DIEGO VELÁZQUEZ, EN EL LIMBO
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(1599-1660)

El pintor Diego Velázquez es uno de los variados y numerosos genios que tenemos perdidos por el subsuelo de Madrid. O quizás no. Puede que lo hayan estado buscando en el sitio equivocado. Lo que sí parece claro es que Velázquez no está donde debería porque es muy probable que alguien lo trasladara sin dar el parte oportuno.

Cuatro años estuvieron los arqueólogos intentando localizar los restos del pintor bajo la plaza de Ramales, en Madrid, muy cerquita del palacio de Oriente, aprovechando las obras de un aparcamiento de residentes. Dos investigadores, sin embargo, llevaban tiempo advirtiendo de que Velázquez no estaba allí, que su momia y la de su mujer están en el convento de benedictinas de San Plácido.

El pintor fue enterrado en 1660 en la cripta de la iglesia de San Juan, vestido con los hábitos de la Orden de Santiago, espada, botas y espuelas. Se fue bien pertrechado al otro mundo. Cuentan que Felipe IV, a quien tantas veces plasmó en el lienzo y del que se sabía su amigo, lloró su muerte cuando dejaron allí el ataúd forrado de terciopelo y tachonado y guarnecido con pasamanos de oro, según textos de la época. Sólo una semana más tarde, la viuda del artista, Juana de Pacheco, fue a hacerle compañía.

En aquella cripta, supuestamente, seguían los restos de la pareja cuando en 1810 José Bonaparte decidió el derribo del templo y la construcción de una plaza. El rey francés vivía en el Palacio Real y si había algo que le horrorizaba era la suciedad de la ciudad, la aglomeración de casas y el laberinto de calles estrechas. Dijo él: «Qu’est-ce que c’est cette merde? Voy a reurbanizar Madrid», y ordenó el derribo de edificios y la construcción frenética de plazas para dar luz y espacio a la ciudad, de ahí que le bautizaran con aquel mote de Pepito Plazuelas.

Al parecer, la plaza de San Juan, que tal fue el nombre que recibió, se hizo precipitadamente y no se tocó el subsuelo; simplemente se allanó el terreno y se plantó la plaza, por lo que la cripta, varios metros bajo tierra, permaneció intacta. Tiempo después de aquella remodelación, a la plaza se la rebautizó como de Ramales, en recuerdo del pueblo santanderino donde el general Espartero ganó una batalla a las fuerzas carlistas.

En 1960, con ocasión del III centenario de la muerte de Velázquez, el Ministerio de Educación Nacional y la dirección de Bellas Artes cayeron en la cuenta de que el genio sevillano debía de seguir en algún lugar bajo el empedrado de la plaza de Ramales y para su recuerdo se erigió un monolito en su honor.

En una de las cuatro caras de la base de la columna puede leerse lo siguiente: «En este lugar estuvo emplazada la iglesia parroquial de San Juan, donde fue enterrado el pintor Don Diego de Silva y Velázquez». En otra reza así la leyenda: «Murió el pintor Don Diego de Silva Velázquez el viernes seis de agosto de 1660. Su gloria no fue sepultada con él». Más nos valdría vigilar de cerca a los muertos ilustres que, a falta de huesos, pensar frases lapidarias para la posteridad.

Ahora bien, si su gloria cuelga de las paredes de los museos, ¿dónde diablos está Velázquez? Tuvo que producirse una de esas broncas a las que nos tienen acostumbrados Ayuntamiento y Comunidad de Madrid para que al menos se removiera el asunto. El gobierno municipal quiso convertir la plaza de Ramales en peatonal y hacer un aparcamiento, momento en el que irrumpieron las autoridades comunitarias y dijeron que de eso nada, que nada de obras si antes no se rescataban los huesos de Velázquez del subsuelo. Ya estaba bien de poner adoquines encima.

La plaza estuvo manga por hombro años… y venga a salir fémures… y cráneos… y tibias… y clavículas… y esqueletos enteros… pero ninguno sabía pintar. El Ayuntamiento empeñado en rematar las obras, y la Comunidad empecinada en encontrar a Velázquez en aquel desbarajuste de huesos.

En éstas andaban las dos administraciones cuando apareció una tercera. El Ministerio de Cultura, no sin cierto soniquete en plan Gila, dijo: «Yo sé dónde hay una momiaaaaa… y se parece a Velázqueeeeeez…». Dos investigadores de Patrimonio, Antonio Sánchez-Barriga y José Sancho Roa, sospechaban desde 1994 dónde estaban Velázquez y su mujer. Mejor dicho, sus momias. Saberlo a ciencia cierta no lo sabían, pero ante la evidencia de que no aparecían en la plaza de Ramales, reforzaron su teoría sobre una posible ubicación: bajo el altar de la capilla de la Inmaculada Concepción, en el convento de San Plácido de Madrid. Fue entonces cuando la Comunidad se alió con el Ministerio de Cultura en la identificación de Velázquez.

Allí, en San Plácido, había un par de momias muy majas, con sus vestiditos de época, con sus gorgueras en el cuello… La momia macho llevaba puesto el hábito de los caballeros de la Orden de Santiago, espada y sombrero, y estaba acompañada de una señora momia. Las edades coincidían con las de defunción de Velázquez y su parienta, 61 y 58 años. Si eran ellos, ¿cómo llegaron hasta allí? La historia tiene su intríngulis, y para entender las investigaciones de Sánchez-Barriga y Sancho Roa hay que echar mano de un tercer personaje: Gaspar de Fuensalida, amigo del pintor sevillano.

Don Diego y doña Juana fueron enterrados, efectivamente, en la iglesia de San Juan, en la cripta que les cedió su amigo Gaspar y que tenía preparada para su propio enterramiento. Los amigos están para algo, y como Velázquez la necesitó antes, pues antes la estrenó. A Fuensalida también le llegó la hora, y fue a hacer compañía a la pareja, pero previamente había dispuesto en su testamento que, en cuanto fuera posible y en secreto, trasladaran sus restos al panteón familiar del convento de San Antonio de La Cabrera. El traslado, casi con toda seguridad, se hizo, pero como se hizo en secreto, tal y como había pedido el difunto Gaspar, no quedó constancia documental de ello. El encargado de ejecutar el testamento fue un cuñado de Gaspar de Fuensalida, y todo hace sospechar que, a la vez que trasladó los huesos de su familiar, sacó también los de Diego Velázquez y su mujer para dejar la cripta vacía.

El pintor y su esposa dieron con sus huesos, según los investigadores, en el convento de las benedictinas de San Plácido, para el que Velázquez pintó su famoso Cristo en la cruz —ahora en el Museo del Prado— por encargo de Felipe IV. ¿Por qué en San Plácido? Porque quien se encargó del traslado de los restos heredó derechos de enterramiento en aquel convento y le pareció que sería un buen lugar para el artista. Allí, se supone, durmieron el sueño de los justos hasta que, de forma fortuita, sus momias aparecieron en 1994.

Las descripciones de la caja (de terciopelo negro y tachonada) y del atuendo de Velázquez (con espada, sombrero, espuelas y hábito de la Orden de Santiago) que se hicieron en 1660 coincidían exactamente con lo que se descubrió en San Plácido. Pero en contra también había argumentos, y sobre todo no cuadraban las opiniones de los investigadores. El estudio reunió a antropólogos, policía científica, toxicólogos, historiadores, forenses, técnicos de la Comunidad, técnicos del ministerio… y acabaron a la greña. Todos querían participar en la identificación del mejor pintor del barroco. Unos, queriendo estudiar las momias en la universidad… otros, queriéndoselas llevar al Instituto de Toxicología… unos, que era imposible que ese fuera Velázquez porque al pintor lo enterraron con botas y espuelas y la momia llevaba zapatos y medias… otros, que eso no era importante porque a lo mejor lo apuntaron mal… unos, que los clavos de los ataúdes deberían estar oxidados si antes de llegar a San Plácido estuvieron enterrados en San Juan, porque en San Juan había mucha humedad… otros, que el óxido era lo de menos…

Finalmente, Comunidad y ministerio acabaron de morros y la autoridad cultural autonómica volvió a buscar en Ramales para desesperación del Ayuntamiento de Madrid. No encontraron nada, pero aún hoy se sigue a vueltas con Velázquez, repasando documentos y buscando base histórica que avale el traslado a San Plácido. Lo que sí dijeron una parte de los investigadores es que la ropa de una de las momias probaba que no era Velázquez. Las golas con las que se adornaban las vestimentas en el siglo XVII, esa especie de lechugas plisadas en el cuello, eran de tela que se cosía sobre papel para mantenerlas tiesas, y las hojas de papel que se utilizaron para la gorguera de la momia de San Plácido correspondían a un misal que, según los análisis, era del siglo XVIII. Como Velázquez murió en el XVII, no podía ser él. A no ser que le hubieran cambiado la gorguera después de muerto.

La conclusión facilona de la peripecia que aquí fenece podría ser que la culpa de que se nos hayan perdido los huesos de Velázquez fue de Pepito Plazuelas debido a su pasional construcción de plazas, pero no sería justo. Alguien le podría haber advertido de que allí abajo estaba Velázquez. Es que nadie se lo dijo, y José Bonaparte, al fin y al cabo, acababa de llegar.