RODOLFO DE HABSBURGO (1858-1889) Y MARÍA VETSERA (1871-1889): EL ENIGMA DE MAYERLING

Austria aún se emociona con dos muertes envueltas en el misterio. Un hecho que allí se conoce como el enigma de Mayerling y que implica directamente a una jovencita de 17 años que se llamaba María Vetsera y al archiduque Rodolfo, heredero del imperio austro-húngaro porque era el hijo de la anoréxica Sissí y de Francisco José I.

Lo cierto es que la maldición que persiguió a la familia imperial sólo es comparable a la que atosigó a los Kennedy, y el enigma de Mayerling fue sólo un episodio más del mal fario que tenían los Habsburgo: el cuñado de Sissí y hermano del emperador, Maximiliano, nombrado emperador de México por el artículo 33, fue ejecutado por Benito Juárez; al hijo, el archiduque Rodolfo, lo suicidaron; al sobrino, Francisco Fernando, lo mataron en Sarajevo en un atentado muy sonado porque fue el que metió de cabeza al mundo en la Primera Guerra Mundial; y la propia Sissí terminó sus días a orillas de un lago de Ginebra (Suiza) por la lima que el anarquista Luigi Lucheni le clavó en el corazón. Un atentado que no estaba destinado a ella, puesto que el objetivo del magnicida era el duque de Orleáns, pero, al no encontrarle en el lugar previsto y cruzarse con Sissí, dijo él… pues esta misma. Al fin y al cabo, tal y como declaró el anarquista, se trataba de salir en los periódicos por matar a todo lo que se meneara con corona puesta.

Pero de todas estas muertes, las que perduran por su fondo novelesco y por los chanchullos que las rodearon fueron la del hijo de Sissí y la de su amante, María Vetsera.

El heredero Rodolfo estaba casado con una princesa belga muy mona, pero dónde se ha visto un príncipe sin amante. El amor oculto del archiduque era la baronesa María Vetsera, también monísíma porque no se debe ser de otra manera a los 17 años. Un día de 1889 los dos amantes fueron hallados muertos en Mayerling, el pabellón de caza de la familia imperial ubicado en las afueras de Viena y donde Rodolfo y María se citaban para darse sus revolcones. Mayerling ya no existe como tal, aunque los vieneses lo sigan conociendo con ese nombre. El emperador Francisco José ordenó derribarlo después del suceso y construyó en su lugar un convento de carmelitas a las que encargó rezar a perpetuidad por el alma de Rodolfo… no por la de María.

Cada uno presentaba un tiro en la cabeza, y el suicidio pactado parecía ser la causa lógica. El suceso provocó que la corte austro-húngara se pusiera patas arriba, porque, primero, se acababan de quedar sin heredero, y segundo, porque estaba con una mujer que no era la suya. Solución: había que hacer desaparecer cuanto antes a María Vetsera e inventarse una explicación oficial para la muerte de Rodolfo menos vergonzante que el suicidio. Se llamó a la familia de la baronesa, se le pidió que fueran a recoger el cuerpo por la noche, discretamente, y que se la llevaran sin que se notara que estaba muerta.

La maniobra de cinismo imperial no impidió que en todos los mentideros de Viena ya corriera la peripecia de boca a oreja pese a la creencia de Francisco José y Sissí de que el poder podría tapar todas sus miserias.

El cadáver de María Vetsera estuvo oculto dos días en Mayerling, y cuando acudieron a por él lo introdujeron en un carruaje de la siguiente guisa: vestido con un abrigo de piel y tocado con un gran sombrero. La joven baronesa viajó sentada y erguida gracias a un palo de escoba que le colocaron en la espalda, entre la ropa, para que no se desmoronara durante el trayecto. El entierro se hizo en absoluto secreto bajo la vigilancia de la policía de Viena, y la pobre María Vetsera acabó sepultada en el cementerio de la abadía de Heiligenkreuz sin honras y con la prohibición de identificar la tumba. La baronesa María Vetsera fue, en el más estricto sentido del término, escondida.

La actuación funeraria con el archiduque Rodolfo fue bien distinta, pero igual de tramposa. El emperador Francisco José I ordenó que se retirara el informe de la autopsia de los archivos oficiales y conminó a todo aquél que estuviera en el ajo a que sólo distribuyera una versión: su hijo había muerto de un ataque de apoplejía… y punto. De suicidio, ni hablar.

Pero no coló, entre otras cosas porque hubo que pedir una dispensa papal a León XIII para poder enterrar al archiduque en sagrado. Los suicidas tenían (aún tienen) prohibido un enterramiento católico, pero el Vaticano sabe cuándo y con quién hacer la vista gorda. La gracia papal se emitió alegando locura transitoria del suicida, con lo cual el pecado quedó dispensado. El heredero, muy al contrario que su amante, disfrutó de capilla ardiente en palacio, aunque durante la exposición del cadáver se dio un hecho un tanto truculento: dado que la versión oficial decía que Rodolfo había muerto de apoplejía, se colocó una máscara de cera sobre el rostro del cadáver para ocultar la herida del disparo en la cabeza, pero la cera comenzó a derretirse con el calor de las velas y… en fin… la cara quedó hecha un pastiche, y el tiro, al descubierto.

La máscara de cera no pretendía sólo ocultar el disparo, sino también un sospechoso hundimiento en el cráneo. Con todos los anteriores datos, parece lícito sospechar que ni María ni Rodolfo se suicidaron. Rodolfo presentaba signos de lucha, y aunque no existiera CSI Viena, los forenses de finales del siglo XIX no eran bobos. Había heridas defensivas en las manos y varios golpes en el resto del cuerpo que pudieron encubrirse con el uniforme y con los guantes. A pesar del disimulo que empleó la familia imperial, todo el mundo sospechaba de qué iba la vaina. Los quitaron de en medio.

Solventada toda la farsa del funeral, el archiduque Rodolfo fue a dar con sus huesos a la cripta del convento de los capuchinos de Viena, con todos los Habsburgo y ahora al lado de mamá Sissí y papá Francisco José.

A estas alturas de curso, parece estar clarísimo que María y Rodolfo fueron asesinados, y así lo afirmaron miembros de la propia casa imperial en el siglo XX. Zita de Borbón y Parma fue la última emperatriz de Austria y la misma que en el periódico Kronen Zeitung de Viena rompió en 1983 el pacto de silencio que ordenó Francisco José I en todo lo que concerniera a la muerte de los amantes. El compromiso era que quedaba terminantemente prohibido apearse de la postura oficial, que decía, una vez que quedó claro que lo de la apoplejía era una paparruchada, que el desequilibrio mental de Rodolfo le llevó a matar a su amante de un disparo y luego a quitarse la vida él.

Zita de Borbón reconoció que el archiduque Rodolfo fue asesinado por cuestiones puramente políticas que, muy resumidas, serían éstas: el imperio austro-húngaro andaba calentito en aquellos finales del siglo XIX, y Bismarck, el canciller alemán, se llevaba fatal con Rodolfo, porque el heredero se había arrimado peligrosamente a Francia para restar poder a Alemania… Líos políticos que se habrían enredado mucho más si el heredero hubiera llegado a ser emperador. Por eso se sospecha que lo asesinaron. María Vetsera fue un daño colateral.

La olla europea estaba en plena ebullición, porque se estaba cociendo la Primera Guerra Mundial, y el heredero Rodolfo tendría mucho que decir en un futuro. El emperador Francisco José I conocía el complot que amenazaba al imperio y, de rebote, a su hijo, pero se le juntaron el hambre con las ganas de comer. No podía acelerar la crisis política admitiendo el asesinato del heredero y a la vez hubo que ocultar un suicidio que no era suicidio y el hecho de que el archiduque apareciera muerto junto a su amante casi adolescente cuando en casa le esperaban su mujer y su hija. Las cosas no pudieron presentarse más enredadas.

De cualquier forma, al imperio austro-húngaro le quedaban dos telediarios.

Siete décadas tardó María Vetsera en salir de su escondite. Sus restos permanecen en el cementerio de la abadía de Heiligenkreuz, en la tumba original, pero ya identificada. En 1960 los descendientes obtuvieron el permiso para instalar una lápida y un epitafio aparentemente inocuo, pero que guarda su retranca. Es una frase inspirada en otra del Libro de Job que habla sobre la brevedad de la vida: «Igual que una flor, el ser humano brota y es cortado». María Vetsera no se murió por su cuenta; fue sacada de la vida por las bravas, cortada, y ésa es la única reivindicación de la verdad que han permitido en su tumba.

Sólo en una ocasión la baronesa Vetsera ha sido removida, dado el interés que sigue teniendo el enigma de Mayerling entre los austriacos. A principios de los años noventa, un espontáneo robó los restos de María Vetsera para hacer una autopsia a escondidas y demostrar que fue vilmente asesinada. El profanador acabó detenido y los huesos recuperados y enviados al Instituto de Medicina Legal de Viena para realizar un estudio del que no trascendieron los resultados.

María Vetsera fue sepultada de nuevo bajo dos metros de tierra mezclada con chanchullos imperiales de la corte de los Habsburgo. El misterio continúa.