Eugenio d’Ors, gran escritor, buen columnista… e intelectual del franquismo. Nadie es perfecto. Su historia mortuoria, producto del capricho, acabó siendo una perfecta mezcla de casualidad, romanticismo y lazos familiares.
Todo arrancó en su madurez, cuando durante una visita casual al cementerio de Vilafranca del Penedés (Barcelona) el escritor se empeñó en ser enterrado en una tumba decimonónica que le llamó la atención. Pero es que las cosas no son así. Uno no puede ir de visita a un cementerio y decir: «Qué tumba más mona. Que me entierren en ella cuando me toque». Pues muy bien, pero es que la tumba es de otro. Algo así le ocurrió a Eugenio d’Ors.
La historia la recoge de forma más exhaustiva un libro de varios autores, magníficamente editado en catalán, titulado El cementiri de Vilafranca del Penedés. Eugenio d’Ors, durante una corta estancia en Vilafranca allá por 1917, tuvo la oportunidad de visitar el cementerio de la villa. Al pasar por delante de una sepultura, presidida por un angelote y muy ornamentada, el escritor se encaprichó y dijo que cuando muriera quería ser enterrado allí y no en otro lugar. Le llamó especialmente la atención la dedicatoria de la tumba. Decía, y dice, escuetamente: «A Matilde». Sin fechas, sin apellidos, sólo Matilde.
Ahí quedó la cosa, y nadie prestó atención a la solicitud, sobre todo porque Eugenio d’Ors tenía sólo 36 años y le faltaba mucho para morirse. Pero a él no se le olvidó el asunto, y años después, cuando volvió a instalarse en Cataluña en 1943, hizo sus averiguaciones sobre aquella enigmática sepultura.
Dio la casualidad de que la mujer allí enterrada era una pariente lejana, porque el padrastro de Matilde resultó ser el bisabuelo de Eugenio d’Ors. El bisabuelo había estado casado en dos ocasiones y había dos ramas familiares. Matilde pertenecía a una y el escritor, a otra. Y claro, con todos estos datos en la mano, Eugenio d’Ors ya no se apeó del burro de ser enterrado con Matilde.
Y se empeñó mucho más cuando supo cómo había muerto la muchacha. Fue en 1870, durante unos disturbios en Barcelona. Estaba tranquilamente en su casa, cuando una bala perdida entró por la ventana e impactó en la cabeza de la pobre mujer. Tenía 26 años.
También le llegó a Eugenio d’Ors la hora de morirse en 1954 y hubo que materializar el capricho del escritor. Como no era fácil, ni legal, enterrarlo en un panteón que no era suyo, se optó por dejarlo en el descanso temporal de un nicho del mismo cementerio de Vilafranca a la espera de que al Ayuntamiento se le ocurriera algo para no incurrir en un allanamiento de eterna morada.
¿Cómo se solucionó? Con una triquiñuela administrativa: el Ayuntamiento recuperó la titularidad del panteón para dar gusto a don Eugenio. En la apertura de la tumba para el reconocimiento de restos sepultados antes de enterrar al escritor se documentó que allí estaban, además de la famosa Matilde, su marido, su madre y su padrastro. Y este padrastro era a su vez el bisabuelo de Eugenio d’Ors.
Los tres allí enterrados no conocían de nada al nuevo e ilustre inquilino que llegó, pero es de suponer que no hubieran puesto el más mínimo inconveniente. Al fin y al cabo, fue un capricho romántico y todo ha quedado en familia. Siempre es mejor que te aparezca un pariente después de muerto, que no molesta, a que lo haga en vida.