A Thomas Becket le precede su fama. Tres años después de morir pasó a la nómina de los santos, pero cuando se murió… mejor dicho, cuando lo murieron, sólo era arzobispo de Canterbury. Habitó en el siglo XII, y para resumir mucho su historia hasta llegar a lo que de verdad importa, a sus huesos, sólo cuatro datos: Enrique II y él eran muy amigos, hasta el punto de que el rey lo nombró su responsable de Gobierno en Relaciones Exteriores y posteriormente el papa Alejandro III le dio el título de arzobispo de Canterbury, el cargo eclesiástico más relevante y poderoso de Inglaterra.
Pero el religioso salió respondón, y la relación con el rey acabó en trifulca. El arzobispo salió por pies del país y luego regresó ante una aparente reconciliación, pero, como volvió a meter el dedo en el ojo a Enrique II, acabó en la tumba. Hasta aquí todo dentro de lo normal dada la época de la que hablamos, pero es que trescientos años después, otro rey, Enrique VIII, desenterró a Thomas Becket y envío sus huesos a freír espárragos. Eso dicen, pero no hay pruebas.
Es cierto que Enrique II apreciaba a Thomas Becket, pero no es menos cierto que el clérigo pretendía mandar más que el rey en determinados asuntos, y en la Inglaterra medieval estas pretensiones se pagaban caras. El rey, en un momento de cabreo por unos informes que le hicieron llegar, dijo algo así como: «¿No hay nadie que vengue mi honor ultrajado?». La frase la oyeron cuatro pelotas llamados Reginald, Hugh, Richard y William, que se dieron por aludidos y se fueron a por el arzobispo.
Le sorprendieron rezando vísperas en el altar de la catedral de Canterbury, y allí mismo, la noche del 29 de diciembre del año 1170, se lo cargaron. Cuando el rey se enteró de que habían matado a su amigo, puso el grito en el cielo, pero ya no había remedio. Enrique II no lo mató, sólo deseó su muerte. Enterraron a Thomas en la catedral, y aquí paz y después gloria.
El crimen indignó a los católicos ingleses, y la historia corrió por toda Europa. Enrique II negó haber ordenado la muerte de Becket y le echó la culpa a los cuatro impresentables de su corte. El asesinato de Becket se había vuelto en contra del rey, quien no tuvo más remedio que dar marcha atrás, jurar que jamás ordenó el crimen y hacer penitencia pública: se dejó flagelar ante la tumba de su amigo para expiar su culpa.
Pocas veces se ha dado tanta prisa la autoridad vaticana competente en elevar a los altares a uno de los suyos, pero, dada la devoción que se propagó por toda Europa a la velocidad del rayo, el papa Alejandro III promulgó la bula de canonización poco más de dos años después del martirio, en julio de 1174. Murió del todo Thomas Becket y nació Santo Tomás. La tumba del nuevo santo se convirtió en lugar de peregrinación y el culto a sus huesos comenzó a crecer como la espuma. El santo se tomó su trabajo en serio, porque en apenas diez años se le atribuyeron 703 milagros. Una actividad frenética.
Pasaron trescientos años y llegó al trono el orondo Enrique VIII, que cuando no estaba cortándole la cabeza a alguna de sus esposas se entretenía en discutir con el papa de Roma. Tanto discutió, que acabó desterrando el catolicismo y erigiéndose principal cabeza de la Iglesia de Inglaterra. ¿Quién continuaba incordiándole desde la tumba? Santo Tomás Becket.
Como parte de la leyenda negra de Enrique VIII, también se le achaca —no siempre con las suficientes pruebas— haber ordenado destruir todos los sepulcros de santos católicos y la quema de sus huesos. Cuentan que puso especial atención en Santo Tomás Becket por ser el más venerado. Ahora bien, todavía hoy hay mucha gente empeñada en que los frailes de Canterbury no eran tan estúpidos como para esperar de brazos cruzados a que se cumpliera la orden de Enrique VIII. Que sacaron los huesos, los sustituyeron por otros y escondieron los originales en otro lugar de la catedral. Vale, pero ¿dónde?
El lugar original de la tumba que conservó los restos del santo antes de que supuestamente Enrique VIII la hiciera añicos lo señala una vela permanentemente encendida en el interior de la catedral. Pues ya puestos, podrían haber dejado otra señal disimulada indicando el lugar donde los escondieron.
La figura de Santo Tomás Becket ha rebasado su época más allá de la devoción religiosa, y nunca imaginó el arzobispo quedaría tanto de qué hablar. El poeta inglés Geoffrey Chaucer (siglo XII) creó sus celebrados Cuentos de Canterbury aprovechando las historias fantásticas que contaban los peregrinos que acudían a la tumba de Santo Tomás. Luego llegó el realizador italiano Pier Paolo Passolini y añadió la nota erótica en 1972 para llevar al cine aquellos relatos.
Sin olvidar la rentabilidad que aún genera el arzobispo: un cofre que se cree contuvo los restos de Santo Tomás Becket se subastó en 1996 en Londres por 4,18 millones de libras (4,93 millones de euros). Sotheby’s aún no se lo cree, porque el precio de salida era millón y medio de libras.