No es por ser agorera, pero ¿estamos seguros de que El Greco está donde se supone que está? ¿Nos creemos que está enterrado en el monasterio de Santo Domingo el Antiguo de Toledo? La respuesta correcta es ni sí ni no ni todo lo contrario. Puede que se haya perdido… puede que no… quizás El Greco esté donde lo dejaron… o quizás no… cabría la posibilidad de que su hijo lo cambiara de tumba… o no. Lo más fácil sería sospechar que Doménikos Theotokópoulos está en el limbo, si no fuera porque el limbo ya pasó al saco de lo inexistente. Para guardar un orden cronológico de los acontecimientos conviene remontarse al momento en que El Greco disfrutaba de buena salud y conocer a alguno de sus amigos, porque fueron fundamentales en este asunto de la tumba.
Viviendo aún en Roma, el artista conoció allí a Luis de Castilla, clérigo e hijo del deán de la catedral de Toledo. Hicieron buenas migas, y Luis le animó a venir a España. «Están haciendo El Escorial y hay trabajo por un tubo, porque aquello es muy grande y Felipe II está contratando pintores para dejarlo mono. Seguro que hay algo para ti». Más o menos, algo así debió de decirle. El Greco hizo las maletas, embaló pinceles y pinturas y, lamentablemente, Felipe II no le hizo puñetero caso. La decisión de instalarse en Toledo vino porque su amigo Luis era de allí y quizás podría ayudarle en su búsqueda de clientes. El pálpito era bueno, porque, gracias a él, a Luis de Castilla, El Greco consiguió un contrato para pintar el retablo mayor del convento de Santo Domingo el Antiguo de Toledo.
Más de tres décadas después, en 1612, sólo dos años antes de su muerte, el pintor llegó a un acuerdo con el mismo convento, un pacto por el que se comprometía a pintar una gran obra a cambio de que el convento le diera una sepultura. La abadesa de Santo Domingo el Antiguo le pedía una porrada de reales por una tumba, 32.000, y decidieron que lo mejor sería hacer un trueque. El Greco pintó para el convento La adoración de los pastores, la misma obra que ahora cuelga de las paredes del Museo del Prado, y este trueque de pintura a cambio de tumba en realidad lo concretó el hijo de El Greco, Jorge Manuel, que consiguió para su padre, tal y como recogió el contrato de escritura, una sepultura «graciosa» y «para siempre jamás». Graciosa porque era supuestamente gratis, aunque en realidad el cuadro fue el pago de la tumba. De gratis, nada.
Pero a la vez que el hijo cerró el acuerdo de su padre con el convento, Jorge Manuel alcanzó otro para sí mismo, porque tanto él como su esposa aspiraban igualmente a descansar en el mismo templo. Jorge Manuel, quede claro, pagó religiosamente su tumba; la suya no tenía ninguna gracia.
Doménikos Theotokópoulos murió en 1614, con 73 abriles, y tal y como estaba mandado y acordado, su cuerpo fue depositado en una bóveda de la iglesia de Santo Domingo el Antiguo de Toledo, pero algo pasó para que las relaciones se agriaran entre la abadesa del convento y Jorge Manuel. Afortunadamente, aún vivía el gran amigo del pintor, Luis de Castilla, y el asunto no pasó a mayores… de momento.
Tres años después de la muerte de El Greco también falleció la esposa de Jorge Manuel, la nuera del pintor, y puesto que también tenía asegurado el enterramiento en el convento, en la tumba que compró Jorge Manuel, allí fue enterrada pese a las malas relaciones con la abadesa.
Aún faltaba alguien más por morir. Luis de Castilla falleció en 1618, y fue largarse de este mundo el mentor de El Greco y los acuerdos se fueron a freír espárragos a la vez que su hijo y los restos de El Greco se quedaron sin defensor. A la abadesa, Ana Sotelo de Rivera, le faltó tiempo para llamar a capítulo a Jorge Manuel y decirle que rompía los acuerdos de las sepulturas, tanto de la suya como de la de su padre. Le dijo la religiosa que contaba con permiso de sus superiores eclesiásticos para expulsar del convento los restos del pintor y que aquello dicho tiempo atrás sobre que la sepultura era «graciosa» y «para siempre jamás», pues que, en fin, que era broma.
Jorge Manuel no se calló. ¿Conque no hay tumba gratis? Pues tampoco hay cuadro gratis, así que… a pagar. Se llegó a un acuerdo económico, el convento abonó La adoración de los pastores, se rompió la escritura y a partir de aquí no hay un solo documento que aclare lo que pasó.
¿Sacaron a El Greco de su tumba? Dicho a las claras, no se sabe. No hay dato alguno a favor ni en contra. Lo que sí se conoce es que Jorge Manuel, de oficio arquitecto, comenzó la construcción de otro enterramiento para su padre, para su mujer y para él mismo en la iglesia de San Torcuato, en Toledo. Él dirigía las obras de construcción de esta iglesia y por tanto decidió incluir una capilla funeraria. Unas fuentes dicen que allí fueron trasladados los restos de El Greco y otras sospechan que el traslado nunca se hizo.
En pleno siglo XXI, el sentido común invita a comprobar fácilmente la presencia o no de los restos, bien en San Torcuato, bien en Santo Domingo, pero no es tan fácil. La iglesia de San Torcuato primero fue desamortizada y más tarde derribada, luego si los restos fueron trasladados, mejor olvidarse de ellos. Con esta ventaja juegan los responsables actuales del templo de Santo Domingo, que presumen (a buenas horas) de tener la tumba de El Greco.
Sin embargo, no pueden ni deben de estar seguros, porque la cripta donde estaban enterrados El Greco y su nuera luego se vendió a otra familia linajuda, la de los Alcocer. Dejó de ser propiedad de los Theotokópoulos. Eso sí, el convento de Santo Domingo el Antiguo de Toledo, aunque sólo sea por interés turístico, se considera custodio de los huesos de El Greco, pese a que olvidan indicar que, cuando no sabían que iba a ser tan famoso, lo echaron de allí con cajas destempladas.
En los años ochenta se abrió la cripta de los Alcocer, y allí, junto con muchos más huesos, aparecieron unos que, según el convento, son los de El Greco y los de su nuera, por eso presumen ahora de tener la tumba del pintor. Ahora bien, esos huesos pueden ser de El Greco o de Manolo García. No hay pruebas y, por tanto, sólo es una cuestión de fe.
Queda en el aire aclarar el mal rollito que enfrió las relaciones entre Jorge Manuel y la abadesa sin palabra, y para ello nada mejor que echar mano de la teoría de la historiadora Balbina Martínez Caviró, que sospecha dónde está el origen de la bronca: El Greco tenía un hijo, Jorge Manuel, y si hay un hijo, hay una madre que lo parió. La madre se llamó Jerónima de las Cuevas, una mujer que no ha aparecido en ningún momento de esta historia.
Doménikos y Jerónima no estaban casados, asunto ciertamente incómodo en aquel siglo XVII, porque una madre soltera no gozaba de la más mínima consideración. La teoría de la profesora Martínez Caviró sugiere que precisamente el intento de Jorge Manuel de enterrar a su madre en la cripta con El Greco fue el origen del desencuentro con la abadesa del convento. Una hipótesis estimable, porque, según la historiadora, cuando Jorge Manuel construyó la cripta para su familia en la otra iglesia, en la de San Torcuato, dejó muy clarito en el contrato que sería el enterramiento de «sus padres», y hasta ese momento, nunca, en documento alguno, se hacía mención a la discreta Jerónima.
Quién sabe si Jorge Manuel, escarmentado por esa negativa que quizás le dieron en el convento de Santo Domingo de aceptar dar enterramiento en sagrado de una pecadora, incluyó en el contrato de San Torcuato el término «mis padres» para que nadie pudiera rechazar a su madre. Ya deducirá alguien que igual de pecadora era ella que pecador el pintor, aunque a El Greco nadie le negó el enterramiento. Pero mejor correr un estúpido velo sobre este asunto.
El entierro del señor de Orgaz
El cuadro más famoso que custodia Toledo y también el más conocido entre toda la obra de El Greco es El entierro del señor de Orgaz, una tabla tan famosa que acabó eclipsando al protagonista del cuadro. Todo el mundo con el entierro para arriba y el entierro para abajo, pero todos se olvidaron durante siete siglos de que aquel muerto existió y que tenía que estar enterrado en alguna parte.
Gonzalo Ruiz de Toledo, quede sentado desde el principio, no era conde. Al menos, no cuando murió. Le dieron el título de conde a título póstumo, dos siglos después de haber muerto, lo cual no deja de ser una excentricidad también póstuma.
Murió don Gonzalo en el siglo XIV, y dado que había puesto mucho empeño y había aportado sus buenos cuartos para la reconstrucción de la iglesia de Santo Tomé, pidió en su testamento ser enterrado en ella. Y lo dejó muy clarito: quiso ser enterrado humilde y sencillamente en un sepulcro de piedra tosca junto al umbral de la puerta occidental del templo, a mano derecha, en un rincón recogido y discreto, en la Capilla de la Concepción. Y aquí empieza la bronca.
Ocurrió lo de siempre, que el muerto pide una cosa y los vivos deciden otra. Bien es cierto que, aunque en su momento estuvo feo no atender la petición de un difunto, si no hubiera existido la disputa, ni el señor de Orgaz habría engrosado el capítulo de los nobles recordados, ni El Greco habría recibido el encargo de pintar el cuadro, ni a estas alturas alguien sabría quién era el tal Gonzalo Ruiz de Toledo.
La disputa surgió porque, en el momento de la muerte, todos se saltaron a la torera los deseos del noble y lo enterraron en el convento de San Agustín de Toledo, un lugar más pijo, con más caché. Los religiosos de Santo Tomé no se conformaron ni pararon de dar la tabarra para que Gonzalo fuera enterrado donde él había pedido. Tras varios pleitos, los responsables de San Agustín tuvieron que aceptar, cuatro años después del entierro, exhumar el cuerpo para trasladarlo a Santo Tomé.
Según recoge la tradición católica relativa a este hecho, el mismo día del traslado, alguien, no se sabe quién, porque los milagros no presentan pruebas, hizo correr una voz por todo Toledo que decía que los mismísimos San Agustín y San Esteban descendieron de los cielos para dar enterramiento al señor de Orgaz en Santo Tomé mientras se escuchaban las siguientes palabras: «Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve».
Esta comidilla llegó a oídos de los agustinos, que se sintieron tremendamente ofendidos, porque ni borrachos estaban dispuestos a creer que se molestaran en bajar a la iglesia de Santo Tomé dos santos de alto standing. Y encima uno de ellos era San Agustín, máxima autoridad del convento que tuvo que entregar los restos del señor de Orgaz. Era como decirles a los agustinos: «¿Veis, impíos, que hasta vuestro jefe está de acuerdo con enterrar a este hombre en Santo Tomé?».
Por descontado que llegó la réplica de los agustinos: hicieron correr el infundio de que, efectivamente, los dos santos habían bajado del cielo, pero no para enterrar al señor de Orgaz en la iglesia de Santo Tomé, sino en la de San Esteban, que era de mayor categoría. Cualquier humano con las entendederas del siglo XXI puede apreciar que ni uno sólo de los anteriores hechos contaba con testigos directos, objetivos y fiables, pero los dimes y diretes sirvieron para que religiosos de uno y otro bando se enzarzaran y, otra vez, volvieran a retirarse la palabra.
La solución hubiera sido tan fácil como ir a una u otra iglesia, a Santo Tomé o a San Esteban, y comprobar dónde habían dejado al muerto en cuestión, pero en el siglo XIV no estaban por la labor de discutir sobre cuestiones milagreras. Tal y como se decía entonces, «lo que entierran manos del cielo, que no lo muevan manos de la tierra». Y ahí quedó el asunto.
Estuvieran donde estuviesen enterrados los huesos de Gonzalo Ruiz de Toledo, aún faltaba por entrar en escena El Greco. En 1583 se reconoció oficialmente probado el milagro del entierro del señor de Orgaz, aunque no vale preguntar qué pruebas se tuvieron en cuenta. Pero, aprovechando la feliz circunstancia, el párroco de Santo Tomé, Andrés Núñez, decidió que el episodio merecía quedar reflejado en un cuadro que admiraran generaciones posteriores. Para pintarlo buscó al pintor más famoso de Toledo, El Greco, que para mayor felicidad pertenecía a la parroquia por cercanía de su casa.
El artista recibió las siguientes instrucciones: «En el lienzo se ha de pintar una procesión de cómo el cura y los demás clérigos que estaban haciendo los oficios para enterrar a Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de la villa de Orgaz, y bajaron San Agustín y San Esteban a enterrar el cuerpo de este caballero». Así quedó reflejado en el contrato. Y El Greco, feliz, dispuesto a pintar lo que le pidieran con tal de que pagaran. Y pagaron.
Cuentan los que saben que El entierro del señor de Orgaz fue uno de los cuadros más caros de la historia de España. El acuerdo señalaba que, cuando la pintura estuviera terminada, un par de expertos iría a tasarla y el precio que pusieran sería el que se pagaría. Dos tasadores, Luis de Velasco y Hernando de Nunciva, pusieron un precio de 1.200 ducados. Al párroco un color se le iba y otro se le venía, porque aquello era un dineral, pero es que los tasadores supieron ver que aquello era una obra cumbre de la época. El Greco debió de agarrarse una buena melopea, porque lo máximo que le habían pagado hasta entonces por un trabajo fueron 800 ducados. El párroco, sin embargo, porfió. Dijo que no pagaba esa cantidad, y el asunto acabó en el Consejo Arzobispal, que terminó por decirle al religioso tacaño que pagara y callara, que el cuadro era muy majo; y si no, que no hubiera especificado en el contrato que se ajustaría a la tasación.
El entierro del señor de Orgaz es un cuadro, no sólo para mirarlo, sino para que nos lo expliquen, porque ofrece muchas curiosidades. Por poner sólo un par de ejemplos, las dos únicas figuras que miran de frente al observador son las que representan al propio Greco, que se hizo un autorretrato, y a su hijo Jorge Manuel. El resto, que son tropecientos, porque es un cuadro muy poblado, no miran al espectador, sino que están concentrados en lo suyo, en el milagro. La segunda curiosidad se aprecia, a decir de los estudiosos, en los rostros que aparecen en el cielo. Entre ellos, El Greco pintó a Felipe II, asunto extraño este porque el rey estaba vivito y coleando cuando se pintó la tabla. Quizás tuvo que ver con la ojeriza que el pintor tenía hacia el rey ante la negativa real a nombrarlo pintor de la corte. Lo pintó entre los muertos del cielo y no entre los vivos de la tierra. O sea, mala leche.
El cuadro quedó instalado en el templo de Santo Tomé, y allí mismo, debajo de la obra, descansa Gonzalo Ruíz de Toledo. No se ha movido de su sitio en casi siete siglos, justo desde que lo trasladaron manos humanas desde el convento de San Agustín hasta el templo de Santo Tomé. O desde el día del improbable milagro, para quien así lo prefiera.
Increíble que hasta el año 2001 se haya soportado la duda sobre el lugar cierto del enterramiento. El arqueólogo toledano Ramón Villa dirigió la excavación y fue directo al lugar, sin el más mínimo titubeo. Justo allí, donde el señor de Orgaz quiso ser enterrado, en una esquinita de la capilla de la Concepción, a los pies del cuadro y 60 centímetros por debajo del suelo, apareció un sarcófago de granito tosco, noble, austero.
El tiempo ha demostrado que el hombre estaba donde quiso. Bueno, estaba él… y trece más, y no está claro que el señor de Orgaz deseara tener a toda la familia encima. El señor estaba abajo del todo, el último, precisamente por haber sido el primer enterrado, pero luego le empezaron a poner encima familiares y ha estado siete siglos asfixiado por primos, primas, sobrinos y hermanos. La familia a veces se pone muy pesada hasta después de muerta.