Capítulo XII
Sueño en venta

Ella abrió la puerta y se le quedó mirando un momento en silencio.

—Podía haberme avisado de que iba a venir —dijo.

—Me pareció más seguro no hacerlo.

Volvió a quedarse callada. Al fin, dijo:

—No sé qué quiere decir.

Pareció costarle mucho.

—¿Puedo entrar? —dijo Smiley—. No tenemos mucho tiempo.

Parecía envejecida y cansada, quizá más rígida. Le llevó al cuarto de estar y le indicó una butaca con una expresión algo parecida a la resignación.

Smiley le ofreció un cigarrillo y cogió uno. Estaba inmóvil junto a la ventana. Al mirarla, él observó su respiración rápida, sus ojos febriles, y se dio cuenta de que casi había perdido la capacidad de defenderse.

Cuando habló Smiley, su voz fue amable, conciliadora. A Elsa Fennan debió de parecerle una voz que llevaba mucho tiempo anhelando, irresistible, ofreciendo toda la fuerza, el consuelo, la compasión y la seguridad. Poco a poco se apartó de la ventana, y su mano derecha que se había apretado contra el alféizar, se deslizó reflexivamente a lo largo de él, y luego se desplomó vertical con un ademán de sumisión. Se sentó enfrente de él, con los ojos fijos en Smiley reflejando una absoluta confianza, como los ojos de una enamorada.

—Debe de haber estado terriblemente sola —dijo él—. Nadie lo puede soportar para siempre. Hace falta valor, además, y es muy difícil ser valiente a solas. Ellos no lo entienden nunca, ¿verdad? Nunca saben lo que cuesta: los sórdidos trucos de mentira y engaño, al quedar aislados de la gente corriente. Creen que uno puede correr con su mismo combustible: las banderas agitadas y la música. Pero uno necesita otra clase de combustible cuando está solo, ¿no? Hace falta odiar, y se necesita fuerza para odiar durante todo el tiempo. Y lo que uno tiene que amar es algo muy remoto, muy vago, cuando uno no forma parte de ello.

Hizo una pausa. «Pronto —pensó—, pronto vas a derrumbarte».

Deseó desesperadamente que ella le aceptara, que admitiera su consuelo. La miró. Pronto se derrumbaría.

—Dije que no teníamos mucho tiempo. ¿Sabe lo que quiero decir?

Ella había cruzado las manos en el regazo y se las miraba. Smiley vio las raíces oscuras de su pelo amarillo y se preguntó por qué se lo teñiría. Ella no pareció haber oído su pregunta.

—Cuando la dejé, aquella mañana, hace un mes, fui a mi casa de Londres. Un hombre trató de matarme. Aquella noche casi lo consiguió: me golpeó brutalmente en la cabeza. Acabo de salir del hospital. La verdad es que tuve suerte. Luego, estaba el hombre del garaje donde él había alquilado el coche. La policía del río sacó su cadáver del Támesis no hace mucho. No había señales de violencia: simplemente, estaba lleno de whisky. No lo pueden comprender: llevaba años enteros viviendo junto al río. Pero estamos tratando con un hombre competente, ¿verdad? Un experto homicida. Parece que trata de eliminar a todo el que pueda relacionarle con Samuel Fennan. O con su mujer, desde luego. Después está esa chica rubia del Repertory Theatre…

—¿Qué dice usted? —susurró ella—, ¿qué trata de contarme?

Smiley, de repente, sintió deseos de hacerle daño, de romper los últimos restos de su voluntad, de eliminarla por completo como enemiga. Ella le había obsesionado durante tanto tiempo, como un misterio y una fuerza, mientras él yacía inerme.

—¿A qué cree que están jugando ustedes dos? ¿Se imagina que puede coquetear con un poder como el de ellos, dando un poco sin darlo, todo? ¿Se imagina que puede detener el baile… dominar la fuerza que usted les da? ¿Qué sueños ha abrigado, señora Fennan, para que el mundo tuviese en ellos tan escaso papel?

Ella sepultó la cabeza en las manos y Smiley vio correr las lágrimas entre sus dedos. Su cuerpo se estremeció con grandes sollozos, y sus palabras fueron dichas lentamente, como arrancadas a la fuerza.

—No, nada de sueños. Yo no tenía más sueño que él. Él tenía solo un sueño, sí, solo un gran sueño. —Siguió llorando, inerme, y Smiley, medio triunfante, medio avergonzado, esperó a que hablara otra vez. De repente levantó la cabeza y le miró, con las lágrimas todavía deslizándose por sus mejillas.

—Míreme —dijo—: ¿Qué sueño me dejaron? Soñé con un pelo largo y dorado, y me afeitaron la cabeza; soñé con un cuerpo hermoso, y me lo estropearon a fuerza de hambre. He visto lo que son los seres humanos: ¿cómo podía yo creer en una fórmula para seres humanos? Se lo dije, se lo dije mil veces: «No hay que hacer leyes, ni bonitas teorías, ni juicios, y entonces a lo mejor la gente se querrá. Pero en cuanto se les da una teoría y se les deja inventar una consigna, el juego empieza otra vez». Se lo dije. Noches enteras nos pasamos hablando de eso. Pero no, ese chiquillo tenía que conseguir su sueño, y si había que construir un mundo nuevo, Samuel Fennan tenía que construirlo. Yo le dije: «Escucha, te han dado todo lo que tienes, una casa, dinero y confianza. ¿Por qué obras así para con ellos?». Y él me dijo: «Lo hago en su provecho. Soy el cirujano, y un día comprenderán». Era un niño, señor Smiley, y lo manejaron como a un niño.

Él no se atrevía a hablar, no tenía valor para añadir nada a la prueba.

—Hace cinco años conoció a Dieter. En un refugio de esquiadores junto a Garmisch. Freitag nos dijo luego que Dieter lo había planeado de esa manera. De todos modos, Dieter no podía esquiar, por sus piernas. Nada pareció real entonces: Freitag no era nombre real. Fennan lo llamó Freitag, «Viernes», como al indígena Viernes de Robinsón Crusoe. Dieter lo encontró muy divertido, y después nunca más hablábamos de Dieter, sino siempre del señor Robinsón y de Freitag. —Se interrumpió agotada, y le miró con una levísima sonrisa—: Lo siento —dijo—, no soy muy coherente.

—Comprendo —dijo Smiley.

—Esa chica… ¿Qué ha dicho de esa chica?

—Está viva. No se preocupe. Siga.

—Fennan le apreciaba a usted, ya sabe. Freitag trató de matarle a usted…, ¿por qué?

—Porque volví, supongo, y le pregunté a usted sobre la llamada de las ocho y media. Usted se lo dijo a Freitag, ¿no?

—¡Dios mío! —dijo ella, con los dedos en la boca.

—Le llamó por teléfono, ¿verdad? En cuanto yo me fui, ¿no?

—Si, sí. Estaba asustada. Quise avisarle que se fueran, él y Dieter, que se marcharan y no volvieran jamás, porque sabía que usted lo averiguaría. Si no hoy, algún día, pero estaba segura de que acabaría por averiguarlo. ¿Por qué nunca no me dejaban sola? Tenían miedo de mí, porque sabían, que yo no tenía sueños, que sólo quería a Samuel, que deseaba que estuviera a salvo, para quererle y cuidarle. Contaban con eso.

—De modo que usted le llamó en seguida —dijo—. Primero probó el número en Primrose, y no pudo comunicar.

—Sí —dijo ella, vagamente—. Sí, es verdad. Pero los dos números eran de Primrose.

Así, que llamó al otro número, al de reserva…

Volvió, derivando, hacia la ventana, repentinamente agotada y tambaleante. Ahora parecía más contenta. La tormenta la había dejado reflexiva, y, en cierto modo, más satisfecha.

—Sí. Freitag siempre andaba con planes de reserva.

—¿Cuál era el otro número? —insistió.

—¿Por qué quiere saberlo?

Smiley se acercó y se puso a su lado, junto a la ventana, observando su perfil. De pronto, su voz se hizo áspera y enérgica.

—Dije que la chica estaba sana y salva. Usted y yo estamos vivos también. Pero no crea que eso va a durar.

Ella se volvió hacia él con un destello de miedo en los ojos, le miró un momento y luego inclinó la cabeza. Smiley la llevó del brazo hasta una butaca. Ella se sentó maquinalmente, casi con la ausente expresión de la locura incipiente.

—El otro número era noventa y siete cuarenta y siete.

—Y dirección…, ¿tenía alguna dirección?

—No, ninguna dirección. Sólo el teléfono. Con trucos por teléfono. Sin dirección —repitió, con énfasis poco natural, hasta el punto de que Smiley la miró con asombro.

De pronto, se le ocurrió algo: el recuerdo de la habilidad de Dieter para la comunicación.

—Freitag no la vio a usted la noche que murió Fennan, ¿verdad? ¿No fue al teatro?

—No.

—Esa era la primera vez que faltaba, ¿verdad? Usted sintió pánico y se marchó antes del final.

—No…, si, sí, sentí pánico.

—¡No, no lo sintió! Se marchó pronto porque tenía que hacerlo: eso era lo convenido. ¿Por qué se marchó temprano? ¿Por qué?

Ella se tapó la cara con las manos.

—¿Sigue estando loca? —gritó Smiley—. ¿Sigue creyendo que puede dominar lo que ha hecho? Freitag la matará a usted; matará a la chica: matará, matará. ¿A quién trata usted de proteger, a una muchacha o a un asesino?

Ella lloraba sin decir nada. Smiley se acurrucó a su lado, sin dejar de gritar.

—Yo le diré por qué se marchó antes de terminar el espectáculo, ¿quiere? Le diré lo que pienso. Era para alcanzar el último correo de esa noche desde Weybridge. Él no había ido, usted, obedeciendo sus instrucciones, no cambió con él el ticket del guardarropa, ¿verdad? Le mandó el ticket por correo, y tiene una dirección, no escrita, sino recordada, recordada para siempre: «Si surge algún problema, si no voy, esa es la dirección». ¿Es eso lo que él dijo? ¿Una dirección para no usar nunca ni hablar siquiera de ella; una dirección olvidada y recordada para siempre? ¿Es verdad? ¡Dígame!

Ella se levantó, sin mirarle, se acercó a la mesa y buscó un papel y un lápiz. Las lágrimas seguían deslizándose por su cara. Con angustiosa lentitud escribió la dirección; la mano le temblaba y casi se detenía entre las palabras.

Él le quitó el papel, lo dobló cuidadosamente por la mitad y se lo metió en la cartera. Entonces él quiso hacerle té.

Parecía una niña salvada del mar. Se sentó en el borde del sofá sosteniendo apretadamente la taza en sus frágiles manos, estrechándola contra su cuerpo. Sus delgados hombros se encorvaban hacia adelante; sus pies y tobillos se juntaban fuertemente. Smiley, al mirarla, comprendió que había roto algo que no debió haber tocado jamás, porque era muy frágil. Se sintió convertido en un chulo obsceno y grosero, con su ofrecimiento de té como recompensa fútil por su tosquedad.

No encontraba nada que decir. Al cabo de un rato, ella dijo:

—Él sintió simpatía por usted, ya sabe. De veras, resultó simpático… Dijo que usted era un buen hombre, muy listo. Era una gran sorpresa que Samuel llamara listo a alguien. —Movió lentamente la cabeza. Tal vez aquella reacción fue lo que la hizo sonreír—. Decía con frecuencia que había dos fuerzas en el mundo, la positiva y la negativa.

«¿Qué hacer entonces», me solía preguntar, «dejarles que echen a perder su cosecha porque me dan pan? La creación, el progreso, el poder, todo el futuro de la humanidad aguarda a sus puertas. ¿No voy a dejarlos entrar?». Y yo le decía: «Pero, Samuel, a lo mejor la gente es feliz sin esas cosas». Pero usted sabe que él no imaginaba gente así.

»No pude detenerlo. ¿Sabe la cosa más rara de Fennan? A pesar de tanto pensar y tanto hablar, había decidido hacía ya mucho tiempo lo que iba a hacer. Todo lo demás era poesía. No era un hombre coordinado, eso es lo que yo solía decirle…

—Y usted le ayudaba —dijo Smiley.

—Sí, yo le ayudaba. Quería ayuda, así que yo se la daba. Él era mi vida.

—Ya veo.

—Fue un error. Era un chiquillo, ya ve. Se olvidaba de las cosas igual que un niño. ¡Y tan vanidoso! Cuando había decidido lo que iba a hacer, lo hacía muy mal. No pensaba en ello como usted o como yo. Sencillamente, no pensaba en ello de ese modo. Era su trabajo, y eso era todo.

»Empezó de un modo muy sencillo. Una noche trajo a casa el borrador de un telegrama y me lo enseñó. Dijo: “Creo que Dieter debería verlo”. Eso fue todo. Yo no podía creerlo… que fuera un espía, quiero decir. Porque lo era, ¿no es verdad? Y poco a poco me fui dando cuenta. Empezaron a pedir cosas especiales. La cartera de música que traía, devuelta por Freitag, empezó a contener órdenes, y a veces dinero. Yo le dije: “Mira lo que te mandan; ¿quieres esto?”. No sabíamos qué hacer con el dinero. Al final, regalamos la mayor parte, no sé por qué. Dieter se puso muy furioso aquel invierno cuando se lo dije.

—¿Qué invierno fue ese? —preguntó Smiley.

—El segundo invierno con Dieter: el cincuenta y seis, en Mürren. Le habíamos conocido en enero del cincuenta y cinco. Fue entonces cuando empezó. Y ¿quiere saber una cosa? Hungría no representó ninguna diferencia para Samuel. Dieter entonces estaba preocupado por él; lo sé porque me lo dijo Freitag. Cuando Fennan me dio las cosas para llevar a Weybridge aquel noviembre, yo casi me volví loca. Le grité: «¿No puedes ver que es lo mismo? ¿Los mismos cañones, los mismos niños muriendo por las calles? Sólo el sueño ha cambiado: la sangre es del mismo color. ¿Es eso lo que quieres?». Le pregunté: «¿Harías eso también por los alemanes? Si fuera yo quien cayera en el arroyo, ¿les dejarías que me lo hicieran a mí?». Pero él dijo solamente: «No, Elsa, esto es diferente». Y yo seguí llevando la cartera de música. ¿Comprende?

—No sé. No sé. Quizá sí.

—Él era todo lo que yo tenía. Él era mi vida. Me protegí a mí misma, supongo. Y poco a poco me convertí en una parte de eso, y luego ya era demasiado tarde para detenerse… Y luego, ¿sabe? —dijo en un susurro—, había veces en que me alegraba, veces en que el mundo parecía aplaudir lo que hacía Samuel. No era un bonito espectáculo para nosotros la nueva Alemania. Volvían viejos nombres, nombres que nos asustaban de niños. Volvía el terrible orgullo pomposo; se podía ver hasta en las fotografías de los periódicos: marchaban con el antiguo ritmo. Fennan también lo notaba, pero, él no había visto lo que yo.

»Nos habían llevado a un campo de concentración junto a Dresde, donde vivíamos. Mi padre estaba paralítico. Lo que más echaba de menos era el tabaco, y yo le liaba cigarrillos con cualquier basura que pudiera encontrar en el campo… sólo por fingir. Un día, un vigilante que lo vio fumando se echó a reír. Llegaron otros y también se rieron. Mi padre tenía el cigarrillo en su mano paralítica, y le quemaba los dedos. No se daba cuenta, ya ve.

»Sí, cuando les dieron cañones otra vez a los alemanes, y les dieron dinero y uniformes, entonces, a veces, sólo por un rato, me gustaba lo que había hecho Samuel. Somos judíos, ¿sabe usted?, y por eso…

—Sí, lo sé, lo comprendo —dijo Smiley—. Yo también vi algunas cosas.

—Dieter —dijo que usted había visto.

—¿Dijo eso Dieter?

—Sí. A Freitag. Le dijo a Freitag que usted era muy listo. Una vez usted había engañado a Dieter, antes de la guerra, y sólo al cabo de mucho tiempo lo descubrió: eso es lo que dijo Freitag. Dijo que usted era el mejor de cuantos había conocido.

—¿Cuándo le dijo eso Freitag?

Ella le miró durante largo rato. Smiley nunca había visto en ningún rostro una aflicción tan desesperanzada. Recordó cómo le había dicho en otra ocasión: «Los hijos de mi dolor han muerto». Ahora lo comprendía, y lo oyó en su voz cuando por fin ella habló:

—Pues ¿no está claro? La noche en que asesinó a Samuel. Esa es la gran broma, señor Smiley. En el mismo instante en que Samuel podía haber hecho tanto por ellos (no un poco aquí y un poco allá, sino todo el tiempo, muchas carteras de música), en ese momento, su propio miedo les destruyó, les convirtió en animales y les hizo matar lo que habían hecho.

»Samuel siempre decía: “Ganarán, porque saben, y los otros perecerán porque no saben: los hombres que trabajan por un sueño, son capaces de trabajar para siempre”. Eso es lo que dijo. Pero yo conocía el sueño de ellos, y sabía que nos destruiría. ¿Qué sueño no ha destruido? Hasta el de Cristo.

—Entonces ¿fue Dieter quien me vio en el parque con Fennan?

—Sí.

—Y pensó…

—Sí. Creyó que Samuel le había traicionado. Dijo a Freitag que matara a Samuel.

—¿Y la carta anónima?

—No sé. No sé quién la escribió. Alguien que conocía a Samuel, supongo; alguien de la oficina, que le observaba y sabía. O de Oxford, o del partido. No sé. Samuel tampoco lo sabía.

—Pero la carta de suicidio…

Ella le miró con el rostro descompuesto. Casi lloraba otra vez. Inclinó la cabeza.

—La escribí yo. Freitag trajo el papel, y yo la escribí. La firma ya estaba. Era la firma de Samuel.

Smiley se acercó a ella, se sentó a su lado en el sofá y le cogió la mano. Ella se volvió hacia él con furia y empezó a chillarle:

—¡Quíteme las manos de encima! ¿Cree que estoy con ustedes porque no soy de ellos? ¡Váyase! Váyase a matar a Freitag y a Dieter. Mantenga animado el juego, señor Smiley. Pero no crea que estoy de su parte, ¿me oye? Porque soy la judía errante, la tierra de nadie, el campo de batalla para vuestros soldaditos de juguete. Me puede dar patadas y pisotearme, vea, pero nunca, nunca tocarme y decirme que lo siente mucho, ¿me oye? ¡Ahora váyase! Váyase a matar.

Seguía sentada, tiritando como de frío. Al llegar a la puerta, él miró hacia atrás. No había lágrimas en sus ojos.

Mendel le esperaba en el coche.