Con Mozart nunca se sabe si dar primero la buena o la mala noticia. La buena es que lo único que quedaba de él era su cráneo. La mala, que la noticia buena es mentira.
Vida y obra en Mozart son una contradicción: desgraciado, genial, enfermo, vital, afortunado, mísero… No ha existido cerebro más privilegiado para la música que el de Mozart. Lástima que se perdiera dos siglos y pico atrás, un 5 de diciembre, y lástima también que poco después se despistara el resto del cuerpo.
Wolfgang Amadeus Mozart murió en Viena con sólo 35 años. Era medianoche. Postrado en la cama, se despidió de su familia, se volvió hacia la pared y se largó de este mundo. Su médico le diagnosticó una afección renal crónica, y se supone que de eso murió, pero hay otras variadas hipótesis contemporáneas que explicarían su muerte: triquinosis por comer carne de cerdo poco hecha, fiebres reumáticas, envenenamiento… y así hasta 140 causas de muerte y 27 enfermedades mentales. Averiguar de qué murió el austriaco es tal pérdida de tiempo, que en diciembre de 2010 la publicación BMJ (British Medical Journal) recogió un estudio del médico Lucien R. Karhausen en el que rogaba que se abandonaran de una vez por todas los intentos de descubrir de qué murió Mozart. Todo el embrollo viene por no hacer las cosas como es debido.
Constance, la viuda de Mozart, acosada por las deudas, pidió un simple entierro de tercera clase. Los sesenta florines que dejó el músico no daban para más. El compositor fue trasladado al cementerio de Viena en lo que se llamó «ataúd de ahorro», reutilizable para varios difuntos —todos pobres, evidentemente—. Consistía el ingenio en un féretro que se situaba sobre la sepultura, se le abría el fondo de puertas abatibles y se dejaba caer el cuerpo en la fosa. Entonces la funeraria se llevaba el féretro y este servía para otro pobre muerto. Mejor dicho, para otro muerto pobre.
Mozart fue a dar a una tumba común para dieciséis cuerpos en el cementerio de Saint Marx, donde ahora recuerda la original ubicación una columna truncada abrazada por un angelote rechoncho, pero que en su momento no se identificó con lápida alguna. Su sepultura cayó en el olvido, y cuando se reparó en que allí había sido enterrado un genio, fue demasiado tarde. La tierra se había removido varias veces y los huesos ya no se sabía dónde estaban ni a quién pertenecían.
Lo único que se pudo hacer fue construirle un monumento en el cementerio, pero el monolito fue trasladado más tarde a otro camposanto, al Central de Viena, donde sí están localizados Beethoven, Schubert y la saga de los Strauss. Compañía de altura tiene el monolito, pero Mozart no está con ellos.
Mozart tampoco tuvo suerte en su entierro, registrado el 6 de diciembre, al día siguiente de su muerte. Se desató una furiosa tempestad que acabó dispersando a los pocos amigos que iban a acompañarle. El cortejo fúnebre se quedó a las puertas de la ciudad y Mozart continuó más solo que la una. La descripción que del entierro hace el historiador holandés Henrik Villen van Loon en su libro Las artes lo explica todo: «Sólo un perro, lleno de barro, sucio, se animó a seguir el cortejo hasta el cementerio, y fue, en consecuencia, el único caballero que presenció la ceremonia el día en que Mozart fue enterrado como un perro».
Pero, además del can, hubo otro protagonista durante el entierro del músico: el hijo del sepulturero. A él se debía la falsa esperanza de que el Museo de Salzburgo aún conservara el cráneo de Mozart. El jovenzuelo contó en su día que guardó en la memoria el lugar del enterramiento y que, diez años después, a escondidas, profanó la tumba y recuperó el cráneo del compositor. Pero ¿y si el hijo del sepulturero se equivocó de cráneo? Porque lo rescató de una fosa común, y para el normal de los mortales las calaveras son clavaditas unas a otras, y a no ser que el cráneo de Mozart llevara una clave de Sol tatuada en el temporal derecho, el hijo del sepulturero no pudo confirmar el hallazgo. Puestos a pensar mal, todo parece indicar que el muchacho era un espabilado y que engañó al primero que se le puso por delante… a algún iluso a quien sacó unos florines por la calavera de Pepe López haciéndole creer que era la de Mozart.
Fuera o no el cráneo del músico, lo cierto es que estuvo apareciendo y desapareciendo desde 1801, año en el que el hijo del sepulturero juró haberlo rescatado. La calavera estuvo dando tumbos hasta que, en 1842, la compró un tipo llamado Jakob. El tal Jakob se la dejó en testamento a su hermano Joseph, que era médico, y a su vez Joseph se la pasó a un colega para que estudiara el cráneo; este colega se la devolvió a Joseph, Joseph la regaló luego a Salzburgo, la ciudad natal de Mozart, y tiempo después la calavera se perdió. Con tanto intercambio, es un milagro que no se hubiera perdido antes. Un siglo después, en 1902, no se sabe cómo ni por qué, la calavera hizo su reaparición estelar en el Museo de Salzburgo, donde fue custodiada durante todo el siglo XX y el primer lustro del XXI sin más sobresaltos.
Ahora bien, después de semejante trajín, se impone ser muy optimista para creer que aquella mollera la utilizara en algún momento Mozart. Viena, sin embargo, intentó demostrar su autenticidad con un estudio genético que encargó a científicos austriacos en 2005. Su intención era aprovechar el 250° aniversario del natalicio del músico para anunciar al mundo que aún se conservaba algo de Mozart.
La decepción fue supina. Genetistas y forenses acabaron con los pelos como escarpias, no por no haber podido confirmar la autenticidad del cráneo, sino porque a cada nueva prueba de ADN el enredo se iba enmarañando más. Las candidatas a la comparación eran las parientes femeninas de Mozart, puesto que con ellas comparte el ADN mitocondrial, el que transmiten sólo las mamás. La madre se descartó de inmediato, ya que fue enterrada en una tumba anónima en París (esta familia no tenía mucha suerte a la hora de dar con sus huesos en una sepultura digna), y quedó como segunda opción la hermana, Nannerl. No pudo ser: el cementerio de San Pedro de Salzburgo negó el permiso de exhumación y, por tanto, impidió la posterior investigación.
Quedaban aún dos candidatas más, Euphrosina Pertl y Jeanette Berchtold zu Sonnenburg, abuela materna y sobrina de Mozart respectivamente, cuyos enterramientos estaban localizados en el cementerio de la iglesia de San Sebastián, en Salzburgo, en lo que parecía una tumba familiar. Al menos sus nombres estaban inscritos en la lápida.
Primero compararon material genético del cráneo de Mozart con otro extraído de la supuesta abuela materna, y después se hizo lo propio con la presunta sobrina. Cuando la investigación concluyó, a principios de 2006, los expertos ya no sabían si la abuela era la abuela ni si la sobrina era la sobrina, porque ni siquiera compartían ADN entre ellas. El estudio sólo sirvió para añadir un enigma más: quiénes demonios eran las enterradas en la tumba familiar de Mozart en Salzburgo bajo la identidad de abuela y sobrina.
Pero aún quedaba una remota esperanza para poder confirmar el zarandeado cráneo. El Museo de Mozart aseguraba guardar también un mechón de pelo del compositor y quizás un sofisticado análisis podría determinar si coincidía en características genéticas con la calavera de Mozart, con la sobrina o con la abuela. Cuando se concluyó esta nueva investigación, los científicos lloraban por los rincones: el análisis del rizo no arrojó ningún dato en común con cráneo y parientas. Es más, compararon dos cabellos del mismo mechón y el resultado fue dos ADN distintos. Es como si Mozart los estuviera toreando a todos, porque se habían hecho cinco pruebas y lo único que consiguieron fueron cinco individuos distintos y sin relación entre sí.
El cráneo volvió a su vitrina del Museo de Salzburgo, porque los austriacos, optimistas donde los haya, creen que el hecho de que no se haya podido confirmar su autenticidad no quita que no lo llevara puesto.
Alguien debería plantearse, puestos a fabular, que quizás el gran secreto de Mozart es que fue un niño adoptado, y así no hay quien encuentre a un familiar fiable. De cualquiera de las maneras, qué cantidad de disgustos, tiempo y dinero les habrían ahorrado los austriacos del siglo XVIII a sus compatriotas del XXI si se hubieran rascado el bolsillo para enterrar a Mozart como es debido.