SOPA EN LA TUMBA DE ANDY WARHOL
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(1928-1987)

Andy Warhol sigue siendo el maestro del arte contemporáneo del siglo XX, aunque para otros no haya pasado de ser un excéntrico drogadicto y un egocéntrico insoportable. Fue quien dijo que todo el mundo tiene derecho a quince minutos de fama, y de la fama sigue disfrutando desde su tumba en el cementerio San Juan Bautista, en Pittsburgh, Pennsylvania (Estados Unidos). Lo cierto es que su tumba no hace honor a sus extravagancias, porque es muy simplona, pero como él se murió de repente y con sólo 58 años, no tuvo tiempo de manifestar sus gustos. La decisión la tomaron sus hermanos, que pusieron una vulgar lápida de mármol gris. Lo único que se sale de lo normal en la tumba de Warhol son los botes de sopa Campbell que siguen apareciendo desde hace décadas.

Andy Warhol murió en Nueva York el 22 de febrero de 1987 y de una manera muy tonta. Podría haber muerto por el sida o por sus excesos con las drogas. Bueno, pues no, va y se muere por unas estúpidas piedras en la vesícula. El fallecimiento de Warhol pilló a todos por sorpresa, a él el primero, y salvo los homenajes en Nueva York, donde todas las galerías colgaron su retrato con lazos negros, nada se pudo hacer por retener su cuerpo en la ciudad de los rascacielos, el centro del mundo para el rey del pop art.

La corte de fanáticos que arrastraba Warhol insistió en que fuera enterrado allí, en Nueva York, porque él odiaba, siempre según ellos, su pueblo natal, Pittsburgh. Pero los hermanos del artista no estaban de acuerdo. Aseguraban que Warhol adoraba su pueblo, que jamás había renegado de él y que allí se lo llevaban a enterrar, al ladito de sus padres.

En Nueva York lo único que se pudo hacer fue celebrar su funeral en la catedral de Saint Patrick. Un funeral que se convirtió en un desfile de estrellas y de gentes con el pelo verde llegando en limusina y paseando palmito frente a las cámaras. Y un par de datos curiosos que relata Ultra Violet, una de las estrellas que crecieron a la sombra de Warhol y que asistió a su funeral. Escribió Ultra Violet que el cardenal de Saint Patrick, John O’Connor, se negó a celebrar la misa y hubo que buscar a un sustituto. Al cardenal no le parecía bien rogar por el alma de un homosexual desenfrenado y de un organizador de orgías. Estaba en su derecho, y al menos se libró de ver cómo corría la cocaína por los bancos de la catedral y cómo los asistentes la esnifaban sin prejuicios.

El entierro en el cementerio de Pittsburgh se presentaba más serio, pero sólo un poco. Warhol fue enterrado con un traje negro, una peluca platino y unas gafas de sol. Y en el ataúd se metió un perfume de Estée Lauder, una camiseta y un ejemplar de la revista The Interview.

Mientras bajaban el féretro a la fosa, los amigos fueron echando monedas. Nadie explicó por qué, pero es fácil suponer que le daban dinero para que Warhol pagara al viejo barquero griego Caronte para que le trasladara al más allá.

Una semana después del entierro comenzaron a aparecer sobre la tumba botes de sopa Campbell, y aún hoy siguen apareciendo. Nadie sabe quién los pone. Tampoco nadie hace por saberlo. Es sólo el homenaje a un excéntrico para sacar su tumba de la vulgaridad. Lo único que cabrea a los del cementerio son los circulitos de óxido que dejan los botes sobre el mármol cuando llueve. Por lo demás, se supone que alguien se comerá las sopas. Tardan mucho en caducar.