A todos nos ha tocado estudiar al conde de Aranda, porque fue una figura clave en la España ilustrada del siglo XVIII. Este aragonés que atendía por Pedro Pablo Abarca de Bolea fue militar, diplomático, político, presidente del Consejo de Castilla… Fue muchas cosas y muy relevantes, pero su actividad se acabó el día que murió, en 1798. Quiso ser enterrado en un lugar emblemático, en el monasterio antiguo de San Juan de la Peña, en Huesca, porque allí estaban sus antepasados nobles y porque el sitio, en mitad del Pirineo aragonés, es para verlo.
Es como si hubieran construido el monasterio con Exin castillos y luego lo hubieran empujado hasta encajarlo debajo de aquella gigantesca peña. Impresionante lugar. Al conde de Aranda le hicieron caso y lo enterraron en el sitio deseado, pero luego lo sacaron y se lo llevaron a Madrid. Y Madrid lo devolvió más tarde, pero los aragoneses quedaron más mosqueados que un pavo oyendo una pandereta. ¿Les habían repuesto al mismo muerto que se llevaron?
El conde de Aranda estuvo enterrado en San Juan de la Peña poco más de medio siglo, hasta que al Gobierno español le surgió el capricho de crear un Panteón Nacional de Hombres Ilustres en Madrid. En la capital de España se habían perdido la mitad de los muertos, y no hubo otro remedio que buscar ilustres por todo el territorio nacional para birlárselos a otras provincias. A Aragón le tocó la china, entre otros ilustres, con el conde de Aranda. No les sentó nada bien, como tampoco le debió agradar al conde. Él quería estar en Huesca, no en Madrid.
Aquel Panteón de Ilustres, un fiasco de panteón mal planteado y peor gestionado, fue un completo desastre. Los muertos acabaron regresando por donde habían venido y el conde de Aranda volvió a quedar instalado para su satisfacción en San Juan de la Peña. Fue un difunto de ida y vuelta.
Como en Madrid tuvieron cierto desbarajuste con la acumulación de muertos traídos de provincias, en Aragón no las tenían todas consigo de que les hubieran devuelto al mismo conde que se habían llevado. Para colmo, llegó la Guerra Civil y alguien dijo que la tumba del conde de Aranda había sido profanada y sus restos arrojados por un barranco. Pasada la contienda, se intentó comprobar si el muerto estaba en su sitio, al margen de que fuera o no él, pero no lo encontraron.
Hasta que llegó el año 1985 y en mitad de una sesión de las Cortes de Aragón se organizó un revuelo. Presidía la Comisión de Cultura Luis García-Nieto, que tuvo que interrumpir la asamblea y saltarse el orden del día tras recibir una importante llamada del consejero del ramo. Pedía permiso para intervenir e informar directamente a la Comisión de Cultura: el conde de Aranda había reaparecido.
Durante la rehabilitación de San Juan de la Peña y cerca de donde debía estar la tumba, apareció una caja en la que ponía: «Conde de Aranda». Dentro, una casaca, la espada, la peluca y unos restos bien conservados en los que hasta se detectaba una artrosis cervical, dato fundamental para identificar al conde.
Pero hay que ver cómo son los políticos. Hubo algún diputado de la oposición que medio regañó al consejero por haberse saltado el procedimiento y haber dado deprisa y corriendo la noticia del hallazgo a la Comisión de Cultura antes que al presidente de las Cortes de Aragón. Algunos no pierden oportunidad de armar bulla, ni siquiera cuando se comunica la feliz noticia de haber recuperado a un muerto que llevaba un siglo en busca y captura.