FRANCISCO DE GOYA, TORTURADO POR LA BUROCRACIA
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(1746-1828)

Francisco de Goya y Lucientes, el genio de Fuendetodos, uno de los más insignes pintores de todos los tiempos, el autor de Los fusilamientos y las «majas», el pintor de las casas de Osuna y Alba, uno de los sordos más famosos de todos los tiempos… sigue enterrado sin cabeza. En la ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid, descansan sus restos incompletos, porque el cráneo que desapareció del cementerio de Burdeos (Francia) aún está en paradero desconocido.

La «tanatografía» de Goya, con o sin cabeza, es tan densa y compleja como su biografía. Al maño le han pasado tantas cosas después de muerto, que hay que repasarlas varias veces para creerlas.

Murió el artista en la primavera de 1828. Tenía 82 años y ni un real en el bolsillo. Acabó en Burdeos, porque allí se exilió durante el reinado del absolutista Fernando VII. En su testamento dejó dicho que quería ser vestido con el hábito de San Francisco y enterrado en la iglesia de la que fuera parroquiano en el momento de la muerte, pero, vaya por Dios, Goya escribió su última voluntad en 1811, cuando no podía imaginar que acabaría exiliado en Francia. Cuando murió, nadie tenía un hábito de San Francisco a mano y en Burdeos no se estilaba eso de enterrarse en las iglesias. Los muertos iban, lógicamente, al cementerio. Y allá que te fue Goya, y encima, a una tumba prestada.

Y quien se la prestó fue un personaje que juega un papel fundamental en toda esta historia, Martín Miguel Goicoechea, también exiliado, ex gobernador de Madrid y además su consuegro. Cuando Goya llegó al panteón de Burdeos, su amigo descansaba en él desde tres años antes, y con él ha compartido y aún comparte todas las tumbas que ha recorrido a lo largo de los años.

El entierro se verificó en el cementerio de la Grande Chartreuse de Burdeos. Fue sencillo y muy poco concurrido. La tumba quedó señalada con el número 5, de la serie 7a, situada al final del vial de árboles de la entrada. Allí quedó Goya medio olvidado por una España a la que retrató como pocos. Fue un gran pintor, pero recibió tratamiento de pintamonas.

Todo el mundo se olvidó de Goya, de su arte y de sus huesos hasta que, cincuenta y dos años después, el cónsul español en Burdeos, Joaquín Pereyra, la descubrió por casualidad cuando aquel año de 1880 acudió a poner flores a la tumba de su esposa. Trasladar sus restos a España y darle los honores y la sepultura merecidos se convirtió para el cónsul en un empeño personal y para el Gobierno español en un asunto de Estado. Veinte años después, en 1900, don Francisco de Goya y Lucientes volvió a España, pero la burocracia previa rozó el absurdo.

Joaquín Pereyra descubrió asombrado un panteón ruinoso en el que parecía leerse el nombre de Francisco de Goya. Escribió el bueno de Pereyra que se «sonrojó al considerar que los restos de esta ilustre gloria del arte español se encontrasen sepultados en el mayor olvido y abandono en tierra extranjera, y sentenciados a que un día fuesen a confundirse en el osario común». Y así era, porque la sepultura tenía aviso de desahucio.

Pereyra se tomó muy a pecho el rescate de los huesos de Goya e inició los contactos con el Gobierno para convencerlo de la necesidad de repatriarlos. Se logró que las Cortes dispusieran la construcción de un panteón de ilustres en la sacramental de San Isidro de Madrid que también acogería al dramaturgo Leandro Fernández de Moratín, al poeta Juan Meléndez Valdés y al pensador Donoso Cortés. En 1886 se terminó el monumento prometido y dos años más tarde el director de Instrucción Pública, Emilio Nieto, escribió al cónsul en Burdeos con una propuesta un tanto tacaña: pretendía que Pereyra buscara un veraneante de los que por aquellas fechas regresaban desde Burdeos a Madrid y que, entre los bultos de su equipaje, fueran los restos de Goya, para evitar costes de más en el traslado.

El cónsul Pereyra manifestó su disconformidad, respetuosamente, por supuesto, a la racanería del responsable de Instrucción Pública. A Nieto no le quedó mejor remedio que rascarse un poco más el bolsillo… pero lo justo: «Aunque dentro de límites muy reducidos, se arbitrarán los fondos suficientes para la traslación decorosa de los restos mortales de Goya a Madrid. Será menester, sin embargo, que los gastos se reduzcan a lo más imprescindible. Es a saber, exhumación, transporte, vacación y diligencias, legalizaciones y caja digna pero modesta. Bien a pesar mío será necesario que renunciemos a toda clase de funeral».

Llegó el momento de la exhumación de Goya. Era noviembre de 1888 y la sorpresa provocó el pasmo general: abierta la tumba, aparecieron dos cajas sin inscripción, una con los huesos completos de una persona y otra en la que faltaba el cráneo, precisamente la que se suponía del pintor. Y se suponía porque era la caja más cercana a la entrada, luego debía pertenecer al último inhumado. Pero había otro detalle. Aunque dentro del arca no estaba el cráneo, sí había restos de una seda marrón que se presumía era el gorrito con el que Goya fue enterrado. Lo que ya no tenía tanta explicación era el motivo de que apareciera el gorro de Goya y no su cabeza. O fue un capricho, o una bufonada, o alguien se había llevado la cabeza después de enterrado y había dejado el gorro. La caja no presentaba signos de haber sido violada, luego todo hacía pensar que Goya no perdió la cabeza después de muerto, sino que lo enterraron sin ella. ¿Quién, pues, metió el gorrito en el féretro si no había cabeza que lo luciera?

El despiste se adueñó de la situación, y Pereyra y las autoridades presentes en esta exhumación frustrada optaron por cambiar los restos a dos cajas en mejores condiciones y dejarlas apartadas en el depósito del cementerio a la espera de instrucciones del Gobierno español. El cónsul sugirió que, ante la duda, se trasladaran los restos de los dos hombres a Madrid, pero Emilio Nieto, alías el roñoso, ni siquiera se preocupó de que el pobre Goya no tuviera cabeza; sólo le incomodaba la duplicidad de gastos del traslado: dos cuerpos, más dinero. Sugirió incluso que los restos de los dos hombres fueran en una misma caja identificada sólo con el nombre de Goya. Así viajarían dos por el precio de uno.

La burocracia, los gastos y la desidia impidieron, sin embargo, que la traslación se realizase. Los amigos Goya y Goicoechea volvieron a su panteón a la espera de administradores más eficientes y con el riesgo de terminar en una fosa común por una inminente reforma del cementerio.

Casi tres años después del fiasco de la primera exhumación, el pintor Raimundo de Madrazo paró en Burdeos de camino hacia París. El cónsul Pereyra, que no cejaba en su empeño, relató la historia del malogrado traslado a Madrazo, y éste, sensible al desamparo de su colega pintor, hizo otro intento por movilizar a la sociedad y al Estado español.

En mayo de 1891 se publicó en el diario La Época, el más influyente del momento y portavoz del Partido Conservador, una carta de Madrazo al director. En ella reprochaba muy sutilmente la falta de interés del Gobierno español y recordaba que «las cenizas del inmortal Goya continúan honrando un nicho, por más señas prestado, en un cementerio extranjero». Conocedor también Raimundo de Madrazo de la tacañería de la Administración para realizar el traslado de los restos, en otro momento de la carta se ofrecía a pagar los 400 o 500 francos del traslado. No hubo respuesta. Goya y Goicoechea, por tanto, continuaron juntos en Burdeos.

Tuvieron que pasar tres años más para que el Gobierno español, en un ataque aislado de eficacia, nombrara una comisión para repatriar de una vez por todas a Goya y enterrarlo en el panteón de la sacramental de San Isidro. Y ésta era otra: el panteón llevaba tantos años esperando a Goya y a los otros tres ilustres ocupantes que casi amenazaba ruina. Para añadir más desgracias al asunto, los restos de Donoso Cortés, Moratín y Meléndez Valdés, aburridos de esperar, estaban despistados. Diez años de espera habían provocado que los movieran de acá para allá y que nadie tuviera claro dónde estaban.

El Gobierno quería, no obstante, que los únicos restos que regresaran a España fueran los de Goya, no los de su amigo Goicoechea. El cónsul, a esas alturas, ya no sabía si cortarse las venas o pedir la nacionalidad francesa para no formar parte de aquel grupo de ineptos. Faltaba un siglo para que la identificación de restos mediante técnicas de ADN fuera familiar a los humanos, entonces… ¿cómo pretendían que el cónsul Pereyra averiguara de quién demonios era el cráneo que faltaba?

Llegamos a 1899 y Goya sigue en Burdeos. En marzo de ese año formó Gobierno Francisco Silvela, jefe del Partido Conservador, y nombró ministro de Fomento al marqués de Pidal. Entre las primeras ocurrencias de este ministro estuvieron las de localizar los perdidos e insepultos restos de Meléndez Valdés, Moratín y Donoso Cortés, trasladar a Goya a España, y, por supuesto, encargar al cónsul que se encargara de la segunda exhumación.

A Pereyra probablemente se le saltaron las lágrimas cuando vio que este nuevo intento tenía visos de ir por buen camino. Sólo había otro pequeño problema: Pereyra había insistido desde un principio en la necesidad de trasladar los restos de Goya y Goicoechea juntos para evitar dudas, cosa que se le había denegado también desde el principio. Por tanto, la única autorización que tenía el cónsul en su poder era la de la exhumación y traslado de Goya, no la de Goicoechea. Así lo hizo saber a vuelta de correo, pero esta vez quedó claro que don Francisco y su amiguete volverían juntos a España. A las nueve de la mañana del día 5 de junio de 1899, Goya y Goicoechea salían de su morada por segunda vez. Goicoechea, entero; Goya, sin cabeza. Aquella misma noche los dos amigos partieron rumbo a España en el tren de las once y cuarto.

Madrid recibió los restos de Goya diecinueve años después de que el cónsul español en Burdeos iniciara sus trámites. Sólo con esta empresa se ganó el sueldo.

El pintor, y Goicoechea al lado, fue trasladado a la cripta de la parroquia de Nuestra Señora del Buen Consejo, situada en la antigua catedral de San Isidro, y allí se reunió con Meléndez Valdés, Donoso Cortés y Moratín… hartos ya de esperar, y que seguramente recibieron a Goya con un abucheo porque encima se trajo a un amigo.

Por fin llegó el día, 8 de mayo del año 1900, en que la reina regente María Cristina firmó el que, por el momento, iba a ser el definitivo descanso de Goya:

«Queriendo honrar la memoria de los esclarecidos escritores y artistas españoles Don Juan Meléndez Valdés, Don Leandro Fernández de Moratín, Don Francisco de Goya y Lucientes y Don Juan Donoso Cortés, en nombre de mi augusto hijo el Rey Don Alfonso XIII y como reina regente del Reino, vengo a disponer que la traslación de sus restos mortales al mausoleo que les está destinado en el cementerio de San Isidro tenga lugar el día 11 del corriente con asistencia de mi Gobierno y de las autoridades de las Corporaciones civiles y militares y de las Reales Academias». Sea.

Todo el Gobierno acompañó a pie a la engalanada comitiva que trasladaba a los cinco ilustres, aunque dos fueran juntos y todos se olvidaran de don Martín Miguel de Goicoechea, que, sin comerlo ni beberlo, sufrió los mismos ajetreos que Goya. Para algo están los amigos.

Goicoechea y Goya fueron inhumados en una de las cuatro sepulturas del panteón dispuestas en cruz alrededor de una columna, pero poco iba a durar el descanso en éste su tercer enterramiento.

El sábado 29 de noviembre de 1919, los restos del pintor y del que fuera gobernador de Madrid fueron de nuevo exhumados bajo la lluvia y en presencia del director general de Bellas Artes, del director del Museo del Prado y de los arquitectos Repullés y Antonio Flores. No hubo ceremonias, ni carrozas engalanadas, ni nada que hiciera pensar que de allí salían los restos de uno de los más grandes pintores de todos los tiempos. Un sencillo furgón los trasladó a la ermita de San Antonio de la Florida. Allí le esperaban, entre otros, Mariano Benlliure y Joaquín Sorolla, artistas que debieron de tener cruzados los dedos para no pasar por lo que pasó Goya cuando a ellos les llegara la hora.

Goya y Goicoechea fueron inhumados, por última vez, al pie del presbiterio. Allí siguen. Juntos. Ni la muerte ni la Administración española pudieron separarlos.

Ahora bien, ¿qué fue de la cabeza de Goya? Malas noticias, sigue más perdida que Marco el Día de la Madre.

Hay dos versiones distintas sobre el paradero del cráneo del pintor; ninguna de ellas corroborada y ambas difícilmente comprobables. Una de las pistas la da una pintura que plasmó el pintor asturiano Dionisio Fierros en 1849, veinte años después de la muerte de Goya, pero treinta y ocho años antes de que se abriera la tumba en Burdeos y descubrieran que la cabeza no estaba. Más claro, mucho antes de que se revelara la ausencia del cráneo, un pintor ya lo había retratado. Si el asunto de los restos ya estaba demasiado enmarañado, este nuevo imprevisto vino a complicar las cosas.

Goya pasó sus últimos años de vida obsesionado con su locura. Como a principios de aquel siglo XIX la frenología o craneoscopia estaba muy en boga, el maño, según algunas fuentes, dio permiso para que estudiaran su sesera. Pero el caso es que, con permiso o sin él, Goya fue enterrado sin cabeza o se la robaron muy poco después del sepelio, aunque este hecho no se descubrió oficialmente hasta 1888, cuando se produjo la apertura de la tumba. Nadie sabía en ese año, sin embargo, que ya circulaba un cuadro con el retrato de la calavera, y los pocos que conocían su existencia, entre ellos el propio pintor Dionisio Fierros, que todavía vivía, se callaron como una… Se callaron.

Una total ausencia de noticias rodea la existencia de esta pintura, que acabó apareciendo en Fuendetodos, en la trastienda de un anticuario. En la parte posterior, en el bastidor y escrito a lápiz, ponía «cráneo de Goya». Lo que no se sabe es cómo diablos llegó a manos del pintor realista asturiano Dionisio Fierros la calavera para que pudiera pintarla. ¿Quién se la dio? ¿De dónde la sacó? Y sobre todo, ¿dónde la puso luego?

Al parecer la dejó en su casa, ya que años después, en pleno siglo XX, un nieto del pintor Dionisio Fierros dijo que su abuelo tuvo durante mucho tiempo encima de su escritorio una calavera en plan pisapapeles, pero nadie de la familia conocía la identidad de su dueño. Un hijo del pintor que estudiaba Medicina en la Universidad de Salamanca se la llevó para hacer prácticas en la facultad. Según unos, en mitad de un experimento químico, el cráneo voló en mil pedazos, y según otros, la calavera se fue desmembrando hasta desaparecer. Bien podrían haber escrito a lápiz en el occipital de Goya: «No romper, cabeza de Goya». Sea como fuere, fin de la primera conjetura.

El segundo rastro del cráneo nos lleva más lejos, a París. La teoría francesa dice que Goya dio el consentimiento previo para que le cortaran la cabeza después de muerto, y fue el doctor Jules Laffargue, médico y amigo del pintor, quien, supuestamente, se la cercenó para estudiar su cerebro. El estudio frenológico del cerebro, de ser cierto, se realizó en el asilo de San Juan de Burdeos, el mismo lugar en el que el pintor se inspiró para su famosa serie de dibujos «Los locos de Burdeos». Pasaron los años, y el cráneo de Goya y otros muchos que como el suyo habían sido estudiados, se trasladaron a París, a un hospital que trabajaba con la Facultad de Medicina. Aquí muere la segunda pista y la peripecia de Goya, su cráneo y sus tumbas.

Y un último detalle: en la plaza del Pilar de Zaragoza hay plantada una columna a modo de monumento, la misma pieza que estaba en la tumba de Goya y Goicoechea en Burdeos. A España no sólo regresaron los dos amigos, también la tumba que los cobijó en Francia.