SALVADOR DALÍ (1904-1989) Y GALA (1894-1982), ESE PAR DE EXCÉNTRICOS

En 1964, Salvador Dalí publicó Diario de un genio, una autobiografía en la que afirmó: «Este libro va destinado a probar que la vida cotidiana de un genio, su sueño, su digestión, sus éxtasis, sus uñas, sus resfriados, su sangre, su vida y su muerte son esencialmente diferentes a los del resto de la humanidad». El tiempo demostró que su muerte fue tan vulgar como la del cualquier mortal. Sencillamente, dejó de respirar… y se murió.

Tanto Gala, su esposa y musa, como Dalí hicieron de su vida en común un espectáculo fascinante; incomprensible en muchas ocasiones, contradictorio en otras tantas y excéntrico siempre. Sus muertes fueron otra historia. La de Gala estuvo salpicada de irregularidades legales convenientemente pasadas por alto, y en torno a la del artista, ocurrida seis años y medio después, aún planea la duda de si se cumplieron sus deseos. La muerte, sin embargo, no sólo estuvo presente al final de sus vidas, sino que quedó patente en parte de la obra del pintor y fue una de sus obsesiones.

Dalí comenzó a morir un 10 de junio de 1982, el mismo día en que expiró Gala, su musa durante cincuenta y tres años y esposa legal durante veinticuatro. Con ella se iba su inspiración, su fuerza y la persona en la que había concentrado un amor arrebatado («Sólo amo dos cosas: a Gala y al dinero»). Lo malo es que a Gala sólo la amaba él, cuestión ésta que, por otra parte, a ninguno de los dos importó jamás.

Pese a quien pese, Helena Ivanovna Diakonova, verdadero nombre de Gala, aunque de él existan cuatro o cinco variaciones, entró en la vida de Dalí en el verano de 1929 y sólo salió de ella cuando fue enterrada en el exclusivo enterramiento del castillo de Púbol, pedanía del municipio gerundense de La Pera.

El castillo de Púbol era el refugio sexual de Gala. Allí invitaba a infinidad de jovencitos con aspiraciones artísticas de todas las nacionalidades que le otorgaban sus favores sexuales a cambio de la proyección pública y el dinero que Gala pudiera ofrecerles. Y el castillo también acabó siendo su refugio definitivo, porque allí fue inhumada el 11 de junio de 1982 a la caída de la tarde, en una ceremonia con un puñado de asistentes y sin Dalí. La muerte de Gala se vio rodeada de anomalías legales que, seguramente en consideración a quienes eran, fueron obviadas.

Gala murió en la casa de Portlligat, en Cadaqués (Girona), pero el certificado de defunción situó el lugar de la muerte en Púbol, donde estaba preparada la cripta. El diario La Vanguardia del viernes 11 de junio de 1982 titulaba en portada «Gala ha muerto», seguido de unas líneas en las que se decía que «falleció ayer en Portlligat». El mismo periódico, sin embargo, ampliaba la información en su página 6, donde informaba de que Gala había muerto a las 14.15 horas del 10 de junio «en Púbol, según un parte médico facilitado al respecto». El mismo periódico señalaba más adelante que «fue trasladada en estado de coma irreversible desde su residencia de Portlligat hasta el castillo de Púbol», y que «hacia las siete y media de la tarde, Dalí, acompañado por el pintor Antoni Pitxot, llegaba al castillo, aparentemente sereno pero como empequeñecido en el interior de su inmenso cadillac con matrícula del Principado de Mónaco». El coche, según el mismo diario, entró inmediatamente en el interior del jardín y las puertas se cerraron.

Los guías oficiales del castillo de Púbol relatan aún hoy, durante la visita turística, que Gala fue trasladada ya muerta en el cadillac, aunque no pueden explicar si iba sentada, tumbada o escondida en el maletero. Sí reconocen, en cambio, que el traslado fue totalmente ilegal y contraviniendo todas las leyes sanitarias al respecto. Apenas un puñado de amigos de la pareja conoce la verdadera historia y por qué se actuó así, pero lo cierto es que Gala viajó muerta durante los aproximadamente 60 kilómetros que separan Portlligat de Púbol y a lo largo de más de una hora de camino debido a la difícil carretera de Cadaqués.

Gala y Dalí siempre habían dicho que deseaban que sus entierros fueran íntimos, o al menos así lo comentaron sus más allegados, pero sólo Gala disfrutó de esa intimidad. Apenas doce personas estuvieron presentes cuando Gala, con un vestido rojo de Christian Dior, quedó sepultada en la cripta del castillo.

La decisión de enterrarla en el sótano de su fortaleza de Púbol fue de última hora, cuando su estado se agravó, porque inicialmente iba a ser inhumada en el surrealista jardín del castillo. Pero, a finales de mayo de 1982, un aparejador de la localidad de La Pera recibió el encargo de construir el enterramiento en la cripta. Como tumba, diseñó un interior único, diáfano, pero con espacio para dos cuerpos y con una estructura que soportara dos lápidas. El deseo de Dalí era, cuando le llegase su hora, ser enterrado junto a Gala y dándole la mano.

En el libro oficial del castillo de Púbol se explica que, pasado un tiempo, Dalí quiso ir más allá y construir un monumento funerario similar al que se puede contemplar en la catedral de Nantes (Francia) y que alberga los restos de Francisco II y Margarita de Foix. Un delegado de la Fundación Gala-Salvador Dalí fue a Nantes para conseguir los planos de aquel panteón construido en el siglo XVI y al que Dalí pretendía hacer algunos cambios. El empeoramiento de la salud del pintor y las graves heridas que sufrió en el incendio de su habitación de Púbol, en agosto de 1984, provocaron que el proyecto cayera en el olvido.

De cualquiera de las formas, quedó claro que Dalí pretendía descansar junto a Gala. Si después cambió de idea o si hubo otros intereses para cambiar la ubicación de su eterna morada, ya es difícil saberlo.

Los años sin Gala fueron matando poco a poco a Dalí. Tras el incendio del castillo de Púbol en 1984, en el que quedó malherido, el artista volvió a la ciudad de sus raíces, Figueres (Girona), y se quedó a vivir en el Teatro-Museo, concretamente en la Torre Gorgot, rebautizada como Torre Galatea a petición del pintor y en honor a Gala. Nunca más volvió a Púbol ni a la casa de Portlligat.

El 20 de enero de 1989, la prensa ya daba por hecho el inminente fallecimiento de Dalí, agonizante en una habitación de cuidados intensivos del Hospital Comarcal de Figueres y repitiendo constantemente: «Vull anar a casa» (Quiero ir a casa).

Tan irremisible se volvió la situación, que el 21 de enero, con Dalí aún vivo, se cerró el Museo de Figueres (el segundo más visitado de España después de El Prado) y se inició la construcción de su tumba.

Fue entonces cuando algunos allegados hicieron saltar las alarmas: Dalí quería ser enterrado en Púbol, junto a Gala, dándole la mano y con el rostro cubierto. De hecho, en la cripta del castillo estaba esperándole su enterramiento.

El alcalde de Figueres por aquel entonces, Mariá Lorca i Bard, anunció que Dalí pidió hablar con él durante uno de sus ingresos en la clínica Quirón de Barcelona, y, tras hacer salir de la habitación a todo el mundo, le expresó sus deseos de ser enterrado en Figueres. Nadie fue testigo de aquella confidencia, aunque el alcalde la compartió de inmediato con otros dos allegados del pintor, Antoni Pitxot y Miguel Doménech, que esperaban fuera de la habitación. A ninguno de los dos sorprendió el cambio de opinión de Dalí respecto a su nuevo enterramiento, y quienes conocían su personalidad decían que era lógico que quisiera descansar «entre sus cosas, entre sus fantasmas y sus obsesiones». El presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, fue también informado. Según relató el propio alcalde de Figueres, intentó que aquel deseo quedara plasmado por escrito, pero el estado de salud de Dalí lo impidió.

Opiniones distintas compartían Arturo Caminada, ayuda de cámara y amigo de Dalí y Gala desde que entrara a los 16 años a su servicio como chico de los recados en Portlligat; Robert Descharnes, su secretario y gestor de los derechos, y Benjamín Artigas, alcalde de La Pera, donde está enclavado el castillo de Púbol. El primero de ellos fue muy claro en declaraciones a La Vanguardia con Dalí aún de cuerpo presente: «Pienso que todo esto no le habría agradado al señor Dalí. Él quería un entierro sin fotógrafos, sin flores, sin periodistas y con la cara tapada», y añadió que el pintor nunca le había comentado nada de ser enterrado en Figueres: «Cuando vinimos a vivir aquí [Figueres], el señor Dalí me dijo que quería ser enterrado en Púbol».

Robert Descharnes también se mostró extrañado de que Dalí hubiera manifestado tal deseo, pero, a esas alturas, Descharnes tenía a casi todo el mundo en contra: era el administrador de la sociedad que gestionaba los derechos de Dalí y a quien le fueron quitadas sus prerrogativas nada más morir el pintor. El tercer personaje en oponerse al enterramiento de Dalí en Figueres fue el alcalde de La Pera, Benjamín Artigas: «Una vez más —declaró entonces—, se demuestra que el pez grande se come al chico». Calificó como «una mala jugada» la del alcalde de Figueres y añadió que «le habían metido un gol a Púbol». Artigas insistió en que el deseo de Dalí era ser enterrado junto a Gala y que para ello se habían preparado las sepulturas con una abertura para que el pintor y su musa se dieran la mano en la eternidad.

Nula fuerza tuvieron aquellas voces en contra, porque el día 21 de enero, con Dalí aún vivo, comenzaron las obras de la tumba en Figueres. Durante toda la noche de aquel sábado y hasta las cinco de la madrugada, doce hombres abrieron en el centro de la sala que existe bajo la cúpula geodésica un paralelepípedo que cubrieron con ladrillos de 250 centímetros de largo por 90 de ancho. El domingo por la mañana se seleccionaron las piedras de mármol «arabescato» blanco y ligeramente veteado de gris que cubrirían el fondo y el interior de esas paredes. La tumba quedaría cubierta por una losa de piedra de Figueres abujardada (no pulida) que pesó una tonelada. Pedro Aldámiz, responsable de las obras, dijo que aún no se había decidido ninguna inscripción y que se estaba estudiando cómo se rodearía la sepultura para protegerla de las pisadas de los visitantes del museo.

El tiempo ha demostrado que ninguno de esos asuntos pendientes iba a tener solución. La inscripción no llegó a grabarse en la losa, al parecer porque también así lo quería el pintor cuando especificó que la piedra que le cubriese tenía que ser de Figueres. Uno de los amigos más íntimos de Dalí, Antoni Pitxot, fue contundente al ser preguntado por ello: «Creo que sobre Dalí no hay que escribir nada. Ni pensamientos ni ornamentaciones. Para mí, cualquier cosa en este sentido sería un claro intrusismo que, sinceramente, creo que tendríamos que evitar a toda costa».

Y tampoco se llegó a poner protección alguna. La inmensa mayoría de los quinientos mil visitantes que cada año pasan por el museo pisa sin saberlo la piedra que cubre a Dalí, porque el surrealismo de la sala mantiene al visitante con la vista levantada bien hacia la cúpula geodésica, bien hacia la inmensa tela Laberinto, de Isidoro Bea, escenógrafo y colaborador de Dalí. Nada indica que allí abajo esté el pintor, a no ser que el visitante lo sepa o pregunte a alguno de los empleados del museo qué significa esa piedra rectangular en medio del suelo.

Dalí, sin embargo, acabó teniendo su inscripción. Cuando fue enterrado, bajo la sala existía un espacio vacío dedicado a almacén, de tal forma que desde el sótano podían verse las paredes exteriores de la sepultura. Ese espacio vacío es actualmente la sala que alberga más de una treintena de joyas exclusivas diseñadas por el artista. Allí, medio en penumbra y como una joya más, se puede leer en una lápida de la pared: «Salvador Dalí i Doménech. Marqués de Dalí de Púbol. 1904-1989».

Pero todo esto fue sólo el final de una clamorosa despedida de autoridades de toda España y de gentes de Figueres; una despedida que comenzó cuando, a las diez y cuarto de la mañana del 23 de enero de 1989, Dalí murió.

A las doce y media de la noche del día siguiente comenzó la preparación del cadáver, en la que intervinieron siete personas: un forense, cuatro médicos, una esteticista y un fisioterapeuta. Y que nadie se pregunte para qué necesita un cadáver a un fisioterapeuta, porque este profesional lo que en realidad hizo fue afeitar el rostro de Dalí y engominar el inimitable bigote del genio. Durante todas estas tareas, además, se sacó un vaciado en yeso del rostro del pintor que quedó a disposición de la Fundación Gala-Salvador Dalí.

El forense Narcís Bardalet explicó posteriormente a los medios que para el embalsamamiento no fue vaciado el cuerpo. Utilizó, según dijo, «la técnica de inyección interarterial por vía femoral de un líquido con base de formol que penetra hasta los capilares». En el momento de morir, Dalí pesaba 59 kilos, por lo que la cantidad de formol inyectada superó los siete litros.

Según Bardalet, la momificación se vería beneficiada por el poco tejido adiposo que tenía el artista, y pronosticó que el cuerpo resistiría sin deterioro durante unos doscientos años. El forense se mostró muy orgulloso del resultado de su trabajo y desveló dos detalles más del proceso: le colocó la cabeza hacia atrás, para darle «la actitud altiva que se merecía», y decidió no retirarle el marcapasos que Dalí llevaba implantado desde 1996 debido «al gran interés que el artista siempre sintió por la ciencia y la tecnología». Esto pudo ser así porque Dalí fue enterrado; de haber sido incinerado, la extracción del marcapasos habría debido hacerse para evitar la explosión del artilugio durante la cremación.

Dalí bajó a la tumba con una túnica de seda beige en la que unas monjas bordaron una corona y la letra D. A las seis y media de la madrugada del día 24 se abrió la capilla ardiente a una nube de fotógrafos que recogieron las últimas instantáneas de Dalí y las primeras en las que el pintor no posaba con sus ojos exageradamente abiertos y sus bigotes apuntando al cielo.

Por la capilla ardiente instalada en Torre Galatea desfilaron diez mil personas, hasta que el féretro fue trasladado, poco antes de su entierro, hasta la iglesia de Sant Pere, donde había sido bautizado y donde se ofició la misa por su funeral. Antes de cerrar la caja, Arturo Caminada, su fiel amigo, cubrió el rostro de Dalí con un pañuelo de ganchillo. Cuando la comitiva trasladó de nuevo el cuerpo del pintor hacia su descanso definitivo, en el Teatro-Museo, quince mil conciudadanos le dedicaron una ovación cerrada. Era la ovación a un genio de la que nadie como él se sabía merecedor. Ya lo escribió en su diario cuando sólo tenía 16 años: «Seré un genio y el mundo me admirará». Qué poco se equivocó.

A las cinco y media de la tarde del 25 de enero, la losa de mil kilos cubrió para siempre a uno de los genios más extravagantes y fecundos de todos los tiempos. Salvador Dalí, el hombre, descansaba ya en el centro de su propio universo, pero el genio que le dio forma aún se palpa en las salas del Teatro-Museo de Figueres, en la casa laberíntica de Portlligat y en los muros de la fortaleza de Púbol.

Ahora bien, ¿está Dalí donde quiso? ¿Por qué cambió su deseo en el último momento? Nunca lo sabremos, pero Gala se quedó sin que nadie le agarrara la mano por toda la eternidad.

La muerte como obsesión surrealista

Salvador Dalí i Doménech vivió marcado por la muerte prácticamente desde que nació, empezando porque recibió el mismo nombre que su hermano, fallecido dos años antes. Su adscripción al movimiento surrealista parisino, cuyos miembros tenían una obsesión casi maníaca por quitarse la vida, contribuyó a aumentar su obsesión por la parca. Los surrealistas lo llevaban tan a rajatabla, que en 1935 ya se habían suicidado tres.

Esta fijación con la muerte que Salvador Dalí mantuvo toda su vida le llevó a hacer un descubrimiento que a más de uno dejó con la boca abierta. Ocurrió con un cuadro que le obsesionaba; una pintura de Jean François Millet, artista francés de finales del siglo XIX. El cuadro de Millet se llama El Ángelus, es uno de los más conocidos y cuelga de las paredes del Museo d’Orsay.

En la pintura hay una pareja de campesinos, de pie y con la cabeza inclinada. Ella mantiene las manos cruzadas a la altura del pecho, y él, el sombrero agarrado entre las manos. Los dos miran en actitud doliente… ¡hacia un cesto de patatas! Absurdo.

La actitud piadosa y exageradamente triste de la pareja de campesinos ante la cesta de patatas obsesionó a Dalí durante años. Aquel cuadro ocultaba algo, y Salvador Dalí removió Roma con Santiago para confirmar sus sospechas.

Consiguió el genio de Figueres, tras años de empeño, que se le autorizara a someter El Ángelus de Millet a rayos X para desvelar cuáles fueron las intenciones iniciales del pintor francés. La sorpresa fue mayúscula, aunque Dalí ya lo sabía.

La cesta de patatas ocultaba un pequeño ataúd, es de suponer que el de un hijo de los campesinos. Al parecer, Millet pintó la cesta de patatas encima del ataúd aconsejado por un amigo, porque en la época en la que se realizó el cuadro no estaba bien visto un reflejo tan explícito de la muerte.

Desde aquel momento, la pintura de Millet fue una constante en la vida de Dalí, que reprodujo el cuadro de varias maneras distintas en sus propias obras. Incluso adquirió juegos de café y vajillas decoradas con aquellos dos campesinos dolientes ante el ataúd de su hijo muerto. La obsesión de Dalí por la muerte le llevó a ver con ojos más escrutadores y curiosos. De no haber sido por el excéntrico artista, el Museo d’Orsay mantendría aún hoy colgado un cuadro incompresible de dos campesinos llorándole a una cesta de patatas.