EL ENTIERRO TRAMPOSO DE CATALINA DE LA CERDA
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(1551-1603)

En la iglesia conventual de San Pablo, en Valladolid, yacen los duques de Lerma, dos de los personajes con mayor relumbrón histórico enterrados en la ciudad. Francisco de Sandoval y Rojas (1553-1623), duque de Lerma, fue aquel valido del rey Felipe III considerado aún hoy uno de los tipos más corruptos y caraduras que han pisado este país al amparo de la monarquía. El «caso Gürtel» y la «operación Malaya» juntos son una pantufla china comparados con los negocios que organizó el duque por la gracia de su cargo y para lucro personal.

Fue el duque quien convenció a Felipe III, un rey con menos luces que una patera, para trasladar la corte a Valladolid, y el mismo que más tarde persuadió al monarca para devolverla a Madrid. En los dos casos el noble había tejido previamente su red inmobiliaria para sacar un jugoso partido a tanta ida y venida de la corte. Su poder era tal que en una ocasión un cargo de la corte que no tenía forma de entrevistarse con el duque de Lerma acudió directamente a ver al rey. Felipe III le sugirió que hablara directamente con el duque de Lerma para solucionar su problema, a lo que su interlocutor contestó: «Si yo pudiera hablar con el duque, no habría venido a ver a vuestra majestad».

En julio de 1603, cuando Valladolid disfrutaba de su condición de capital, murió la duquesa de Lerma, Catalina de la Cerda, y su esposo fue capaz de montar una farsa con el cadáver de su esposa para no renunciar a la pompa que él pretendía dar al entierro.

Catalina de la Cerda nació en Cigales (Valladolid), pidió ser enterrada en Medinaceli (Soria), se murió en Buitrago del Lozoya (Madrid) y acabó recibiendo sepultura en Valladolid. ¿Por qué el duque de Lerma no hizo caso de los deseos de su mujer de reposar junto a sus padres, los duques de Medinaceli? Porque sus ínfulas de grandeza exigían la presencia de toda la aristocracia asistiendo al sepelio de la duquesa, y si la hubiera enterrado en Medinaceli no habría acudido ni el Tato.

La muerte de la duquesa Catalina de la Cerda en Buitrago del Lozoya, a ciento y pico kilómetros de Valladolid, fue un grave contratiempo para el duque, incapaz de renunciar a que toda la corte acompañara el entierro. Francisco de Sandoval, en plena calorina, organizó un cortejo fúnebre con exagerada parafernalia que tuvo que atravesar los fresquitos campos castellanos desde Buitrago hasta Valladolid en aquel julio de 1603.

Y, lógico, aquello empezó a oler.

Cuando la caravana fúnebre llegó a la capital, la situación era del todo insostenible, pero no por ello el duque de Lerma iba a renunciar a ver a toda la corte asistiendo a los funerales de su mujer.

Estaba claro que no podía seguir paseando el cadáver de Catalina por las calles vallisoletanas dado el tufillo que la duquesa corrupta dejaba a su paso, porque habrían caído fulminados todos los asistentes en doscientos metros a la redonda. El duque enterró a su esposa a toda prisa donde estaba previsto, en el convento de San Pablo, pero sin que casi nadie se percatara de la maniobra. Ordenó que se tomara otro ataúd, que se llenara de piedras simulando el peso de la muerta y que fuera este féretro el que se paseara por la capital.

Y allí estuvo toda la corte integrando el cortejo fúnebre de un ataúd sin muerto; los presidentes y miembros de los consejos, los grandes de España, el arzobispo de Zaragoza, el cardenal de Toledo y el obispo de Valladolid bendiciendo un féretro lleno de piedras en lo que fue una de las farsas más sonadas del duque de Lerma.

Veinte años después, el duque acompañó a su esposa en el sepulcro, no sin antes haber encargado al gran escultor Pompeo Leoni dos magníficas estatuas orantes para presidir las sepulturas en la iglesia conventual de San Pablo. Lo hizo por pura envidia, porque el artista italiano ya había realizado por encargo de Felipe II los dos grupos escultóricos funerarios que presiden los cenotafios de Carlos V y del propio Felipe II, acompañado cada uno por sus esposas, instalados en los laterales del altar mayor del monasterio de El Escorial. El caro capricho del duque de Lerma se ha interpretado como un deseo de rivalizar con los reyes.

Las esculturas se exhiben ahora en el Museo Nacional de Escultura de San Gregorio, en Valladolid, alejadas de sus dueños los duques. Y un detalle más: en el mismo museo hay otro grupo escultórico en el que merece la pena fijarse. Se trata de La Piedad, obra del imaginero barroco Gregorio Fernández, en la que se ve a la Virgen con Cristo en su regazo después del descendimiento y a los dos ladrones crucificados que acompañaron a Jesucristo en la cruz. No hay que dejar de fijarse en la cara del ladrón de la izquierda. Es el rostro del duque de Lerma, con su bigote y su perilla. Tres hurras por el fino humor de Gregorio Fernández.