El lunes de Carnaval de 1837, Mariano José de Larra se descerrajó un tiro en su casa de Madrid por un amor no correspondido. Gran parte de sus 28 años de vida la pasó enamorándose de quien no debía: cuando no era de la amante de su padre era de una mujer casada, y Dolores Armijo pertenecía a este último colectivo. Cuando Dolores le devolvió las cartas de amor y le dijo en aquel segundo piso del número 3 de la calle Santa Clara que partían las peras, Larra se fue frente a un espejo del salón y se pegó un tiro en la sien. Ahí se frustró la mejor carrera periodística del momento.
El mal de amores fue la excusa última de Larra, porque además el periodista sufrió un constante desaliento e inconformidad ante los males sociales de España. Lo dijo muy acertadamente Paco Umbral: Larra se pegó un tiro «contra la sociedad española», que fue la que le suicidó. O como dejó escrito el propio Larra a modo de epitafio en una de sus críticas sociales: «Aquí yace media España; murió de la otra media».
Pero si Mariano José de Larra metió el dedo en la llaga de la sociedad española, también metió el dedo en el ojo de la Iglesia de entonces. El escritor, pionero en el periodismo español, también lo fue en cuestiones funerarias: coló un gol a aquella estricta norma eclesial que impedía a los suicidas ser inhumados en sagrado y recibir honras fúnebres en una iglesia.
Los suicidas, considerados pecadores, acababan habitualmente en la fosa común o, hasta no hace mucho, en cementerios civiles, porque la Iglesia no permitía el entierro de estos desgraciados en tierra bendecida. El suicidio de Larra, sin embargo, puso en un aprieto a los responsables eclesiásticos; aprieto del que salieron airosamente dando una larga cambiada a las leyes sagradas. El entierro del periodista iba a ser multitudinario, y a la Iglesia, presionada por la corriente liberal del Gobierno, le preocupaba la repercusión que pudiera tener el hecho de negarle un entierro digno a Larra.
Hay que reconocer que el por entonces vicario general de Madrid anduvo listo. Cuando el párroco de quien dependía el entierro preguntó qué hacer, el vicario contestó: «¿Los locos se entierran en sagrado? ¿Sí? Pues los que se suicidan están locos y éste también debe ser enterrado en sagrado».
Larra fue inhumado en el camposanto de la Puerta de Fuencarral y luego trasladado a la sacramental de San Nicolás. Cuando este cementerio se clausuró, los restos de Larra fueron llevados en 1902 a otra sacramental, la de San Justo, donde ahora reposan y donde comparte tumba con otro grande, don Ramón Gómez de la Serna.
En el primer entierro de Larra, además, se produjo un hecho relevante. Cuando se iba a dar tierra al ataúd, un jovenzuelo poeta de apenas 20 años se adelantó y declamó:
Ese vago clamor que rasga el viento
es el son funeral de una campana,
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.
Quien habló y dejó a todos boquiabiertos era el entonces desconocido José Zorrilla. En aquel mismo instante, durante el entierro de Larra, comenzó su fama. El Tenorio vendría después.
Larra, que no sedujo todo lo que deseó en vida, sí lo hace después de muerto. Pío Baroja, Azorín y otros miembros de la Generación del 98 iniciaron la tradición de rendir homenaje anual al periodista en su tumba del cementerio de San Nicolás (previa a la de la sacramental de San Justo). Unos ramos de violetas eran el delicado tributo de aquellos maestros. El hábito de honrar a Larra se perdió, hasta que los últimos románticos del siglo XX, entre ellos Luis Carandaí y Alfredo Amestoy, retomaron la tradición de honrar los huesos del periodista, primero ante el busto de Larra en plena calle de Bailén, y luego en su sepultura. Y respecto a su busto, curioso, muy curioso, que su ubicación se erigiera enfrente de la catedral de la Almudena.
En fin, que como ocurrió con otros muchos, de Larra se acabó hablando mejor en muerte que en vida. Ya lo sugirió Enrique Jardiel Poncela: «Si queréis mayores elogios, moríos».