VICENTE BLASCO IBÁÑEZ, EL REPUBLICANO INAMOVIBLE
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(1867-1928)

Decir Cañas y barro, Los cuatro jinetes del Apocalipsis o Sangre y arena es decir Vicente Blasco Ibáñez el valenciano más universal que ha dado la literatura y uno de los escritores más apreciados por la industria de Hollywood.

Vicente Blasco Ibáñez, republicano hasta el tuétano, murió en su exilio voluntario de la Costa Azul francesa durante la dictadura de Primo de Rivera, en 1928. Pero dejó instrucciones: cuando le alcanzara la parca, deberían llevarlo a su amada tierra valenciana, pero nunca antes, y bajo ningún concepto, de que la República estuviera instaurada en España. No hubo más remedio que inhumarlo en Francia a la espera de tiempos mejores.

Fue sepultado en Menton, un pueblo que aún conserva en algunos edificios oficiales las fotografías del fastuoso entierro que le dedicaron las autoridades francesas. Blasco Ibáñez fue envuelto en una senyera de seda y en el féretro se introdujo un puñado de tierra valenciana.

Pero si multitudinario fue su primer entierro en Francia, nada que ver con el que le esperaba en Valencia, a donde fue trasladado en octubre de 1932, durante la primera presidencia de la Segunda República. Se cumplía así su deseo de ser sepultado en tierra española y republicana. Debe ser de las pocas veces que alguien le ha hecho caso a un muerto.

Los valencianos recibieron los restos de su paisano como no han vuelto a recibir los de otro. Todo comenzó, evidentemente, con la exhumación en Francia, donde marinos de guerra españoles y franceses rindieron honores al escritor. El buque insignia de la Marina española, el acorazado Jaime, flanqueado por los destructores Churruca y Alcalá Galiano, trasladaron los restos de Blasco Ibáñez hasta el puerto de Valencia, donde a pie firme aguardaba el mismísimo presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, seis ministros y Francesc Maciá, el presidente de la Generalitat de Catalunya. De ahí para abajo, todos los políticos imaginables y las autoridades más variopintas, salvo las eclesiásticas, a las que nadie dio vela en aquel entierro.

Valencia se echó a la calle en un homenaje póstumo jamás visto. Los restos de Blasco Ibáñez fueron llevados a hombros por los marineros del Grao hasta la Lonja de Valencia. Allí estuvo el féretro tres días y se calcula que cuatrocientas mil personas rindieron tributo al escritor hasta el momento en que fue inhumado en el cementerio General. Vicente Blasco Ibáñez, el novelista valenciano más internacional de todos los tiempos, había vuelto a casa. Y más contento que unas pascuas, porque sus deseos se iban a cumplir a rajatabla: su entierro iba a producirse en suelo republicano y en zona civil, nunca en tierra bendecida, porque ésa fue otra de sus exigencias. En realidad, todos los cementerios municipales de España fueron secularizados durante la República y se eliminó simbólicamente la frontera que dividía a supuestos buenos católicos de presuntos pecadores.

Don Vicente fue enterrado provisionalmente en un sencillo nicho, a la espera de un artístico sarcófago cuya construcción se encargó a Mariano Benlliure y que debía instalarse en un impresionante mausoleo que ya se estaba erigiendo junto al cementerio. Un mausoleo digno de su genio. Y pasó lo que pasó, que la República tardó en irse menos que en venir y Blasco Ibáñez, que no quiso volver ni muerto a Valencia bajo la dictadura de Primo de Rivera, acabó en su tierra bajo la de Franco.

Por supuesto, el mausoleo se fue al garete. Mariano Benlliure entregó su encargo, pero ni existía el mausoleo donde instalarlo ni había un valiente que se atreviera a trasladar los restos de un republicano acérrimo con un tal Franco dando órdenes por ahí. El sarcófago de bronce y mármol quedó en propiedad del Ayuntamiento de Valencia y actualmente lo conserva el museo del convento del Carmen.

Y en estas estamos, en pleno siglo XXI, sin Franco y sin República pero con el sarcófago de Blasco Ibáñez por un lado y don Vicente por otro. El lujoso sepulcro está en manos del Consell de Cultura de Valencia, que anda como loco intentando darle una utilidad. Dicho de otra manera, les gustaría meter a Blasco Ibáñez dentro.

Pero no es fácil por dos razones de peso arquitectónico y sentimental. Primera, porque la pieza que creó Mariano Benlliure no tiene sentido por sí sola. Necesita de un espacio apropiado que la albergue para dar sentido al conjunto escultórico, y el terreno donde estaba previsto el mausoleo lo ocupa ahora el crematorio. Y segunda, porque en casos así hay que preguntar a la familia qué opina. Algunos de los descendientes de Blasco no están tan preocupados por el sarcófago como por conseguir el traslado de los restos de Blasco Ibáñez desde el nicho donde ahora está hasta el panteón familiar que existe en el cementerio General de Valencia y donde descansa Libertad Blasco, la hija del escritor —a la que, por cierto, nunca le gustó el sarcófago de Benlliure. El escultor representó a su padre yacente y ella sólo quería verle en actitud vital—. Si vamos haciendo las cuentas, ésa es la tercera tumba prevista para don Vicente.

Cuando tuvo que abandonarse la idea del mausoleo, la familia no se quedó cruzada de brazos, porque tampoco ella pretendía dejar al escritor en un nicho. Así que compraron un terrenito para construir un panteón muy majo, rematado por un busto de Blasco Ibáñez y donde le espera su hija con paciencia de laica. Y aquí es donde entra alguna diferencia parental, ya que no todos los descendientes del escritor están de acuerdo con la exhumación y el nuevo entierro en el panteón de la familia.

Llegados a este punto, cabe preguntarse dónde le gustaría estar a Vicente Blasco Ibáñez. ¿En el panteón de su familia y junto a su hija? ¿En el sarcófago historiado que le hizo su amigo Benlliure? ¿En el nicho donde ahora está y en el que lleva de forma provisional ocho décadas? Ninguno de los tres destinos sería del agrado del escritor. Si pudiera pronunciarse, pediría que lo devolvieran a Francia a la espera de la Tercera República.

Blasco Ibáñez no necesita ni grandes panteones ni pomposos mausoleos ni sarcófagos de autor. Valencia era su única obsesión, tal y como recoge el epitafio en la lápida de mármol negro que tapa el nicho, extraído de un discurso que pronunció en 1921: «Quiero descansar en el más modesto cementerio valenciano, junto al Mare Nostrum que llenó de ideal mi espíritu; quiero que mi cuerpo se confunda con la tierra de Valencia, que es el amor de todos mis amores».

Pero las polémicas mortuorias en torno a Blasco no se quedan sólo en el asunto del enterramiento. La senyera que cubrió los restos del escritor durante su traslado de Menton a Valencia también tiene lo suyo. Fue confeccionada por el célebre sedero valenciano Eduard Sanchís y es gemela de la que cada año, cada fiesta cívica del 9 d’Octubre desciende desde el balcón del Ayuntamiento para la procesión de la fiesta de la ciudad. Las dos fueron elaboradas casi a la vez =¿y por las mismas manos? La que fue a parar a manos del Ayuntamiento fue bendecida por un obispo. La que cubrió los restos de don Vicente, evidentemente, no. Fue retirada justo antes de introducir el féretro en el nicho y a partir de ahí quedó en manos de Ricardo Muñoz Carbonero, médico y amigo de Blasco Ibáñez. La senyera de seda pasó luego al hijo del doctor, y el hijo a su vez la donó al partido Unió Valenciana, que en el momento de poner el punto final a estas letras aún estaba intentando donarla al Ayuntamiento de Valencia para asegurar una conservación adecuada y por considerarla propiedad de todos los valencianos.

Quizás a estas alturas la senyera valenciana que cubrió a Blasco en su, por ahora, último viaje esté ya en manos de sus paisanos como fondo del patrimonio municipal, pero, si no fuera así, el asunto promete poner otra guinda al pastel funerario de don Vicente.