Apenas hay nada que decir de don Ramón María del Valle-Inclán. Novelista, descarado, poeta, irreverente, dramaturgo, genial, periodista, pendenciero, ensayista, sesudo… Y casi no hay nada que decir porque de su obra literaria se conoce todo, y de su vida, repleta de anécdotas geniales y pendencias, también. Hubo un momento, en los primeros años del presente siglo, en que Valle-Inclán volvía de vez en cuando a la actualidad porque la Xunta de Galicia hizo varias intentonas para trasladar sus restos desde el cementerio santiagués de Boisaca al Panteón de Galegos Ilustres, en San Domingos de Bonaval. Petición a la que una y otra vez la familia respondió lo mismo: que no.
Valle-Inclán murió a las dos de la tarde de la víspera de Reyes de 1936, lo que le libró de ver el estallido de la Guerra Civil. Falleció después de sufrir durante años un cáncer de vejiga. Valle era muy consciente de su enfermedad, así que cuando se enteró de que había una iniciativa popular para regalarle un pazo, cuentan que respondió a tal incongruencia diciendo: «¿Un pazo? Es tarde. Más bien un arreglo en la fosa común».
Sus últimos esfuerzos los dedicó a rematar su poema «Testamento», con unos versos amargos que comenzaban diciendo:
Caballeros, ¡salud y buena suerte!
Da sus últimas luces mi candil…
Valle-Inclán fue enterrado en el cementerio de Boisaca, en Santiago de Compostela, en una sepultura que pusieron a su disposición las autoridades republicanas. El tiempo no acompañó aquel día de Reyes. Más que lluvia, un diluvio; más que viento, un vendaval. La negrura oscureció Santiago a las cinco de tarde, hora fijada para un entierro que se adivinaba tenso.
El día del sepelio pareció extraído de uno de sus esperpentos, porque allí se juntaron el hambre con las ganas de comer: una guerra a punto de caramelo, el anticlericalismo de Valle y las huestes falangistas vigilando con recelo el entierro de aquel anciano respondón. Así lo recogen en el libro La muerte de Valle-Inclán. El último esperpento, los autores Carlos G. Reinosa, Javier del Valle-Inclán y José Monleón: «[…] don Víctor “el Alemán” se adelantó con los suyos. Sabedor de que no se había pedido permiso eclesiástico para enterrar en sagrado al escritor, a él se le había ocurrido una idea: ir a enterrar un perro muerto al lado de don Ramón, portándolo sobre una tabla, en actitud provocativa y escarnecedora. “¿Adónde vais?”, les preguntaron desde la comitiva oficial. “Vamos a Boisaca a enterrar este perro, que, como es un animal, tampoco necesita cura”».
Y no se pidió permiso eclesial porque, sencillamente, no se necesitaba. Con la llegada de la República en 1931, los cementerios municipales se secularizaron y desaparecieron los muros, invisibles o no, que discriminaban a los difuntos. Dado, pues, el carácter municipal del cementerio de Boisaca, la autoridad eclesiástica no podía impedir el entierro. Otro asunto hubiera sido que el cementerio fuera parroquial, pero no era el caso.
El incidente de los falangistas con el perro a cuestas no pasó a mayores, pero aún quedaba un último episodio para rematar el último día de Valle sobre la tierra: un joven que vio cómo el féretro del escritor bajaba a las profundidades de la fosa con un gran crucifijo adherido a la tapa se arrojó como un poseso a arrancarlo. Lo consiguió en medio de una teatralidad a la que los asistentes no daban crédito. Tan desmesurado el gesto con el can como con el crucifijo.
Calmados los ánimos, Valle quedó en la soledad de su sepultura regalada por las autoridades civiles, asunto este que no dejó tranquila a la familia dados los malos vientos dictatoriales que se avecinaban. Y no les faltaba razón. Pasado el tiempo, el cambio de régimen provocó que los anticlericales huesos de don Ramón corrieran el riesgo de acabar en la fosa común, pero la familia de Valle-Inclán adquirió la propiedad para evitar el desalojo y, desde entonces, descansa tranquilo el escritor ajeno a vaivenes políticos.
La Xunta de Galicia, sin embargo, ha intentado en varias ocasiones arrancar una autorización familiar que permitiera trasladar a Valle-Inclán al Panteón de Galegos Ilustres, situado en la antigua iglesia de San Domingo de Bonaval, también en Santiago. La familia se mantuvo firme ante las intenciones autonómicas, una indiscutiblemente acertada decisión, por que éstas son las fechas en que, por una de esas cabriolas judiciales, la gestión del Panteón de Galegos Ilustres ha pasado a manos del Arzobispado de Santiago. Los seis ilustres gallegos que allí reposan, entre ellos Rosalía de Castro, y que en su momento fueron trasladados desde sus respectivas sepulturas hasta esta institución que se creía civil, reposan ahora en recinto sagrado.
Don Ramón María del Valle-Inclán, ante esta incómoda situación, capaz hubiera sido de resucitar y salir corriendo de allí aun a riesgo de desmoronarse por el camino.