Cuando el 25 de julio, día de Santiago, cae en domingo, ese año, por decreto, se declara Año Santo Jacobeo. Tocó en 2010.
Para los católicos practicantes el evento es muy importante, porque tienen la posibilidad de ganar el jubileo, la indulgencia plenaria, que es lo mismo que hacer borrón y cuenta nueva con los pecados cometidos. Para los turistas también es muy importante, porque parece que tiene más mérito hacer el Camino de Santiago en Año Jacobeo que en otro momento. Pero para unos y para otros, para fieles y menos fieles, para turistas, guiris y senderistas, la meta es la misma: una tumba. Y la satisfacción de alcanzarla, idéntica. Unos culminan la ruta de la fe y otros superan un reto físico.
El mito de Santiago, sus restos, sus idas, sus venidas y su polémica identificación son asuntos complejos, así que mejor seguir un hilo argumental: los inexistentes huesos de Santiago apóstol.
Santiago es, iconográficamente hablando, una trinidad. Es uno y es trino. Es apóstol, es peregrino y es caballero cristiano, aquel al que llamaron Matamoros. Pobre Santiago, durante su vida apostólica no mató una mosca y después de muerto lo convirtieron en un asesino despiadado. Pero ¿cómo llegó a España Santiago, el primero de los apóstoles en morir, si se despidió de este mundo en Jerusalén? Pues hay dos versiones. Para creerse una hay que echar mano de la fe y dejar el encefalograma plano. La segunda es más admisible, pero nada probable.
La de la fe dice que Santiago, tras ser decapitado por orden de Herodes Agripa, fue arrojado a los perros. Siete discípulos rescataron los restos, los trasladaron de Jerusalén al puerto palestino de Jaffa, los depositaron en una barca sin velas ni timón, y así, sin gobierno, los discípulos y los huesos del apóstol atravesaron el Mediterráneo de punta a punta, sortearon el Estrecho de Gibraltar, remontaron el Atlántico y recalaron en la villa romana de Iria Flavia, en Galicia.
La otra versión cuenta que Santiago permaneció enterrado en Jerusalén, y que en el siglo VII, con motivo de la conquista de Palestina por los árabes, se dio una emigración masiva de la población cristiana hacia Occidente. Quienes llegaron a Galicia llevaron consigo, sólo supuestamente, los restos de Santiago. Sea como fuese, por una u otra ruta, demos por enterrado al apóstol en Galicia para no poner aquí punto final al texto.
Y otro dato: no lo enterraron solo. La tradición cristiana dice que fue enterrado con dos de sus discípulos, Teodoro y Atanasio. Ahí quedó la cosa y ahí quedaron los huesos.
Hasta que un ermitaño vio en el cielo un resplandor que formaba un campo de estrellas, un campus estelae… compos-tela… o tela de luz en un campo si lo traduce un castizo.
El resplandor lumínico señalaba un lugar en el bosque, y fue el obispo Teodomiro, después de tres días de ayuno buscando inspiración, el que descubrió un sepulcro con tres muertos dentro. El jerarca, quizás el primer antropólogo forense de la historia, determinó que aquellos eran Santiago, Teodoro y Atanasio. La noticia fue de lo más oportuna en aquel siglo VIII, porque si algo se necesitaba en ese momento era fe y fuerza espiritual para plantar cara a los musulmanes, que ya se habían comido toda España a falta de Asturias. Aquella tumba y aquellos huesos revitalizaron las fuerzas guerreras cristianas. El mito del apóstol Santiago acababa de dar paso al mito del caballero cristiano Santiago Matamoros.
En el lugar donde apareció el fantasioso sepulcro se edificó la primera basílica, la primera tumba oficial de Santiago. Ése fue el templo que destruyó el caudillo musulmán Almanzor en sus campañas guerreras de finales del siglo X; destrucción que —milagro— no alcanzó a las reliquias del apóstol. Este hecho dio lugar a acrecentar el mito, porque si un musulmán sanguinario respetaba los huesos de Santiago, estaba claro que debía de ser el apóstol. Al menos ésa fue la lectura que se hizo. La basílica quedó arrasada y hubo que construir otra que arropara con toda solemnidad los restos del apóstol. He ahí la catedral compostelana.
¿Cuándo comenzó la tumba a ser meta de peregrinaje? Porque ése es el origen de todo el tinglado religioso, turístico, económico y hostelero que hoy conocemos. El primer peregrino con nombre y apellido que llegó al sepulcro de Santiago se llamó Godescalco. Era francés y obispo. A partir de él, el cotarro se fue animando. Cada vez más gente, cada vez más peregrinos… hasta que se llegó a la escandalosa cifra de medio millón de andariegos anuales con el zurrón al hombro. Y esta cifra, en el siglo XII, era una absoluta exageración.
Vamos a los huesos. Es evidente que, vista la época que nos ocupa y una vez que obispos, papas y emperadores sacros certificaron que aquellos huesos eran de Santiago sí o sí… sin ADN, sin carbono 14 y sin dataciones osteológicas… a nadie se le ocurrió ponerlo en duda. La tumba, con lo que se suponía los huesos de Santiago dentro (de Santiago y sus dos discípulos, no nos olvidemos de ellos), continuó siendo meta de peregrinos, hasta que el primer y único sobresalto llegó por culpa de los ingleses. A Santiago tuvieron que esconderlo cuando se dio un garbeo por Coruña el pirata oficial inglés Francis Drake.
Porque si Almanzor, no se sabe si por despiste o porque le apeteció, respetó las reliquias de Santiago, el pirata Drake dijo alto y claro que en cuanto llegara a Compostela se cargaría la catedral y el relicario del santo. El arzobispo de Santiago a finales del siglo XVI, Juan de Sanclemente, se creyó la amenaza del inglés y, por si las moscas, agarró los restos del apóstol y los escondió. Cometió, sin embargo, un imperdonable error: no apuntar dónde los puso.
Sanclemente murió, y con él se llevó el secreto del escondite. Fue entonces cuando el Camino de Santiago pegó un bajón impresionante. Continuaron yendo peregrinos, pero apenas un puñado, porque no era lo mismo sin los huesos. Casi tres siglos pasó Santiago escondido, y cuando apareció, con él llegó el escándalo. El siglo XIX ya era momento de hacerse preguntas.
El arzobispo Payá Rico inició la búsqueda de los restos porque la catedral había perdido mucho caché con la ausencia de los huesos. Por supuesto, aparecieron, y se hizo un simulacro de identificación que aún hoy no se cree nadie salvo quien tiene la obligación de creérselo.
El asunto de las reliquias es sólo cuestión de fe, y excepto casos muy documentados en donde desde el mismo momento de la muerte se ha seguido la pista del cuerpo de un santo, la mayoría de los huesos venerados ni tienen base histórica, ni antropológica ni documental. Con Santiago ocurre esto último, y lo cierto es que, se pongan como se pongan quienes quieran ponerse, la autenticidad de los poquísimos restos que hay se ha cuestionado desde el mismo momento de su descubrimiento.
Los huesos estaban dentro de una urna de piedra con apenas unas esquirlas. Los científicos de la época los analizaron, pero la respuesta que tenían que dar estaba definida con antelación. Lo único que alcanzaron a decir fue que eran restos muy antiguos y de tres personas distintas. Pero ni pudieron datar la fecha exacta ni mucho menos poner nombres. Pero dio igual. Se les puso nombre: Santiago, Teodoro y Atanasio.
El arzobispo compostelano Payá Rico comunicó su descubrimiento a Roma, y el papa León XIII envió a su vez al cardenal Caprara. Entre las autoridades eclesiásticas se decidió que las reliquias eran auténticas y así se publicó en la Bula Deus Omnipotens. Punto final a la historia, porque mediante esa misma bula papal León XIII impidió que una vez cerrada la urna esos huesos volvieran a ser objeto de estudio. Dicho de otra manera: no hay forma humana de estudiar esos huesos. Ni falta que hace. Si los huesos del santo están o no en la catedral es fácil de saber. Para un creyente… están. Para los demás, no. Así de sencillo. Lo importante es que la llamada de un sepulcro, vacío o no, con Santiago o sin él, ha provocado el mayor y más increíble movimiento de masas que ha dado la Cristiandad. Y eso no hay quien se lo quite a Compostela, al Año Jacobeo y al Camino de Santiago.
Pero en toda esta historia falta una pieza clave: el innombrable hereje Prisciliano, ése que según los heterodoxos ocupa el sepulcro de Santiago. ¿Pruebas documentales de que esté ahí? Las mismas que tienen los que dicen que está Santiago. Ninguna. O sea, que empate a cero.
Según los respondones, Prisciliano, un obispo gallego que acabó declarado hereje, ocupa el relicario de plata de la catedral compostelana. La Iglesia lo desterró, y en la ciudad alemana de Tréveris lo juzgó y lo decapitó. Hasta aquí lo documentado, y a partir de ahora lo indemostrable. Cuentan que los discípulos de Prisciliano trajeron sus restos desde Tréveris a Galicia y que aquí lo enterraron. Cuando el obispo Teodomiro dijo haber encontrado la tumba de Santiago por inspiración divina, la que de verdad encontró fue la de Prisciliano, y encima de estos huesos construyeron la primera basílica y luego la catedral.
Quienes dicen que esto es una locura y defienden a capa y espada que el que está dentro es Santiago y no un hereje, utilizan argumentos, a veces, graciosos. Dicen cosas como que no existe documentación del traslado del hereje desde Alemania hasta Compostela, lo cual es cierto. Pero lo dicen como si la llegada de los huesos de Santiago en barquita desde Jerusalén a Galicia estuviera documentada y clasificada en el Archivo de Simancas. Hombre… parece claro que en estos términos la discusión es de besugos. Unos no tienen pruebas y los otros tampoco, luego tan increíble es una cosa como la otra. En la discusión han estado involucrados desde Américo Castro a Claudio Sánchez Albornoz, pasando por Miguel de Unamuno. Y más recientemente escritores como Ramón Chao, el padre del cantante Manu Chao, y Fernando Sánchez Dragó.
Y con quien más se molestó el Arzobispado de Santiago es con Sánchez Dragó por insistir en contar ese episodio en el que un mozo gallego confesó haber roto una lápida en la que ponía: «Aquí yace Prisciliano» por orden de un canónigo de Compostela. Se supone que al chico le hicieron romper la lápida en 1879, el año en que reaparecieron los restos del apóstol después de tres siglos escondidos, para que no hubiera pruebas de que, efectivamente, en la tumba que decían de Santiago estaban los huesos de un hereje.
La verdad es que es difícil creerse que un mozo gallego de finales del siglo XIX supiera leer la inscripción de una supuesta lápida del siglo IV. Aunque todo es posible en la Galicia mágica; puede que fuera un catedrático disfrazado de campesino.
El Arzobispado se enfadó muchísimo con Sánchez Dragó y le contestó que eso era un disparate. Pues seguramente, pero un disparate comparable a afirmar que los huesos de Santiago fueron estudiados, identificados y confirmados. O sea, que el asunto jacobeo va de disparate en disparate cuando se ponen enfrente quienes afirman sin pruebas y quienes niegan también sin pruebas. Dejemos el asunto a la fe sin rascar más allá, porque, como dijo Miguel de Unamuno, «todo hombre moderno, dotado de espíritu crítico, no puede admitir, por católico que sea, que el cuerpo de Santiago el Mayor reposa en Compostela». Pues ya, don Miguel, pero estas tenemos todavía hoy.