Capítulo XIII
La ineficacia de Samuel Fennan

Llegaron a Mitcham a la hora del almuerzo. Peter Guillam les esperaba pacientemente en su coche.

—Bueno, chicos, ¿qué noticias hay?

Smiley le alargó el trozo de papel que había sacado de la cartera.

—Había también un número de urgencia: Primrose noventa y siete cuarenta y siete. Sería mejor que lo miraras, pero tampoco he puesto muchas esperanzas en eso…

Peter desapareció en el vestíbulo y empezó a telefonear. Mendel se atareó en la cocina y volvió diez minutos después con cerveza, pan y queso en una bandeja. Guillam volvió y se sentó. Parecía preocupado.

—Bueno —dijo por fin—; ¿qué dijo ella, George?

Mendel se llevó la bandeja con los restos cuando Smiley acababa el relato de su entrevista de la mañana.

—Ya veo —dijo Guillam—. ¡Qué desagradable! Bueno, eso es, George; tendré que ponerlo hoy por escrito, y tendrás que ver a Maston en seguida. Cazar espías muertos es realmente un mal juego… y ocasiona muchas insatisfacciones.

—¿Qué acceso tenía en el Foreign Office? —preguntó Smiley.

—Últimamente, mucho. Por eso les pareció necesario hacer la investigación que ya conoces.

—¿Qué clase de material, principalmente?

—Todavía no lo sé. Hasta hace pocos meses, estuvo en un despacho de asuntos asiáticos, pero su nuevo trabajo era diferente.

—Si no recuerdo mal, cuestiones americanas —dijo Smiley—. ¿Eh, Peter?

—Sí.

Peter, ¿has pensado por qué tenían tanto empeño en matar a Fennan? Quiero decir, suponiendo que él les hubiera traicionado, como creían, ¿por qué matarle? No tenían nada que ganar.

—No no supongo que no. Pensándolo bien, no tiene explicación, a menos que… suponte que Fuchs o MacLean les hubieran traicionado a ellos, ¿qué habría pasado? Suponte que tuvieran razones para temer una reacción en cadena (no sólo aquí, sino en América, en todo el mundo): ¿no le matarían para evitarlo? Hay muchas cosas que no sabremos nunca.

—Como lo de la llamada de las ocho y media —dijo Smiley.

—Adiós. Espera por aquí hasta que te llame, ¿quieres? Maston estará interesado en verte. Correrán por los pasillos cuando les dé las gratas noticias. Tendré que emplear la sonrisa especial que reservo para dar las informaciones realmente desastrosas.

Mendel le acompañó hasta la puerta y luego volvió al cuarto de estar.

—Lo mejor que puede hacer es tumbarse —dijo—. Parece también bastante trastornado, de veras.

«O Mundt está aquí, o no está —pensó Smiley, echándose en la cama en mangas de camisa, y juntando las manes debajo de la cabeza—. Si no está, estamos apañados. Será cosa de Maston decidir qué hay que hacer con Elsa Fennan, y estoy convencido de que no hará nada.

»Si Mundt está aquí, habrá venido por una de estas tres razones: A, porque Dieter le dijo que se quedara a ver cómo se posa el polvo; B, porque está considerado como sospechoso y tiene miedo de volver; C, porque tiene un trabajo que terminar.

»A es improbable, porque no es propio de Dieter correr riesgos sin necesidad. En cualquier caso, es una idea poco clara.

»B es poco probable porque, aunque Mundt tenga miedo de Dieter, también es de suponer que tendrá miedo de que le acusen de asesinato aquí. Su plan más prudente sería irse a otro país.

»C es más probable. Si yo estuviera en el pellejo de Dieter, me habría puesto malo de pensar en Elsa Fennan. La chica Pidgeon no tiene importancia: sin Elsa para rellenar los huecos, no ofrece serio peligro. Ella no era ninguna conspiradora y no hay razón para que recuerde especialmente al amigo de Elsa en el teatro. No; Elsa constituye el peligro auténtico».

Desde luego, había una última posibilidad, que Smiley era en absoluto incapaz de juzgar: la de que Dieter tuviera ahí otros agentes que controlar por medio de Mundt. En conjunto, se sentía inclinado a desecharlo, pero, sin duda, ese pensamiento había pasado por la mente a Peter.

No. Seguía sin tener sentido: no estaba claro. Decidió volver a empezar.

«¿Qué sabemos?». Se incorporó buscando lápiz y papel, y en seguida la cabeza le empezó a latir. Tercamente, se levantó de la cama, y sacó un lápiz del bolsillo interior de su chaqueta. Había un bloc en la maleta. Volvió a la cama, mulló las almohadas a su gusto, se tomó cuatro aspirinas del tubo que había en la mesilla, y se recostó en las almohadas, con sus cortas piernas estiradas ante él. Comenzó a escribir. Primero escribió el encabezamiento, con letra clara de escolar y lo subrayó:

«¿Qué sabemos?».

Luego, empezó a repasar paso a paso, tan desapasionadamente como pudo, la sucesión de los acontecimientos ocurridos hasta entonces:

«El lunes 2 de enero, Dieter Frey me vio en el parque hablando con su agente, y dedujo…». Sí, ¿qué había deducido Dieter? ¿Que Fennan había confesado, que iba a confesar? ¿Que Fennan era agente mío? «… y dedujo que Fennan era peligroso, por razones aún no sabidas. La tarde siguiente, primer martes de mes, Elsa Fennan se llevó los informes de su marido, en una cartera de música, al Weybridge Repertory Theatre, según el modo convenido, y la dejó en el guardarropa a cambio de un ticket. Mundt había de acudir con su propia cartera de música y haría lo mismo. Luego, Elsa y Mundt se cambiarían los tickets durante la representación. Pero Mundt no apareció. Por consiguiente, ella recurrió al sistema de urgencia, y envió por correo el ticket a una dirección previamente convenida, después de marcharse del teatro antes de que terminara el espectáculo, para alcanzar el último correo de Weybridge. Volvió después a casa en su coche, y allí fue recibida por Mundt, que ya había matado a Fennan, probablemente por orden de Dieter: tan pronto como le encontró en el vestíbulo, disparó contra él a quemarropa. Conociendo como conozco a Dieter, sospecho que, desde hacía mucho tiempo, había tomado la precaución de conservar en Londres unas cuantas hojas de papel en blanco con muestras, auténticas o falsas, de la firma de Sam Fennan, por si alguna vez era necesario comprometerlo o hacerle chantaje. Suponiendo que haya sido así, Mundt llevaba consigo una hoja para escribir la carta de suicidio por encima de la firma, con la propia máquina de Fennan. En la espectral escena que debió de suceder a la llegada de Elsa, Mundt se dio cuenta de que Dieter había interpretado mal el encuentro de Fennan con Smiley, pero confiaba en que Elsa conservaría la reputación de su marido muerto, para no mencionar su propia complicidad. Por tanto, Mundt estaba razonablemente seguro. Mundt hizo que Elsa escribiera la carta, quizá porque no se fiaba de su propio inglés. (Nota: Pero ¿quién diablos escribió la primera carta, la de la denuncia?).

»Probablemente, Mundt pidió luego la cartera de música que no había recogido, y Elsa le dijo que había seguido instrucciones preestablecidas, dejando la carta en el teatro y enviando por correo el ticket del guardarropa a la dirección de Hampstead. La reacción de Mundt fue significativa: la obligó a telefonear al teatro y disponer que él recogería la cartera esa noche de vuelta a Londres. Así pues, o la dirección a que se había enviado el ticket ya no era válida, o Mundt, en ese momento, pensaba volver a su país a la mañana siguiente temprano, lo que no le daba tiempo de recoger el ticket y la cartera.

»Smiley acude a Walliston a primera hora de la mañana del miércoles 4 de enero, y durante la primera entrevista, recibe una llamada para las ocho y media de la Central que (sin duda ninguna) Fennan había pedido a las 7,55 de la noche anterior. ¿Por qué?

»Esa misma mañana, más tarde, S. vuelve a ver a Elsa Fennan para preguntarle sobre la llamada de las ocho y media… que sabía (según su propia confesión) que “me preocuparía” (no hay duda de que la lisonjera descripción de mis facultades hecha por Mundt había producido su efecto). Después de contar a S. una estúpida historia sobre su mala memoria, pierde la cabeza y llama a Mundt.

»Mundt, probablemente provisto de una fotografía o de una descripción dada por Dieter, decide liquidar a Smiley (¿por encargo de Dieter?), y a última hora de ese día casi lo consigue. (Nota: Mundt no devolvió el coche al garaje de Scarr hasta la noche del 4. Eso no demuestra necesariamente que Mundt no tuviera planes para salir en avión a una hora anterior del día. Si en principio hubiera pensado tomar el avión por la mañana, podría muy bien haber dejado antes el coche en el garaje de Scarr e ir al aeropuerto en autobús).

»Parece bastante probable que Mundt cambiara sus planes después de la llamada de Elsa. No está claro que los modificase a causa de su llamada». ¿Realmente le habría contagiado Elsa el pánico a Mundt? ¿Hasta el punto de verse obligado a quedarse y matar a Adam Scarr?, se preguntó.

El teléfono sonaba en el vestíbulo…

—George, soy Peter. No hemos sacado nada ni con la dirección ni con el número del teléfono. Vía muerta.

—¿Qué quieres decir?

—El número del teléfono y la dirección son del mismo sitio: un piso amueblado en Highgate Village.

—¿Y qué?

—Alquilado por un piloto de Lufteuropa. Pagó la renta de sus dos meses el cinco de enero y no ha vuelto desde entonces.

—¡Maldita sea!

—La dueña recuerda muy bien a Mundt, el amigo del piloto. Dice que era un caballero muy bien educado, para ser alemán; muy generoso. Muchas veces dormía en el sofá.

—¡Ah, Dios mío!

—Repasé el cuarto con un peine. Había una mesa en el rincón. Todos los cajones vacíos, menos uno, que contenía un ticket de guardarropa. No sé de dónde habría venido… Bueno, si quieres reírte, date una vuelta por Cambridge Circus. El Olimpo entero está bullendo de actividad. ¡Ah!, por cierto…

—¿Qué?

—Me di una vuelta por el piso de Dieter. Otro que tal. Se marchó el cuatro de enero. No se lo dijo ni al lechero.

—¿Y qué de su correo?

—Nunca recibía, salvo facturas. También eché una mirada al nidito del camarada Mundt: un par de habitaciones encima de la Misión Siderúrgica. El mobiliario con el resto del material. Lo siento.

—Ya veo.

—Pero te diré una cosa rara, George. ¿Recuerdas que pensé que podía echar una ojeada a los objetos personales pertenecientes a Fennan, la cartera, la agenda, y demás? Que estaban en la policía…

—Sí.

—Bueno, pues su agenda tiene el nombre completo de Dieter en la sección de direcciones, y al lado el número de teléfono de la Misión. ¡Qué caradura!

—Es algo más que eso; es una locura. ¡Dios mío!

—Luego, en el cuatro de enero, está apuntado: «Smiley C. A. Llamada a las ocho treinta». Lo cual queda confirmado por un apunte del día tres que dice «Pedir llamada para miérc. mañana». Ahí tienes tu llamada misteriosa.

—Sigue sin explicación.

Una pausa.

—George, he mandado a Félix Taverner al Foreign Office, a hurgar un poco. En un aspecto, la cosa está peor de lo que temíamos, pero mejor en otro sentido.

—¿Por qué?

—Taverner ha metido mano en las fichas del registro de los últimos dos años. Ha podido averiguar qué expedientes habían ido a la sección de Fennan. Cuando esta sección pedía especialmente un expediente, se rellenaba un impreso de solicitud.

—Te escucho.

—Félix encontró que, por lo general, los viernes por la tarde había tres o cuatro expedientes señalados para enviar a Fennan, y volvían a entrar el lunes por la mañana. La deducción es que se llevaba a casa el material durante el fin de semana.

—¡Dios mío!

—Pero lo raro es, George, que en los últimos seis meses, es decir, desde su nuevo nombramiento, tendía a llevarse a casa material no secreto que no podía interesar a nadie.

—¡Pero si durante los últimos meses fue cuando empezó a tratar sobre todo con documentos secretos! —dijo Smiley—. Se podía llevar a casa cualquier cosa que se le antojara.

—Ya lo sé, pero no lo hizo. En realidad, uno diría casi que procedía deliberadamente. Se llevaba a casa material de poco valor, sin relación apenas con su trabajo diario. Sus colegas no pueden comprenderlo, ahora que lo piensan. Incluso se llevó algunos documentos que trataban de asuntos que nada tenían que ver con su sección.

—Y no secretos.

—Eso es… Y no cabe imaginar que tuvieran interés desde el punto de vista del espionaje.

—¿Y antes, antes de desempeñar su nuevo trabajo? ¿Qué clase de material se llevaba entonces a casa?

—Mucho más de lo que podrías imaginarte: documentos que había usado durante el día, política y cosas así.

—¿Secretos?

—Algunos sí, otros no. Según venían.

—Pero ¿nada inesperado… ningún material especialmente delicado que no le correspondiera?

—No. Nada. Tenía de sobra muchas oportunidades a mano, y no las empleó. Supongo que estaba chiflado.

—Tenía que estarlo si puso el nombre de su controlador en su agenda.

—Y entiende esto como quieras: arregló en el Foreign Office tomarse como día libre el cuarto, el día después de su muerte. Al parecer, algo sorprendente en él, porque era un hombre que trabajaba como una bestia.

—¿Qué hace Maston con todo esto? —preguntó a Smiley, tras hacer una pausa.

—En este momento recorriendo los archivos y entrando precipitadamente a verme cada dos minutos con preguntas idiotas. Creo que allá dentro se encuentra completamente desamparado a solas con los hechos.

—Ah, no te preocupes, Peter; podrá con ellos.

—Ya está diciendo que todas las acusaciones contra Fennan se apoyan sólo en las declaraciones de una neurótica.

—Gracias por llamar, Peter.

—Hasta la vista, chico. No te dejes ver mucho.

Smiley colgó y se preguntó dónde estaría Mendel. Había un periódico de la tarde en la mesa del vestíbulo, y lanzó una vaga ojeada al titular «Linchamiento: Los judíos protestan», y, debajo, la noticia del linchamiento de un tendero judío en Düsseldorf. Abrió la puerta del cuarto de estar: Mendel tampoco estaba allí. Luego lo vio a través de la ventana. Llevaba un sombrero de jardinero y daba golpes salvajes con un hacha en un tocón, en el jardín de delante. Smiley le observó un momento y luego subió a descansar otra vez. Cuando llegaba a lo alto de la escalera, el teléfono empezó a sonar de nuevo.

—George…, perdona que te moleste otra vez. Es acerca de Mundt.

—¿Qué?

Se fue anoche a Berlín en avión, por la BEA. Viajaba con otro nombre, pero la azafata le reconoció fácilmente. Eso es todo. Mala suerte, amigo.

Smiley apretó un momento con la mano el soporte del auricular, y luego marcó Walliston 2944. Oyó el zumbido del timbre al otro lado: luego se interrumpió y, en su lugar, la voz de Elsa Fennan:

—Diga…, diga…, ¿diga?

Lentamente, colgó. Estaba viva.

¿Por qué demonios ahora? ¿Por qué Mundt volvía ahora a Alemania, cinco semanas después de haber asesinado a Fennan, tres semanas después de haber asesinado a Scarr? ¿Por qué había eliminado el peligro menor —Scarr— y había dejado intacta a Elsa Fennan, neurótica y amargada, capaz en cualquier momento, de tirar por la borda su propia seguridad y contarlo todo? ¿Qué reacción podría desencadenar en ella aquella terrible noche? ¿Cómo era posible que se fiara Dieter de una mujer sobre la que ejercía ahora tan poca influencia? Ella no podía ya salvaguardar el buen nombre de su marido. ¿Acaso, en Dios sabe qué racha de arrepentimiento o de venganza, no se sentiría dispuesta a echar fuera toda la verdad? Evidentemente, habría de transcurrir algún tiempo entre el asesinato de Fennan y el de su mujer, pero ¿qué acontecimiento, qué información, qué peligro obligó a Mundt a tomar la decisión de regresar anoche? Al parecer, se había arrojado a un lado, sin terminar, algún inexorable y complejo plan para conservar el secreto de la traición de Fennan. ¿Qué había ocurrido ayer que Mundt pudiera conocer? ¿O la oportunidad de su partida se debía a una coincidencia? Smiley se negaba a creer que lo fuera. Si Mundt se quedó en Inglaterra después de los dos asesinatos y el ataque a Smiley, lo había hecho de mala gana, esperando alguna oportunidad o algún suceso que le permitiera marchar. No se quedaría ni un momento más de lo necesario. Pero ¿qué había hecho desde la muerte de Scarr? Escondido en algún cuarto solitario, aislado de la luz y las noticias. Entonces ¿por qué se había ido volando tan repentinamente?

¿Y Fennan? ¿Qué espía era ese que elegía información inofensiva para sus amos cuando tenía al alcance de los dedos verdaderas joyas? ¿Acaso un cambio de propósito? ¿Habría cedido su intención? Entonces ¿por qué no se lo contó a su mujer, para quien su delito era una constante pesadilla, y que se habría alegrado de su conversación? Ahora parecía que Fennan nunca había mostrado ninguna preferencia por documentos secretos: sencillamente, se había llevado a casa cualquier expediente que tuviera entre manos. Ciertamente, un debilitamiento en su intención explicaría la extraña cita para almorzar en Marlow, y la convicción de Dieter de que Fennan le traicionaba. Y ¿quién escribió la carta anónima?

Nada tenía sentido, nada. El propio Fennan —brillante, elocuente, y atractivo— había engañado con tal naturalidad, con tal experiencia… A Smiley le pareció verdaderamente simpático. ¿Por qué, entonces, este experto en engañar había cometido la increíble pifia de poner el nombre de Dieter en su agenda y de demostrar tan poco juicio o interés en la selección de informaciones?

Smiley subió la escalera para empaquetar los pocos objetos suyos que Mendel le había llevado de Bywater Street. Todo había terminado.