Niceto Alcalá Zamora fue el primer presidente de la Segunda República. Es fácil deducir, pues, que acabó expatriado. Falleció en Buenos Aires y sus huesos aún deben de guardar cierto resentimiento por el silencio que les ha dedicado su país. Regresaron a España durante el Gobierno de UCD, casi en secreto, porque el presidente Adolfo Suárez se excusó ante la familia diciendo que… en fin… que no procedía exhumar y repatriar los restos de un republicano de forma oficial, ni mucho menos darle un funeral de Estado.
Suárez se arrugó ante la posibilidad de que el regreso de un presidente republicano, tan legítimo y tan salido de las urnas como el propio Suárez, hiriera ciertas sensibilidades. Por eso pidió a la familia que hiciera el traslado de forma discreta. Y tan discreto fue el regreso, que sus huesos los trajeron en pleno agosto para que no se enterara nadie. Alcalá Zamora no merecía volver a escondidas a su patria treinta años después de haber muerto.
Murió en Buenos Aires en 1949, pero antes dejó muy claro en su testamento que cuando España volviera a ser libre le devolvieran al suelo del país en que nació, aunque con matices: si no se pudiera, sus familiares no debían atormentarse por dejar los restos lejos de España ni preocuparse por traslados costosos.
Andaba ya muy malito don Niceto cuando un día, tumbado en el sofá que le hacía de cama en su modesto piso, ya no amaneció. Ese mismo sofá en el que murió está ahora en la Casa-Museo de Alcalá Zamora en Priego de Córdoba, su pueblo, donde también se conserva el reloj que, como era costumbre, fue detenido a la hora justa de la muerte.
El presidente fue enterrado en el cementerio de La Chacarita envuelto en una bandera republicana que tiene su propia historia, porque fue de las últimas que pasaron la frontera hispano francesa de Prats de Molló en aquel duro exilio de la Guerra Civil. De aquella misma zona se tomó un puñado de tierra y otro más se recogió en Priego de Córdoba.
La bandera y aquellos puñados de tierra acompañaron en su exilio a Niceto Alcalá Zamora y también a la hora de su muerte, porque la bandera envolvió su cuerpo y la tierra se mezcló en su tumba. Las manos del presidente sujetaron un crucifijo.
Ahí acabó todo. Un personaje de la relevancia política de Alcalá Zamora quedó arrumbado en el exilio con la única atención de sus parientes.
Como los hijos y los nietos de Niceto Alcalá Zamora no olvidaron en ningún momento la petición del abuelo de regresar a España, con la llegada de la democracia también pareció llegar el momento oportuno. Lo fundamental era que Franco estuviera criando malvas, así que dejaron pasar un tiempo prudencial y en 1977 la familia pidió el permiso para traer los restos. Respuesta negativa. No era momento de andar desenterrando a republicanos. Se impidió el regreso porque dado que Alcalá Zamora había sido jefe de Estado, si volvía tendría que hacerlo con los honores lógicos de su rango.
El año 1977 fue complicado y vertiginoso: se legalizó el Partido Comunista, se derogó la ley de censura de Prensa, UCD ganó las elecciones, las primeras en las que se votó en libertad desde la Segunda República… aún había mucha tensión de glúteos en España y el regreso de Alcalá Zamora podría levantar un revuelo innecesario. Pero la familia no se rindió y volvió a la carga en 1979 para atender la petición del abuelo de regresar a España y aprovechando que se cumplían treinta años de su fallecimiento. Parecía el momento, incluso, de darle un homenaje y un funeral de Estado para recordarle al país que aquel presidente era un demócrata apartado del poder legítimo por las bravas. Nueva negativa.
Alcalá Zamora seguía con el maltrato a cuestas porque, y así lo resumió su nieta Pura a la revista Tiempo, «para la derecha, era un rojo pervertido y un masón, y para la izquierda, un beato de misa diaria». Pero Alcalá Zamora sólo era republicano y católico, cuestiones ni incompatibles ni vergonzantes salvo para mentes que mezclan churras con merinas. Una cosa es la opción política y otra muy distinta la opción religiosa.
En 1979, tras la negativa de Adolfo Suárez para traer los restos de forma oficial y pública, la familia aceptó que el abuelo Niceto volviera a España sin que nadie se enterara, pero que al menos volviera. En pleno agosto, con todo el mundo de vacaciones, llegó un barco al puerto de Barcelona de forma discreta con los restos del primer presidente de la Segunda República; un discreto coche funerario recogió la caja y discretamente la trasladó al cementerio de la Almudena de Madrid, donde recibió un discreto entierro ante un puñado de familiares la mar de discretos. Ni siquiera en 2009, cuando se cumplieron sesenta años de la muerte del presidente Alcalá Zamora y tres décadas de la repatriación de sus restos, se tuvo en cuenta que hubiera sido un buen momento para enviar la discreción a hacer gárgaras.
¿Y el resto de los restos republicanos?
Quien haya visitado con ojos curiosos el antiguo cementerio Civil de Madrid se habrá percatado de que tres de los presidentes de la Primera República española disfrutan de unos panteones muy majos y propios de su rango político, sobre todo Nicolás Salmerón y Pi y Margall. Figueras también tiene uno, pero más normalito. Sin embargo, allí, en el Civil, no hallarán ninguna de las tumbas de los cuatro presidentes de la Segunda República. Evidentemente, porque no están.
Manuel Azaña está enterrado en el cementerio de Montauban (Francia); Diego Martínez Barrio, en el cementerio de San Fernando de Sevilla, y el cuarto presidente exiliado, José Maldonado, tuvo al menos la suerte de volver a morir a España. Está sepultado desde 1985 en el cementerio de La Espina, en el concejo asturiano de Salas. Él habría preferido tocar tierra en Tineo, su pueblo natal, pero, bueno, al fin y al cabo está en Asturias, donde él quería.
Maldonado fue el último presidente, el encargado, además, de disolver en 1977 el Gobierno republicano tras las elecciones que ganó UCD. Por ello, por haber muerto con la democracia ya instalada, pudo regresar a España por su propio pie, mientras que los otros presidentes en el exilio sólo volvieron con los pies por delante. Menos Azaña, que no quiso volver ni muerto.
Quizás le pudo más el resentimiento, y puesto que Francia lo acogió en sus últimos años de vida, en Francia exigió continuar. Así lo dejó dicho, y por eso los intentos de traerle de regreso a España no han dado resultados. Alcalá de Henares, la ciudad donde nació Manuel Azaña, intentó repatriar sus restos allá por 1992, pero la viuda del presidente, Dolores Riva, se negó en redondo, porque su marido le había pedido que le dejara tranquilo en su cementerio de Montauban. Un año después de aquel intento de Alcalá de Henares de recuperar a su ilustre republicano, la viuda de Azaña murió en Ciudad de México y fue enterrada en el Panteón Español. Quiere esto decir que mientras los herederos de la viuda no den permiso para el traslado, nada se podrá hacer. Y seguramente nada se hará, porque lo justo es respetar el deseo del muerto, y el difunto Azaña quería que lo dejaran en paz en su retiro francés.
Al último que movieron de su tumba fue a Diego Martínez Barrio, el que precedió a Maldonado también en el exilio. Murió en 1962 en Francia, y allí fue enterrado, en un pequeño cementerio a las afueras de París. Pero, como había sido previsor, dejó dicho en su testamento que su mayor deseo, por encima de cualquier otro, era regresar a España para ser enterrado junto a su mujer en el cementerio de San Fernando de Sevilla.
La prensa franquista de la época sólo reflejó la muerte de Martínez Barrio soltando sapos por la boca, porque en la necrológica que le dedicaron se dijo que había muerto como había vivido, con un tenedor y un cuchillo en las manos y bebiéndose el dinero de los españoles… Hace falta mala baba. Y todo porque había fallecido de un ataque al corazón mientras almorzaba el día de Año Nuevo en un restaurante parisino.
Estaba claro que Martínez Barrio no podría regresar a España hasta que se murieran los malos, pero todo llega, y en el año 2000 el Ayuntamiento de Sevilla decidió que ya era hora de que el presidente republicano volviera a casa.
Casi cuarenta años después de su muerte, Diego Martínez Barrio tuvo un entierro como él hubiera querido, republicano y civil, al son del Himno de Riego, en su tierra y junto a su mujer. Terminaba así el exilio en la vida y en la muerte de otro presidente republicano al que la democracia permitió que se le pusiera en su sitio.