LORD BYRON, ROMÁNTICO HASTA EL FINAL
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(1788-1824)

Que nadie es profeta en su tierra está más que demostrado, y el gran poeta romántico Lord Byron, tampoco lo fue. La hipócrita sociedad británica de entonces le admiraba mucho por su obra literaria, pero no le perdonó que, como diría Ana Botella, le gustaran las peras y las manzanas.

Lord Byron se llamaba en realidad George Noel Gordon. Abandonó Inglaterra con 28 años y ya no quiso regresar. Muchos no entendieron por qué, pero sus estudiosos más fieles creen haber descubierto la razón de su huida: Lord Byron era bisexual y la sodomía estaba castigada en Inglaterra con la pena de muerte, así que prefirió salir con disimulo antes de que alguien decidiera acabar con sus gustos sexuales de forma drástica.

Regresó a su país ocho años después, pero lo hizo con los pies por delante, y además sin corazón. Menos mal que lo dejó en Grecia, porque su país se lo habría hecho pedazos al negarle la tumba que merecía en la abadía de Westminster.

Lord Byron murió con sólo 36 años en Missolonghi (Grecia), a donde llegó para luchar por la independencia del país heleno frente a los turcos. Enfermó de unas fiebres nueve meses después de su llegada, y como por aquel entonces los médicos pretendían curarlo todo a base de sangrías, le aplicaron tantas sanguijuelas que ya no se sabe si murió de las fiebres o de debilidad aquel 19 de abril de 1824.

La noticia de la muerte de Lord Byron conmocionó a griegos e ingleses, pero cada uno lloró su muerte de manera distinta. Inglaterra admiraba la heroicidad y la pluma (entiéndase escritura) de Byron, pero le miraba de reojo por sus gustos sexuales. Grecia, en cambio, lo quiso sin reparos: ordenó que se guardara luto oficial durante veintiún días y que se disparara un cañonazo por cada año que Lord Byron estuvo en este mundo.

En Grecia quedaron enterrados su corazón y sus pulmones, aunque otras fuentes hablan del corazón y los intestinos. En realidad, allí quedaron prácticamente todos sus órganos, porque fue embalsamado a la antigua usanza para que los restos del poeta soportaran el largo periplo que les esperaba.

El 2 de mayo el féretro con lo que quedaba de Byron fue embarcado rumbo a Inglaterra. No llegó a Londres hasta el 5 de julio, casi dos meses después, y allí le esperaban sus amigos para enterrarle en Westminster, en la tumba ilustre que, suponían ellos, merecía. No pudo ser. El rector de la abadía dijo que nones, que allí no descansaría ningún disipado sexual por muy poeta que fuera.

Ninguna iglesia anglicana aceptó enterrar a Byron, hasta que finalmente lo hizo la de Santa María Magdalena, en Nottinghamshire (centro de Inglaterra), y lo hizo porque no le quedó más remedio: allí estaba la cripta de la familia Byron y no había excusa alguna para negar el enterramiento a uno de sus miembros. El 12 de julio arrancó el cortejo fúnebre en Londres y tardó cuatro días en llegar a destino. El día 16, ante cientos de admiradores, Lord Byron iniciaba su merecido descanso tras un agotador trajín que duró tres meses menos tres días.

Allí continúa su tumba, y sobre ella una lápida de mármol que donó el rey de Grecia en 1881 en agradecimiento al apoyo que Lord Byron prestó a la independencia de su país.

En cuatro ocasiones durante casi siglo y medio se pidió a Westminster que honrara el genio de Lord Byron con una lápida recordatoria en el rincón de los poetas de la abadía. Sistemáticamente se negó, y los términos expresados en una de sus negativas invitan a pensar que, quien la escribió, confundió al poeta con el carnicero de Milwakee: «Byron, por su vida abiertamente disoluta y por su verso licencioso, ganó reputación mundial de inmoral. Un hombre que afrentó las leyes de nuestro Divino Señor y que trató con mujeres que violaron los principios cristianos de pureza y honor, no debe ser conmemorado en Westminster».

La abadía recuperó la cordura en 1969 y, por fin, dedicó una lápida conmemorativa al gran escritor. El epitafio grabado sobre el mármol blanco fue extraído de uno de sus escritos: «Pero hay algo dentro de mí que agotará a la tortura y al tiempo, y respirará cuando yo expire».

Los poemas de Byron aún respiran, como también respiran los de Oscar Wilde, dos poetas a quienes se les negó ser enterrados en Westminster porque les gustaban las peras y las manzanas.