LOS ANASTASIOS SOMOZA (1896-1956) Y (1925-1980)

Si los políticos suramericanos con alma de dictadores se sentaran a discurrir sólo por un momento las dificultades por las que pasan sus colegas muertos, se pensarían dos veces arrear un golpe de Estado. No hay ni un solo golpista que descanse en paz. Ni Pinochet, ni Trujillo, ni Batista, ni Stroessner… ninguno. Todos han sufrido algún incidente, traslado precipitado o profanación después de muertos. O, sencillamente, no están donde habían planeado.

Por semejantes trances pasó Anastasio Somoza García, dictador nicaragüense y al que no hay que confundir con Anastasio Somoza Debayle, también dictador nicaragüense porque por algo era su hijo. Los Somoza fueron unos personajes malignos que convirtieron Nicaragua en su finca privada. Fueron tres: Anastasio padre murió en un atentado en 1956. Le sucedió su hijo, Luis Somoza, que murió atacado por su propio corazón porque ni siquiera su corazón lo quería. Y como la saga había que continuarla, a Luis le siguió en la labor tiránica su hermano, Anastasio Somoza Debayle. Los dos Anastasios tienen su propia y ajetreada historia funeraria, pero mejor atacar primero al que primero se murió, papá Anastasio, cuyos huesos acabaron en la escombrera. Por malo.

Para entender quién era el general Anastasio Somoza García, baste un detalle. Sus catorce años de dictadura se sustentaron en las tres «pes»: «Plata para los amigos, palo para los indiferentes y plomo para los enemigos». Y todo ello con el impagable apoyo de Estados Unidos. En 1956 se le acabó hacer la puñeta al pueblo cuando, en mitad de una fiesta y tras bailarse un mambo de Pérez Prado, un joven poeta llamado Rigoberto López le pegó cuatro tiros. Lo trasladaron a un hospital de Panamá, pero dio igual, murió.

El retorno de los restos a Nicaragua y el traslado hasta la catedral de Managua fue un derroche de honores. Tanto es así, que la jerarquía eclesiástica, sorda, muda y ciega ante los asesinatos que el mandatario cargaba sobre sus espaldas, dispensó a Anastasio Somoza tratamiento de príncipe de la Iglesia durante los funerales y anunció que quienes asistieran a misas celebradas en memoria del dictador recibirían doscientos días de indulgencia. Ole.

Desde la catedral, el cuerpo fue a recibir más honores a la Academia Militar, luego al palacio presidencial, después otra vez a la catedral para otra misa, más tarde al Ayuntamiento… y el paseo continuó hasta que Anastasio Somoza dio con sus huesos en la cripta de la Guardia Nacional del cementerio de Managua, donde los dejaron enterrados al son de los veintiún cañonazos preceptivos. Y todo para hacer bien la pelota a los hijos de Somoza, porque ellos heredarían la dictadura del país y convenía tenerlos contentos. Pero pasaron los años, y cuando cayó la dictadura de los Somoza, ¿a por quién se fueron? A por los huesos del general Anastasio.

Pero esto se supo mucho tiempo después, porque en un intento de que nadie profanara la cripta se hizo correr el bulo de que el hijo, el otro Anastasio Somoza, había ordenado sacar el féretro del cementerio en limusina para llevárselo a su exilio de Paraguay. Sólo era una maniobra de distracción para que nadie intentara violentar la cripta, y el truco no coló, porque todo el mundo sabía que Anastasio Somoza había salido por pies para salvar su trasero y que no se acordó ni de su padre.

Y efectivamente, los huesos de papá dictador acabaron en la escombrera del cementerio, de donde se recuperó a duras penas una calavera maltrecha cuyo ADN dijo, tímidamente, sí, yo soy la que un día albergó el cerebro déspota de Anastasio Somoza García.

La saga dictatorial de los Somoza continuó en las figuras de los dos churumbeles del general. Y si malo fue el padre y pésimo el hermano, Anastasio Somoza Debayle, Tachito, remató la jugada. Tras el atentado que sufrió en su exilio paraguayo, sus restos tuvieron que enviarlos a un cementerio de Miami, en Estados Unidos, porque no había lugar seguro para él. Aunque llegar, lo que se dice llegar, llegó a medias.

Disfrutaba él de su exilio dorado en Paraguay, al abrigo de otro dictador colega, Alfredo Stroessner, cuando un día de septiembre de 1980, circulando con su Mercedes color azul por una avenida de Asunción, sufrió el ataque de un comando terrorista de nicaragüenses y argentinos con ametralladoras y bazookas. Por carambolas del destino, la avenida donde se produjo el atentado se llamaba Generalísimo Franco. Entre dictadores andaba el asunto.

El coche quedó hecho un amasijo de hierros, y los restos de Anastasio Somoza, mezclados con el amasijo. Lo que se pudo rescatar de aquel hombre fue trasladado a Miami, a un panteón familiar donde se encontraría más o menos seguro, visto lo que ya había pasado con los huesos de su padre.

Pero cuentan quienes lo vieron que parte de Somoza quedó en aquel coche Mercedes, y que por tanto se decidió dar cristiana sepultura a toda aquella chatarra en la finca de un general llamado Brítez Borges. Cuando el régimen militar de Stroessner por fin cayó, la ubicación del coche enterrado de Somoza salió a la luz y hubo una persona muy interesada en hacerse con aquellos hierros. Se trataba del doctor Joel Filártiga, un personaje muy conocido en Paraguay por su activismo político contra la dictadura y por la defensa de la verdad en la muerte de su hijo de 17 años, que se hizo pasar por crimen pasional cuando lo cierto es que fue asesinado. El hecho adquirió cierta relevancia internacional cuando, en 1991, Amnistía Internacional y la HBO produjeron la película La guerra de un solo hombre, protagonizada por Anthony Hopkins, Norma Aleandro y Rubén Blades.

El doctor Joel Filártiga consiguió los restos del coche impregnados del propio Anastasio Somoza porque tenía planes muy concretos: construirse una escultura en el jardín de su casa con ellos; una escultura que recordara el fin de la tiranía de Somoza y de Stroessner y homenajeara la memoria de su hijo asesinado. Contaba el doctor Filártiga que la parte más dura de todo su empeño artístico fue la negociación con su esposa para que le dejara meter toda aquella chatarra en el jardín de casa. Pero lo hizo, y mientras Anastasio Somoza duerme su sueño incompleto sin saber que una escultura recuerda su nefasta memoria.