Al margen de los teatrales panteones reales, los líderes políticos que más se pirran por disfrutar de ostentosos mausoleos son los comunistas: Lenin, Mao Tse-tung, Ho Chi Minh, Che Guevara… aunque bien es cierto que la mayoría no los pidieron. Se los pusieron sus seguidores para continuar utilizándolos como iconos partidistas.
La gran mayoría de esos mausoleos son sobradamente conocidos, porque las ciudades en las que se ubican están abiertas al turismo. Pero hay un gigantesco sepulcro muy desconocido porque, la verdad, apenas alguien va de vacaciones a Corea del Norte. Sólo está permitida la entrada a mil quinientos turistas al año y no pueden ser ni japoneses ni estadounidenses ni periodistas. Los pocos que van tienen que estar dispuestos a ir reverenciando desde la misma llegada al aeropuerto las estatuas del líder eterno, de Kim Il-Sung, aquél que puso a Corea del Norte bajo una de las dictaduras más crueles y oscuras del planeta y que aún hoy, casi dos décadas después de muerto, sigue ostentando un poder que no es de este mundo.
El mausoleo de Kim Il-Sung roza la ficción. Es el más grande, el más aparatoso y el más altisonante del mundo, y los norcoreanos están casi obligados a llorar cuando pasan por delante del cuerpo embalsamado del líder.
Kim Il-Sung murió en 1994, y su hijo, el actual presidente del país porque así se lo dejó en herencia su padre, ordenó que se embalsamara a su papi. Para ello buscó a los mejores especialistas, los rusos. El mismo laboratorio que se encarga de conservar impoluto a Lenin se encargó igualmente de embalsamar y ahora de mantener al dictador norcoreano. Costó un millón de dólares la preservación del cuerpo y cuesta ochocientos mil al año que siga con buen cutis. Semejantes cifras para un país comunista son poco menos que una bofetada al sentido común. A ello hay que sumar lo que costó y aún cuesta mantener el gigantesco palacio memorial de Keumsoo, porque todo el edificio es el mausoleo y ocupa cien mil metros cuadrados. Está en Pyongyang, la capital de Corea del Norte.
Pero el verdadero espectáculo empieza dentro del mausoleo, porque prácticamente hay que pasar por un túnel de lavado antes de llegar al líder. Primero se dejan todas las pertenencias fuera y se atraviesa un arco de detección de armas, no vaya a ser que alguien quiera asesinar al muerto. Hay que caminar por un suelo repleto de rodillos húmedos que quitan toda la suciedad de los zapatos y desinfectan las suelas, y un poco más allá se atraviesa un túnel que parece una aspiradora y que absorbe todo el polvo de la ropa y el pelo.
Sólo así, bien limpito, esterilizado y casi pasteurizado, puede uno adentrarse en un kilométrico pasillo pintado de rojo pasión hasta llegar a la cámara donde el líder Kim Il-Sung está tumbadito boca arriba dentro de una urna de cristal.
Por supuesto, hay que ir vestido de domingo a ver el mausoleo. Se exige ropa de gala, porque es lo que merece el presidente eterno. El visitante está obligado a dar una vuelta completa a la urna que guarda a Kim Il-Sung y a hacer cuatro reverencias, una en cada lado. Conviene disimular y poner cara compungida y a punto de llanto, para luego pasar a otras salas donde hay que tragarse un insufrible paseo entre diplomas, medallas y regalitos que recibió el líder y hasta el Mercedes de lujo desde el que saludaba a las masas.
Y esto tiene guasa en un país sin tráfico y donde los ciudadanos tienen prohibido comprarse un coche. Es el único y último país estalinista del mundo donde un muerto sigue presidiendo la nación. De locos.