Doctores tiene la Iglesia. Treinta y tres exactamente, y Santo Tomás es uno de ellos. Quiere ello decir que sus reliquias cotizan al alza más que las de cualquier otro santo. Este gran estudioso no se ha librado de que unos y otros se disputaran sus huesos. Ni mucho menos ha podido evitar que le hicieran cachitos para repartirlo entre sus fieles.
El filósofo y teólogo italiano Tomás de Aquino, una de las mentes más privilegiadas de la Iglesia de todos los siglos, está enterrado a medias en Toulouse (Francia), en un magnífico sarcófago de oro y plata. Pero sus restos han tenido mucho recorrido, según les alcanzara una disputa entre frailes, una revolución o una exhumación para arrebatarle un brazo o una mano. O, como dice una leyenda sin fundamento pero con sustancia, para hacerse un caldo con sus huesos.
Cuenta una leyenda que unos frailes en el siglo XIII se hicieron con los restos del teólogo una sopa-reliquia antes de verse obligados a entregar el cuerpo a otros monjes. Es fácil imaginar lo que es una sopa-reliquia… más o menos lo mismo que un consomé celestial. Consistía, así de duro, en cocer al difunto. Puede que a alguien se le haya ido la imaginación con este asunto, pero si algún documento hubiera confirmado el hecho, no habría por qué extrañarse. Antiguamente, cuando se trataba de trasladar un cuerpo que aún no se había quedado en los huesos, se preparaba una buena marmita con agua hirviendo para dejarlos mondos y lirondos. Está documentado con varios santos, y tampoco sería raro que se hubiera tomado semejante medida con Tomás. De ser cierto, habría sido obra de los monjes cistercienses, porque fueron ellos los primeros en poseer el cuerpo de Tomás, aunque al final tuvieron que devolverlo a los dominicos por orden del papa. El mandato no les sentó muy bien, o sea que bien podrían haber dicho, vale, lo devolvemos pero nos quedamos con la sustancia.
Tomás de Aquino murió en 1274 en la abadía cisterciense de Santa María de Fossanova, en la región de Lazio —a la altura de la espinilla de la bota italiana—, cuando se dirigía hacia el Concilio de Lyon. Como allí murió, allí lo enterraron, pero también en ese momento comenzaron las distintas reclamaciones sobre sus restos. Los querían las universidades de París y Nápoles y los pretendían muchos y variados conventos dominicos de Italia y Francia.
Los cistercienses decían que verdes las han segado, que no entregarían ni a Dios las sagradas reliquias de Tomás de Aquino. Se inició una disputa que duró casi cien años, y mientras pasaba ese siglo comenzaron las perrerías relicarias. En 1288 le cortaron una mano que le enviaron a su hermana Teodora, condesa de San Severino, aunque luego esta extremidad acabó en el convento dominico de Salerno cuando la pariente falleció, dado que Teodora, que ya tenía dos, no sabía qué hacer con una tercera mano en la tumba.
Los cistercienses de la abadía de Fossanova no descuidaron las precauciones para evitar que les birlaran a Tomás y llegaron al extremo de esconder el cuerpo, no sin antes cortarle la cabeza para guardarla aparte. No es conveniente poner todos los huevos en la misma cesta.
Fue el papa Urbano V el encargado de tomar una decisión a tanta disputa religiosa en 1367. Otorgó a los dominicos el derecho de trasladar los restos del santo a Francia para gran enfado de sus homólogos italianos. Dijo el papa que de inmediato cabeza y cuerpo tomaran camino de Francia, porque en Italia los dominicos ya contaban con la propiedad de los restos de Santo Domingo y no era cuestión de acaparar santos.
Aprovechando el traslado del filósofo a la catedral de Toulouse, se le cortó un brazo para enviarlo a París, y cinco años más tarde se le quitó el hueso de otro brazo para regalarlo a los dominicos de Nápoles, que posteriormente lo trasladaron a la catedral de esta ciudad. Lo que queda del pobre Tomás, sin brazos, sin mano y decapitado, se guarda ahora en el convento de los Jacobinos de Toulouse, primer destino del santo hasta que causas de fuerza mayor, léase Revolución Francesa, aconsejaron el traslado a la basílica de San Fermín. En 1974, aprovechando el séptimo centenario de su muerte, las reliquias volvieron al convento de los Jacobinos.
Parece claro que, mientras las pruebas documentales no demuestren lo contrario, nadie se hizo un caldo con Santo Tomás, pero, si lo hubieran hecho, no habría sido el peor trance por el que pasó este doctor de la Iglesia.