NI DIOS EN EL FUNERAL DE ALEJANDRO VI
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(1431-1503)

Mencionar a los Borgia invita de inmediato a pensar en decenas de apelativos que van desde corruptos y pecadores hasta temibles y lujuriosos. Tenían más peligro que hacer puenting en una pirámide, así que no es de extrañar que la leyenda negra de la familia Borgia continúe vigente cinco siglos después. El irónico Toni Garrido, director del programa Asuntos propios de RNE, reflexionaba en una ocasión sobre cómo se las apañaban los hijos de los papas para dirigirse a sus padres. ¿Papá? ¿Papa?

Semejante disyuntiva tuvieron que superar los hijos de Alejandro VI, aquel poderoso pontífice del Renacimiento al que le tocó morir un caluroso día de 1503. Lo de que el día fuera caluroso es un dato a tener en cuenta. Huélanse lo peor.

Su velatorio tuvo nula concurrencia, porque aquello apestaba, y si alguien pasó por allí fue sólo para asegurarse de que aquel papa endiablado, por fin, había muerto.

Alejandro VI murió un 18 de agosto en Roma. Sus enemigos se contaban por cientos, así que no hubo voluntarios para velar el cadáver ni para dirigir el oficio de difuntos. Al papa le tomaron confesión deprisa y corriendo —no había tiempo para escuchar tanto pecado— y a la extremaunción llegaron de milagro. Bien es cierto que César Borgia puso el empeño justo en dar un funeral decoroso a su padre, porque estuvo más preocupado en rapiñar los trescientos mil ducados que guardaba el tesoro pontificio que en ocuparse del cadáver de su progenitor.

El cuerpo quedó expuesto en una sala del palacio Borgia, y conviene remitirse a la descripción que recoge el historiador francés Iván Cloulas en su libro Los Borgia, faena e infamia en el Renacimiento. No hagan ascos: «La cara está negruzca e hinchada. La lengua, duplicada en su volumen, sobresale de la boca. Está monstruoso y horrible. Negro como el diablo».

Y es que corría el rumor de que el papa Borgia había sido envenenado, circunstancia esta a la que se culpó de la acelerada descomposición que se adueñó de Alejandro VI. Pero no. El papa murió de malaria tras varios días de fiebres. Si a la enfermedad se añaden la calorina que hacía en Roma aquel agosto y que por la capilla ardiente no se acercaba ni Dios, la conclusión es que no había ni una sola razón que dilatara el momento del entierro. Bien, pero ¿quién lo entierra? ¿Y en dónde?

Finalmente aparecieron seis mozos que, a la fuerza, se encargaron de llevar a una capilla del palacio de los Borgia el cuerpo de Alejandro VI. Siguiente problema: el papa estaba tan hinchado que no entraba en féretro alguno. Solución, despojar el cuerpo de todo lo que abultaba, incluido el papa-gorro (también conocido como mitra), y encajarlo a empujones.

Nadie encendió una vela y nadie dedicó un rezo al papa. Para qué, si el alma ya la tenía perdida. Alguien escribió en la época que, en cualquier pueblucho, cualquiera habría hecho un «entierro más honorable para la esposa enana de un deforme cojo». La frase es de lo más desafortunada, pero hay que situarla en el siglo XVI.

Y hubo más problemas: con la muerte de Alejandro VI se abrió la veda contra los Borgia y los romanos se levantaron en armas, con lo cual no hubo oportunidad de enterrarlo en la iglesia de Santa María della Febbre hasta varios días después. Cuentan las crónicas que, pese a los disturbios, los romanos no profanaron el cadáver. Evidentemente. No había quien se acercara.

En Santa María della Febbre, Alejandro fue a hacer compañía a su tío el papa Calixto III, el mismo que abrió a su sobrino las puertas del Vaticano. El descanso se les presentaba intranquilo: otros papas vendrán que de tu casa te echarán.

Llegó el momento de construir San Pedro del Vaticano, y la iglesia donde estaban los dos valencianos estorbaba para erigir la basílica. Los dos papas españoles fueron desahuciados sin contemplaciones, y aunque luego se trasladaron a las famosas grutas vaticanas los restos de muchos y variados pontífices desperdigados por toda Roma, ni a Alejandro VI ni a Calixto III les hicieron un hueco.

Tío y sobrino tienen ahora sus huesos mezclados en una tumba de la iglesia romana de Montserrat, conocida también como iglesia Nacional Española, y en donde también recibió su primer enterramiento el rey Alfonso XIII.

Mucho turista español, cuando visítalas grutas vaticanas, busca por allí a los dos valencianos. Un error muy extendido por culpa de un inmenso panel de mármol instalado en San Pedro que lleva por título «Summi Pontifices in hac basílica sepulti» (Sumos Pontífices sepultados en esta basílica). En la lista de los papas están inscritos «Callistus III» y «Alexander VI».

La Comunitat Valenciana está muy orgullosa de haber aportado dos papas a la historia del Papado, e igualmente molesta por la discriminación hacia sus chicos que el Vaticano nunca ha ocultado. En los últimos años, algún que otro político de la tierra ha dejado caer que va a considerar la posibilidad de reclamar los restos de Calixto III y Alejandro VI para trasladarlos a Valencia, pero, luego, o se arrugan, o se les olvida, o lo dejan porque saben que lo tienen todo perdido.

El último que se planteó traerse los huesos fue Francisco Camps, tan elegante siempre con sus trajes a medida, cuando era candidato del PP a la Generalitat. Durante una visita a Roma, tal y como recogió una información de la agencia Efe, dijo que le gustaría que «los dos Borgia estuviesen enterrados con los otros papas, en el lugar que les corresponde». Y añadió que no descartaba solicitar el traslado de los restos a la «Sedi Valentia», para enterrarlos en la catedral.

El asunto quedó en nada, porque es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja y un implicado en el «caso Gürtel» en el reino de los cielos, que el Vaticano suelte a dos papas. Fueron malos, fueron corruptos… pero son suyos.