EL POLVO DE DOROTHY PARKER
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(1893-1967)

No todo el mundo conoce a Dorothy Parker, una estupenda escritora estadounidense, sarcástica donde las hubiera y con un sentido del humor muy agudo que también aplicó a sus críticas literarias y teatrales en las revistas Vanity Fair y Vogue. Incluso estuvo nominada a un Oscar como coguionista de la película Ha nacido una estrella (William Wellman, 1937). Hizo de todo con un peculiar estilo y vivió con el descaro que le pareció oportuno hasta que, en 1967, murió de un ataque al corazón. La provocación era su juguete preferido, y aún hoy lo sigue siendo desde el subsuelo. En la lápida que cubre sus cenizas pone, exactamente, «Excuse my dust» (Disculpen mi polvo). Está claro a qué polvo se refiere, al de sus cenizas.

El periplo póstumo de la escritora Dorothy Parker no tiene desperdicio. Tanto, que el asunto del epitafio casi pasa a segundo plano.

Dorothy, Dottie para los amigos, murió en Nueva York a los 73 años, y lo cierto es que llegó a esta edad casi por obligación, porque tuvo varios intentos de suicidio. Mucho alcohol, relaciones difíciles, una agitada vida sentimental… Pero si algo dejó perfectamente claro es que no se le ocurriera a nadie organizar un funeral. Ni reuniones llorosas, ni discursos sentidos, ni flores, ni música de violines. ¿No quieres caldo? Pues toma dos tazas.

La culpable fue una amiga suya con la que mantuvo una agitada relación y a la que la escritora nombró su albacea. La amiga, de carácter más que difícil, se llamaba Lillian Hellman, pareja durante muchos años de Dashiell Hammett, el escritor de novela negra y especialmente recordado por su obra El halcón maltés. Lillian Hellman acabó organizando un homenaje en honor de Dottie en la funeraria más pija de Nueva York, la funeraria Campbell, y allí hubo música, discursos y todos los avíos funerarios que la difunta había pedido expresamente que no hubiera. Algún asistente dijo que en realidad aquello duró lo que un coche tarda en atravesar un túnel de lavado, y otros en cambio se quejaron de que, aunque corto, el homenaje habría molestado mucho a Dorothy Parker.

Con lo que sí cumplió la albacea fue con el deseo de Dottie de ser incinerada. Tras la cremación, la urna fue a dar al cementerio Ferncliff, en Hartsdale. Allí mismo, en el estado de Nueva York.

No consta que en este primer destino Lillian cumpliera con el deseo de su amiga de inscribir «Excuse my dust», pero, de cualquier forma, aquel sobrio columbario acogió las cenizas de Dorothy Parker sólo hasta 1970. ¿Por qué duró sólo tres años el descanso de la escritora? Por cuestiones crematísticas.

A Lillian Hellman no debió de sentarle demasiado bien que su amiga Dorothy dejara como único heredero a Martin Luther King. Todo su dinero y todos los derechos de autor fueron directamente y por derecho a este líder en la lucha por los derechos civiles, y, en caso de que él muriera, la destinataria del legado debería de ser la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP), la asociación que vela en Estados Unidos por la igualdad racial.

Dorothy y Luther King no se conocían de nada, pero estaba claro que la escritora admiraba la figura del activista. Y, vaya por Dios, un año después de la muerte de Dottie le tocó el turno a su heredero, y por tanto los bienes y los derechos de autor de la escritora pasaron a la NAACP. Lillian Hellman se agarró un sonoro cabreo y decidió llevar el asunto a los tribunales. Era una chica difícil, no hace falta recordarlo…

La Justicia, dado que todo estaba perfectamente atado documentalmente, sentenció en 1972 que, efectivamente, todo el legado tenía que ir a manos de la asociación, y Hellman no dejó quieta la lengua ni siquiera después de perder el juicio: en una entrevista con The New York Times declaró sin ningún pudor que «una cosa es tener un sentimiento real a favor de los negros, pero esa sentimentalidad ciega por la NAACP, un grupo tan conservador que hasta muchos negros no le tienen el menor respeto, es otra. Seguro que estaba borracha cuando hizo eso». Y mientras todo esto sucedía, ¿dónde estaba Dorothy Parker?

Año 1987. Una escritora estadounidense, Marion Meade, andaba rematando para su inminente publicación una biografía de Dorothy Parker, y una de las últimas entrevistas que debía realizar era a los abogados de Lillian Hellman, fallecida tres años antes. En mitad de esa entrevista telefónica, la biógrafa le indicó al abogado que entre lo poco que le quedaba por hacer era ir a visitar la tumba de Dorothy Parker en el cementerio neoyorkino. El abogado le dijo que no fuera… Dorothy ya no estaba allí. «¿Cómo que no está? Pero… ¡si allí enterraron sus cenizas!». «Ya —contestó el abogado—, pero Dorothy Parker ahora está delante de mí. La estoy viendo». En la estantería de aquel despacho descansaba una caja que guardaba la urna con las cenizas de la escritora. Increíble. La irreverente y revoltosa Dottie llevaba varios años presidiendo una estantería de un bufete de abogados de Wall Street.

La explicación llegó de inmediato: durante los tres años escasos que Dorothy Parker estuvo en su columbario, el cementerio estuvo reclamando de forma continuada a Lillian Hellman los pagos por la estancia de la urna. Pero Lillian Hellman no contestaba a los requerimientos y se negaba a pagar, dado el monumental enfado de haber sido nombrada albacea en lugar de heredera. El cementerio, pues, cumplió con la amenaza de sacar a Dorothy Parker del columbario y amenazó igualmente con esparcir las cenizas. Hellman calibró el escándalo que se le podría venir encima en caso de que esto ocurriera y lo evitó ordenando al cementerio que embalara la urna y la enviara a sus abogados. A la vez, los representantes legales de Hellman recibieron instrucciones de custodiar la urna a la espera de nuevas indicaciones. Pero nunca llegaron. Lillian Hellman murió en 1984 sin decidir el destino último de la urna. Dorothy Parker quedó de adorno en una estantería y en poder de los abogados.

Cuando la biógrafa Marion Meade hizo pública la peripecia póstuma de Dottie, todo el mundo se apuntó a dar ideas de qué hacer con las cenizas. Dijeron de todo. Unos, según relató Meade, que arrojaran las cenizas desde un aeroplano; otros, que las mezclaran con pintura e hicieran un cuadro con ellas, y otros que las dejaran en algún bar de Nueva York.

Fue entonces cuando apareció el director ejecutivo de la NAACP, la asociación heredera, y, molesto por la frivolidad con la que se estaba llevando el asunto, dijo que no se trivializara la vida de la escritora, una mujer blanca que tuvo un gesto sin parangón al dejar toda su herencia a la causa negra. La asociación se haría cargo de las cenizas.

Construyeron un parque en memoria de Dorothy Parker en la sede central de la asociación, en Baltimore, y allí, en el parque, el 20 de octubre de 1988, veintiún años después de su muerte y tras quince años de pie derecho en una estantería de Wall Street, las cenizas de Dorothy Parker llegaron a destino. Una lápida de metal en el suelo cierra la tumba con el epitafio «Excuse my dust». Pues nada, mujer, no hay nada que disculpar.