¿Qué es la triscaidecafobia? Pues es un temor exagerado al número 13; una fobia para la que la psicología tiene previsto tratamiento, porque no es lo mismo tener manía al 13 que sentir pánico por ese número. Para quienes sean supersticiosos o sufran de triscaidecafobia, allá va una vacuna llamada Richard Wagner y sus avatares con el número 13.
Wagner nació en 1813, y si se suman los números del año se comprueba que resulta 13. Murió Wagner un 13 de febrero, martes, el mismo día en que se conmemoraba el aniversario decimotercero de la unificación alemana.
Wagner, además, murió cuando su hijo Sigfrid tenía 13 años. Si se suman las letras de Richard Wagner, la cuenta resultante es 13. Compuso 13 óperas, sufrió un destierro de 13 años, terminó su ópera Tanhausser un 13 de abril y la estrenó un 13 de marzo en París —si bien es cierto que fue un estruendoso fracaso— e igualmente remató Parsifal un 13 de enero. Actuó por primera vez en un teatro que fue inaugurado un 13 de septiembre, y entró a vivir a su casa alemana de Bayreuth (centro de Alemania) un 13 de agosto, y tiempo después la abandonó un 13 de septiembre.
Pero con o sin tanto 13, y se pongan como se pongan los supersticiosos, Wagner tenía que morirse. Falleció en Venecia y fue enterrado cinco días después en el jardín de su casa de Bayreuth (Alemania), donde él mismo ya había preparado su sepultura muchos años antes. Todavía descansa allí, bajo una losa de granito sin adorno alguno. Sólo una gran enredadera rodea la tumba.
Pero al pie de su sepultura hay algo más, una pequeña lápida que recuerda a su perro Russ. Wagner tuvo un amor casi enfermizo por los perros y convivió con muchos a lo largo de su vida. Russ era su favorito, un terranova al que quiso tener al lado más allá de la muerte. El epitafio del chucho dice: «Aquí descansa y vigila el perro Russ, de Wagner».
Quien quiera ver la botella medio vacía, podrá achacar la mala suerte de Wagner al número 13, pero su mal fario se redujo a estar huyendo media vida de los acreedores y a meterse en líos de faldas. Pero también se puede ver la botella medio llena, porque Wagner disfrutó de su éxito en vida, fue correspondido por las mujeres a las que amó, murió anciano, el rey Luis II de Baviera lo idolatró y lo sacó de apuros, fue admirado por sus colegas, aplaudido en medio mundo… en resumidas cuentas, un hombre con suerte. La única mala fortuna de Wagner fue morirse, pero a ver quién se libra de pasar por el trance.
Queda claro que el 13 y el martes fueron fundamentales en la vida y la muerte de Wagner, y que las supersticiones son eso, supersticiones. «En martes, ni te cases ni te embarques», «En martes, ni telas urdas, ni hija cases, ni la lleves a confesar, que no dirá la verdad», «En martes, ni tu casa mudes, ni tu hija cases, ni tu viña podes». Manías como esta contra el número 13 se adquieren con métodos irracionales y casi siempre heredados gracias a leyendas que pasan de boca en boca. Marte era el dios de la guerra romano y ese día era propicio para desgracias, catástrofes y sangre. Luego, por nuestra cuenta y riesgo, hemos añadido el numeral, pero conste que son supersticiones distintas.
Y lo mismo que el mundo hispano tiene ojeriza al martes 13, el anglosajón y el francés se la tienen al viernes 13. Teorías hay para aburrir, y lo cierto es que ninguna se sostiene en cuanto se rasca un poco.
Los franceses huyen del viernes 13 porque ese día de octubre del año 1307 miles de templarios fueron detenidos y posteriormente aniquilados en territorio francés. A los anglosajones no les gusta el viernes porque ese día crucificaron a Jesucristo, y si a ello se añade que en la última Cena había trece a la mesa y que uno de ellos murió y otro se suicidó, ahí tienen lo del viernes 13. Lo de sentar trece a la mesa fue tomándose como signo de mala suerte a lo largo de los siglos. El rey francés Luis XV, por ejemplo, nunca permitía que en su mesa hubiera trece personas, y un famoso gastrónomo de la época le objetó que «el número trece en la mesa es de temer sólo cuando se ha previsto comida para doce».
Parece claro, sin embargo, que Richard Wagner no dedicó ni un solo minuto de su vida a obsesionarse con el número 13. Le trajo al pairo.