continuó en un sótano de Madrid soportando su sino insepulto.
Movidas políticas al margen, llegó el momento de la muerte de Juan Domingo Perón y el día en que lo sucedió en el cargo la inefable Isabelita. Sólo entonces, con Perón ya finado, la nueva presidenta ordenó el traslado de Evita a Buenos Aires y la reunión de los dos cuerpos en una cripta de la residencia presidencial de Los Olivos.
Como los militares argentinos tienen la fea costumbre de no estarse quietos, un nuevo golpe de Estado en 1976, el del nefasto Jorge Rafael Videla, derrocó a la presidenta Isabelita. Perón y Evita se quedaron a verlas venir hasta que el general Videla decidió quitárselos de encima definitivamente y ordenó los entierros por separado. El presidente fue a dar con sus huesos al cementerio de La Chacarita y Evita al de La Recoleta, un cementerio en el barrio porteño del mismo nombre que ella odiaba.
Lo que es la muerte… Evita, que soñó con la inmortalidad, con la admiración del mundo, con ocupar el mausoleo más grande jamás construido… recibió durante veinticuatro años el tratamiento de un paquete y fue pasando de mano en mano.
La muerte nunca sale como uno la planea.