Capítulo XIV
El grupo de Dresde

Se detuvo en el umbral y dejó en el suelo la maleta, buscando a tientas el llavín. Al abrir la puerta, recordó a Mundt allí, mirándole con aquellos ojos de azul palidísimo, calculadores y firmes. Era extraño pensar en Mundt como discípulo de Dieter. Mundt había actuado con la inflexibilidad de un mercenario bien entrenado: eficaz, constante, mezquino. No hubo nada original en su técnica: en todo fue una sombra de su maestro. Era como si los trucos brillantes e imaginativos de Dieter se hubieran condensado en un manual que Mundt se hubiese aprendido de memoria, añadiendo sólo la sal de su propia brutalidad.

Smiley, adrede, no había dejado dirección, y en el felpudo de la puerta había un montón de cartas. Lo recogió, lo puso en la mesa del vestíbulo y empezó a abrir puertas y a mirar a su alrededor, con una expresión de desconcierto y desamparo. La casa le resultaba extraña, fría y mohosa. Al pasar lentamente de un cuarto a otro, empezó por primera vez a darse cuenta de cuán vacía se había quedado su vida.

Buscó cerillas para encender la chimenea de gas, pero no había. Se sentó en una butaca en el cuarto de estar y sus ojos erraron por los estantes de libros y los objetos dispersos que había reunido en sus viajes. Cuando le dejó Ann, había empezado a eliminar rigurosamente todo rastro suyo. Incluso se quitó de encima sus libros. Pero poco a poco dejó que volvieran a afirmarse los pocos símbolos que quedaban vinculando su vida a la de Ann: regalos de boda de amigos íntimos que representaban demasiado para regalarlos a cualquiera. Había un esbozo de Watteau, regalo de Peter Guillam, y un grupo de porcelana de Dresde, de Steed-Asprey.

Se levantó de la butaca y se acercó al armario del rincón donde estaba el grupo. Le gustaba admirar la belleza de aquellas figuras, la diminuta cortesana rococó en traje de pastora, con las manos extendidas hacia un enamorado adorador y volviendo la carita hacia otro. Se sintió incongruente ante esa frágil perfección, como se había sentido ante Ann al empezar la conquista que tanto asombró a la sociedad. No se sabe cómo, aquellas figurillas le consolaban: era tan inútil esperar fidelidad de Ann como de esa diminuta pastora en su fanal de cristal. Steed-Asprey compró el grupo en Dresde antes de la guerra: había sido la joya de su colección, y se lo regaló a ellos. Quizá adivinó que un día Smiley necesitaría la sencilla doctrina que presentaba.

Dresde: de todas las ciudades alemanas, era la favorita de Smiley. Le había gustado su arquitectura, su extraña mezcla de edificios medievales y clásicos, a veces recordándole a Oxford, sus cúpulas, sus torres, sus agujas, sus tejados de cobre verde reluciendo bajo un cálido sol. Su nombre significaba «ciudad de los habitantes de los bosques», y allí fue donde el rey Wenceslao de Bohemia protegió con regalos y privilegios a los poetas ministriles. Smiley recordó la última vez que había estado allí, visitando a un conocido de la Universidad, un profesor de filosofía al que encontró en Inglaterra. En esa visita fue cuando vio a Dieter Frey dando vueltas penosamente al patio de la prisión. Todavía le parecía verle, alto y colérico, monstruosamente cambiado a causa de su cabeza afeitada, demasiado grande, no se sabe cómo, para esa pequeña prisión. Dresde, recordó, era el lugar de nacimiento de Elsa Fennan. Se acordó de haber echado una ojeada a sus datos personales en el Ministerio: Elsa, de soltera Freimann, nacida en 1917 en Dresde, Alemania, de padres alemanes: educada en Dresde: en prisión 1938-1945. Trató de situarla sobre el telón de fondo de su hogar, la distinguida familia judía que llevaba adelante su vida entre insultos y persecuciones. «Soñaba con un largo pelo dorado, y me afeitaron la cabeza». Comprendió, con exactitud que le hizo sentir náuseas, por qué se teñía el pelo. Quizá había sido como esta pastora, linda y de pecho firme. Pero el cuerpo había sido tan quebrantado por el hambre que quedó frágil y feo, como los restos de un pajarillo.

Se la imaginaba en la terrible noche en que encontró al asesino de su marido al lado del cadáver. Él la oía explicar, sollozante y sin aliento, por qué Fennan había ido al parque con Smiley: y Mundt, sin conmoverse, discutiendo y razonando, obligándola finalmente a conspirar una vez más contra su voluntad en el más terrible e innecesario de los crímenes, arrastrándola al teléfono y haciéndola llamar al teatro, y por último, atormentada y agotada, dejarla que hiciera frente a las investigaciones que tenían que seguir, e incluso forzándola a que escribiera esa inútil carta de suicidio con la firma de Fennan. Era más inhumano de lo que se pudiera creer, y un riesgo fantástico para Mundt, añadió Smiley para sí.

Desde luego, en el pasado ella se había mostrado una cómplice bastante digna de confianza, fría, e, irónicamente, más hábil que Fennan en las técnicas del espionaje. Y bien sabía Dios que, para una mujer que había pasado una noche como aquella, su actuación en el primer encuentro con Smiley había sido una maravilla.

Al quedarse contemplando a la pastorcita, eternamente suspensa entre sus adoradores, se dio cuenta con una especie de desasimiento de que había otra solución completamente diferente para el caso de Samuel Fennan, una solución que encajaba con todos los detalles de las circunstancias y reconciliaba las irritantes inconsistencias del carácter de Fennan. Esto comenzó a adquirir forma como un ejercicio académico, sin hacer referencia a personas concretas: Smiley manipuló los personajes como piezas de un rompecabezas, dándoles vueltas a un lado y a otro para que encajaran en la compleja estructura de los hechos establecidos. Luego, en un momento, la figura quedó repentinamente formada con tal firmeza que ya dejó de ser un juego.

Su corazón latió más de prisa, cuando Smiley se repitió con creciente asombro la historia entera, reconstruyendo escenas e incidentes a la luz de su descubrimiento. Ahora sabía por qué Mundt se había marchado de Inglaterra ese día, por qué Fennan había elegido documentos de tan poco valor para Dieter, por qué había pedido la llamada de las ocho y media, y por qué su mujer escapó del salvajismo sistemático de Mundt. Ahora sabía, por fin, quién escribió la carta anónima. Vio cómo se había dejado burlar por sus sentimientos, y cómo había hecho trampas al poder de su inteligencia.

Se acercó al teléfono y marcó el número de Mendel. En cuanto terminó de hablar con él, llamó a Peter Guillam. Luego se puso el sombrero y el gabán, salió y dobló la esquina, hasta Sloane Square. En un pequeño quiosco de periódicos, junto a Peter Jones, compró una postal con la vista de la Abadía de Westminster. Bajó a la estación del Metro y se dirigió al Norte, hasta Highgate, donde salió. En la estafeta de Correos compró un sello y escribió la postal en rígidas mayúsculas de estilo continental, dirigiéndola a Elsa Fennan. En el espacio para la correspondencia escribió con letra puntiaguda: «Querría que estuvieras aquí». Echó la postal y anotó la hora, después volvió a Sloane Square. No podía hacer más.

Aquella noche durmió tranquilamente, madrugó a la mañana siguiente, sábado, y dobló la esquina para comprar unos croissants y café en grano. Se hizo mucho café y se sentó en la cocina a leer The Times, mientras tomaba el desayuno. Se sentía curiosamente tranquilo, y, cuando por fin sonó el teléfono, dobló el periódico cuidadosamente antes de subir a contestar.

—George, soy Peter —la voz era apremiante, casi triunfal—; George, ¡Elsa ha picado, de veras!

—¿Qué ha pasado?

El cartero llegó exactamente a las ocho treinta y cinco. A las nueve y media bajaba rápidamente por la calle, completamente equipada. Fue derecha a la estación y cogió el tren de las nueva cincuenta y dos para la estación Victoria. Metí a Mendel en el tren y yo salí disparado en coche, pero no llegué a tiempo de alcanzar el tren en el final.

—¿Cómo te vas a poner en contacto de nuevo con Mendel?

—Le he dado el número de Grosvenor Hotel y ahí estoy ahora. Me va a llamar tan pronto como encuentre una oportunidad y yo iré a buscarle donde esté.

—Peter, tómalo con tranquilidad, ¿eh?

Tranquilo como el aceite, muchacho. Creo que ella está perdiendo la cabeza. Corre como un galgo.

Smiley colgó. Buscó el Times y empezó a examinar la cartelera teatral. Tenía que estar en lo cierto…, tenía que estarlo.

La mañana pasó con angustiosa lentitud. A veces, Smiley se paraba junto a la ventana y miraba a las zancudas chicas de Kensington que iban de compras con guapos jóvenes con jerseys azul pálido, o a la brigada de la limpieza de coches trabajando alegremente delante de las casas, luego marchando a la deriva para hablar de coches, y por último desapareciendo calle abajo, ansiosos, hacia la primera pinta de cerveza del fin de semana.

Al fin, tras lo que pareció una tardanza interminable, sonó el timbre de la puerta y entraron Mendel y Guillam, sonriendo animados y hambrientos como lobos.

—Ha picado el anzuelo —dijo Guillam—. Pero que te cuente Mendel: él ha hecho la mayor parte de la faena. Yo llegué sólo para darle remate.

Mendel contó su relato con precisión y exactitud, mirando al suelo un poco por delante suyo, con la delgada cabeza ligeramente ladeada.

—Tomó el de las nueve cincuenta y dos para Victoria. Yo me mantuve distante de ella en el tren y la seguí cuando salió. Cogió un taxi hacia Hammersmith.

—¿Un taxi? —exclamó Smiley—. Debe de haber perdido el juicio.

—Está chiflada. Sin embargo, anda muy de prisa para ser mujer, fíjese, y casi salió corriendo por el andén. Se apeó en Broadway y fue al Sheridan Theatre. Empujó las puertas de contaduría, pero estaban cerradas. Vaciló un momento, luego dio una vuelta y fue a un café a unos cien pasos más abajo. Pidió café y lo pagó en seguida. Unos cuarenta minutos más tarde, volvió al Sheridan. La taquilla estaba abierta, y yo fui detrás de ella, poniéndome en la cola. Reservó dos asientos de atrás para el próximo martes, fila T, veintisiete y veintiocho. Al salir del teatro, metió una entrada en un sobre, lo cerró y franqueó. Luego lo echó al correo. No pude ver la dirección, pero el sobre llevaba un sello de seis peniques.

Smiley permanecía inmóvil.

—No sé —dijo—, no sé si él irá.

—Alcancé a Mendel en el Sheridan —dijo Guillam—. Él, después de verla entrar en el café, me llamó, y luego entró.

—También yo tenía ganas de tomar un café —continuó Mendel—. El señor Guillam se reunió conmigo. Yo le dejé allí cuando salí para la cola del teatro, y él salió del café poco después. Ha sido un trabajo decente, sin problemas. Ella está trastornada, estoy seguro. Pero no sospecha nada.

—¿Qué hizo después de eso? —preguntó Smiley.

Volvió directamente a la estación Victoria. La dejamos en paz.

Quedaron un momento en silencio, y luego, Mendel dijo:

—¿Qué hacemos ahora?

Smiley parpadeó y miró gravemente el rostro gris de Mendel.

—Sacar entradas para la función del martes en el Sheridan.

Se fueron y él quedó solo otra vez. Todavía no había mirado la gran cantidad de correo que se había acumulado en su ausencia. Circulares, catálogos de Blackwell, facturas, y la cosecha acostumbrada de vales para jabón, cupones para guisantes en conserva, quinielas de fútbol y unas pocas cartas personales, permanecían aún sin abrir en la mesa del vestíbulo. Se lo llevó al cuarto de estar, se instaló en una butaca y empezó por abrir las cartas personales. Había una de Maston, y la leyó con cierta sensación de rubor:

Mi querido George:

Sentí mucho lo de su accidente, Guillam me lo hizo saber, y espero ya que se haya recuperado del todo.

Quizá recuerde que, en la agitación del momento, antes de su desgracia, me escribió una carta de dimisión, y quería simplemente hacerle saber que, desde luego, no la tomo en serio. A veces, cuando los acontecimientos nos abruman, disminuye nuestro sentido de la perspectiva. Pero unos veteranos como nosotros, George, no vamos a abandonar tan fácilmente el sendero de la guerra. Espero volver a verle con nosotros en cuanto se encuentre bastante fuerte, y mientras tanto, seguimos considerándole como un antiguo y leal miembro personal.

Smiley la dejó a un lado y pasó a la carta siguiente. Por un momento, no reconoció le letra: por un instante miró con aire inexpresivo el sello suizo y el elegante papel de cartas de un hotel. De repente se sintió ligeramente mareado, se le nublaron los ojos y apenas sintió fuerza en sus dedos para abrir el sobre. ¿Qué quería ella? Si era dinero, podía llevarse todo lo que él tenía. El dinero era suyo, de Smiley, y podía gastarlo como quisiera: si le causaba placer derrocharlo echándoselo encima a Ann, lo haría así. No le quedaba nada más que darle: ella se lo había llevado todo hacía mucho tiempo. Se llevó su valor, su cariño, su compasión, se lo llevó alegremente en su pequeño joyero, para acariciarlos alguna vez, algunas tardes, cuando el tiempo se detuviera pesadamente bajo el sol cubano, quizá para exhibirlos ante los ojos de su amante más reciente, comparándolos con joyas semejantes que le habían dado otros, antes o después.

Mi querido George:

Quiero hacerte un ofrecimiento que ningún caballero podría aceptar. Quiero volver a tu lado.

Estaré en el Baur-au-Lac, en Zurich, hasta fin de mes. Dime algo.

Ann.

Smiley cogió el sobre y lo miró por detrás: «Madame Juan Alvida». No, ningún caballero podría aceptar el ofrecimiento. Ningún sueño podía sobrevivir a la luz del día de la marcha de Ann con su sacarinoso latino de sonrisa de piel de naranja. Una vez, en un documental, Smiley había visto a Alvida ganando una carrera en Montecarlo. Recordaba que, lo más repelente de él era el vello de sus brazos. Con las gafas, el aceite de motor y la ridícula corona de laurel, parecía exactamente un mono antropoide caído de un árbol. Llevaba una blanca camiseta de tenis de mangas cortas, que, no se sabe cómo, se había conservado impecablemente limpia a lo largo de la carrera, destacando con repulsiva claridad esos brazos negros de mono.

Así era Ann: «Dime algo». Redime tu vida, mira si es posible vivir otra vez, y dime algo. He aburrido a mi amante, mi amante me ha aburrido a mí: voy a destrozar otra vez tu mundo: el mío me fastidia. Quiero volver a tu lado… Quiero, quiero…

Smiley se levantó con la carta todavía en la mano, y volvió a quedar inmóvil ante el grupo de porcelana. Allí permaneció varios minutos, mirando fijamente a la pastorcilla. ¡Qué hermosa era!