18 de octubre de 1955. En la calle Monte Esquinza de Madrid se arremolinaban cientos de personas. Había muerto el intelectual español de mayor talla, el más reconocido internacionalmente. Aquél que dijo: «Yo soy yo y mi circunstancia»… aquél que como diputado republicano traía frita a la Cámara Baja con su tono profesoral. En una ocasión, cuando solicitó la palabra, Indalecio Prieto dejó oír su resignación en el hemiciclo diciendo: «Atención, habla la masa encefálica». Ortega era listo… qué se le va a hacer.
Aquel día de mediados de octubre había muerto José Ortega y Gasset, una personalidad muy incómoda para el régimen franquista y muy admirada por los universitarios y por la intelectualidad extranjera. Su muerte y entierro fue uno de los episodios más hipócritas del régimen de Franco, porque, por un lado, se dieron instrucciones a toda la prensa española de cómo tratar su necrológica, advirtiendo que mucho ojo con pasarse en alabar su genio, y por otro, el jefe del Estado se permitió enviar sus condolencias a la familia diciendo que sentía mucho su muerte, cuando prácticamente lo había matado de inanición.
Una sencilla carroza fúnebre trasladó los restos a la sacramental de San Isidro de Madrid, y Ortega recibió sepultura en sagrado, en la misma tumba que ya ocupaba su padre. Algunas voces dejaron caer que el deseo del filósofo era descansar en el entonces cementerio Civil de la Almudena, pero el régimen no estaba muy por la labor de que se le escaparan los intelectuales de talla hacia el recinto eterno de los pecadores. Es más, la prensa del movimiento no dejó de recalcar insistentemente que Ortega había recuperado su fe católica de juventud y que se había convertido en el último momento, lo cual hacía indispensable enterrarle en sagrado (la misma maniobra se intentó con Pío Baroja, pero con él no pudieron).
La primera generación estudiantil que se opuso al régimen franquista fue precisamente la que se vio influida por el pensamiento de Ortega. Y los universitarios, en cuanto tuvieron noticias de la muerte del filósofo, reaccionaron ante el cinismo con el que el Gobierno estaba tratando el asunto. De hecho, los expertos aseguran que la muerte de Ortega fue el detonante que acabaría provocando las revueltas estudiantiles de 1956.
La misma universidad que lo había exiliado, la que le había prohibido ejercer su magisterio y la que no le pagaba su sueldo de catedrático, declaró entonces dos días de luto oficial por su muerte. Esta hipocresía indignó a los estudiantes, que se organizaron para rendir un tributo laico al maestro Ortega.
El Ministerio de la Gobernación siguió muy de cerca este homenaje considerado «comunista» y escribió un informe muy simpático en donde menciona entre los cabecillas a Enrique Múgica, defensor del Pueblo durante diez años y en el cargo hasta julio de 2010.
Seiscientos estudiantes, según Gobernación, miles, según los estudiantes (esto no ha cambiado tanto), atravesaron a pie Madrid camino del cementerio para rendir homenaje al recién inhumado maestro Ortega. Allí, frente a su tumba de la sacramental de San Isidro, se leyeron fragmentos de sus obras, se reconoció su valía y hubo también sus más y sus menos porque unos exigían el rezo y otros lo rechazaban de plano. Al final se impuso la cordura y se hizo lo lógico: los que quisieron rezar, rezaron, y los que no, se abstuvieron.
Ya se han cumplido seis décadas desde que Ortega y Gasset se fue, pero cualquiera diría que muchas de sus obras las escribió ayer. Las masas se siguen rebelando.