Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, mundialmente reconocido como Pablo Neruda, murió un 23 de septiembre de 1973, doce días después de que se instalara en Chile la dictadura militar del infausto Pinochet; doce días después de que su amigo y presidente de la República, Salvador Allende, se pegara un tiro para no agachar la cabeza ante los galones militares. Neruda estaba muy enfermo, pero la dictadura lo remató. Ni siquiera le permitieron ser enterrado donde pidió.
Pablo Neruda vivía en Isla Negra (centro de Chile), a orillas del océano Pacífico. Su salud se agravó y fue trasladado a Santiago para recibir una atención más adecuada. Murió dos días después, a las diez de la noche de aquel domingo 23 de septiembre. El velatorio se realizó en su casa de la capital, conocida como La Chascona —al pie del cerro San Cristóbal—, y es fácil imaginar el caos que vivía la capital del país en ese momento, con militares armados hasta los dientes, toque de queda, detenciones masivas, ejecuciones sumarias…
Pese a todo, cuando los amigos y admiradores de Neruda, algunos de ellos buscados por la dictadura, conocieron el fallecimiento, se acercaron al velatorio y quisieron acudir al posterior entierro.
La Chascona, aquella coqueta casa azul y blanca en pleno barrio de Bellavista donde quedaron expuestos los restos del poeta, estaba arrasada. Los militares habían entrado días antes a sangre y fuego y lo habían destrozado todo. La biblioteca la habían quemado en el patio; las cortinas colgaban hechas jirones; los muebles se esparcían rotos… En mitad de aquella destrucción, en una sala circular, quedó Neruda, vestido con una de las chaquetas de cuadros que tanto le gustaban y dentro de un féretro cubierto por una bandera chilena, y rodeado de sólo tres coronas de flores: la del embajador de Suecia, la de su editor y la de la Sociedad de Escritores de Chile. Así lo contó en su libro Funeral vigilado el periodista y escritor Sergio Villegas, un amigo que acabó detenido el mismo día del entierro del poeta porque se atrevió a dejarse ver en el cementerio.
Y esto era lo más leve que podía ocurrir, porque todos los que asistieron al entierro de Neruda soportaron en el cementerio General de Santiago la amenaza de multitud de soldados, subidos en los panteones cercanos y apuntándoles a la cabeza. Para los militares, aquel sepelio era una reunión de comunistas enterrando a otro comunista, y cualquier gesto era suficiente para detener a los asistentes o dispararles sin preguntar. Pese a ello, el entierro de Pablo Neruda, el 25 de septiembre, se convirtió en la primera marcha política contra la dictadura de Pinochet. Y eso no pudieron evitarlo los fusiles.
Los restos del escritor quedaron en el nicho número 44 del cementerio General de Santiago porque los militares impidieron el traslado del cuerpo hasta su casa de Isla Negra, donde pidió ser enterrado. Incluso lo dejó escrito en su Canto general:
Compañeros, enterradme en Isla Negra,
frente al mar que conozco, a cada área rugosa
de piedras y de olas que mis ojos perdidos
no volverán a ver…
Hubo que esperar a que la democracia retornara a Chile para trasladar sus restos a orillas del Pacífico. Allí está junto a su tercera esposa, Matilde Urrutia, al borde del mar, mirando la noche estrellada, y cómo titilan, azules, los astros, a lo lejos.
Hasta aquí la parte más amable y reconocida del escritor; un poeta de calidad indiscutible y un ciudadano comprometido con la democracia. Pero hay un episodio en su vida que invita a arrugar el ceño, y existe una tumba como testimonio de ello. La sepultura está en Holanda y en ella hay enterrada una niña que murió con sólo 9 años. Era la hija de Pablo Neruda, de la que nada quiso saber y a la que llegó a calificar como «un ser perfectamente ridículo, una especie de punto y coma; una vampiresa de tres kilos».
Pero siempre hay alguien dispuesto a enderezar entuertos. Un grupo de admiradores del poeta, desde que descubrieron la tumba en el año 2004, intentan remediar con su homenaje la enorme metedura de pata de Pablo Neruda.
Pablo Neruda tuvo una hija que nació en Madrid en 1934 de su primer matrimonio con María Antonieta Hagenaar. La alegría le duró poco, porque Malva Marina, que así se llamaba la niña, estaba enferma. Padecía hidrocefalia y como consecuencia de ello la cabeza le creció de forma desproporcionada.
Neruda la sacó de su vida. En sus famosas memorias Confieso que he vivido ni siquiera la menciona. Sólo al final de un poema que se llama «Enfermedades en mi casa», remata con esta estrofa:
… y por una sonrisa que no crece,
por una boca dulce,
por unos dedos que el rosal quisiera
escribo este poema que sólo es un lamento,
solamente un lamento.
Federico García Lorca, en cambio, sí escribió para ella los «Versos en el nacimiento de Malva Marina Neruda»:
Niñita de Madrid, Malva Marina,
no quiero darte flor ni caracola;
ramo de sal y amor, celeste lumbre
pongo pensando en ti sobre tu boca.
Dos años después del nacimiento de la niña, el poeta abandonó a su mujer por el amor de la argentina Delia del Carril, la que luego sería su segunda esposa… y también se deshizo de la niña. Madre e hija se fueron a Holanda con una mano delante y otra detrás y Neruda continuó con su nueva vida. Cuando la niña Malva Marina cumplió 9 años, murió y fue enterrada en el cementerio de Gouda, en Holanda. Neruda no asistió al funeral y siempre evitó hablar de ella.
En 2004, sin embargo, un grupo de chilenos, españoles y holandeses de la Fundación Neruda tuvieron noticia de unas fotos de la muchacha que permanecían guardadas por la familia que la acogió, y, tirando del hilo, descubrieron su tumba. En la lápida dice: «Aquí descansa nuestra querida Malva Marina Reyes. Nacida en Madrid el 18 de agosto de 1934. Fallecida en Gouda el 2 de marzo de 1943».
Desde que se tuvo noticias de la sepultura, este grupo se acerca regularmente al cementerio para rendir homenaje a la niña y remediar el injusto silencio con el que el poeta la castigó. Dicen que con ello intentan reconciliar las almas de padre e hija. Lo cierto es que Pablo Neruda guardó el recuerdo de su hija deforme en el cuarto más oscuro de su memoria, pero una tumba ha venido a poner las cosas en su sitio.
Malva Marina, la hija de todo un Nobel de Literatura, existió, pero no provocó en su padre ni un solo poema de amor. Ni siquiera una canción desesperada.