Capítulo VI
Té y comprensión

Seguía lloviendo cuando llegó. Mendel estaba en su jardín, con el sombrero más extraordinario que Smiley vio jamás. Había empezado la vida como anzac del ejército australiano y neozelandés, pero su enorme ala colgaba toda, de modo que a lo que más se parecía era a un hongo muy alto. Mendel estaba meditando sobre un tocón, con un hacha de perverso aspecto obedientemente blandida por su musculosa mano derecha.

Miró un momento a Smiley con ojos penetrantes, y luego una sonrisa cruzó lentamente su cara delgada, mientras le tendía la mano.

—Conflictos —dijo Mendel.

—Conflictos.

Smiley le siguió por el sendero hasta la casa, cómoda y de estilo muy «afueras».

—No hay fuego en el cuarto de estar: acabo de volver. ¿Qué le parece una taza de té en la cocina?

Fueron a la cocina. A Smiley le divirtió la extremada limpieza, la pulcritud casi femenina de todo lo que le rodeaba. Sólo el calendario de la policía colgado de la pared malograba la ilusión. Mientras Mendel ponía agua a hervir y se atareaba con tazas y platitos, Smiley contó con frialdad lo que había ocurrido en Bywater Street. Cuando terminó, Mendel le miró en silencio durante largo rato.

—Pero ¿por qué le invitó a entrar?

Smiley parpadeó y enrojeció un poco.

—Eso es lo que yo me pregunté. Por un momento casi me hizo perder la serenidad. Fue una suerte que tuviera el paquete.

Tomó un sorbo de té.

—Sin embargo, no creo que se dejara engañar por el paquete. Tal vez sí, pero lo dudo. Lo dudo mucho.

—¿No se engañó?

—Bueno, yo no me habría engañado. Un hombrecillo que se apea de un Ford y entrega a domicilio paquetes de ropa blanca… ¿Quién podría haber sido yo? Además, pregunté por Smiley y luego no quise verle. Tuvo que pensar que era bastante raro.

—Pero ¿qué buscaba? ¿Qué quería hacer con usted? ¿Quién supuso que era?

—Ese es precisamente el asunto, eso es, ya ve Creo que era a mí a quien esperaba, pero desde luego no sospechó que fuese a tocar el timbre. Le pillé desprevenido. Creo que quería liquidarme Por eso me invitó a entrar. Me reconoció, pero sin estar demasiado seguro, probablemente por una fotografía.

Mendel le miró en silencio durante un rato.

—¡Demonios! —dijo.

—Suponga que tengo razón en todo —continuó Smiley—. Suponga que Fennan fue asesinado anoche y yo haya estado a punto de serlo esta mañana. Bueno, a diferencia de su oficio, en el mío, normalmente, no salimos a asesinato por día.

—¿Qué pretendía?

—No lo sé. No sé nada en absoluto. Acaso, antes de seguir adelante, convendría que se informara sobre estos coches. Estaban aparcados en Bywater Street esta mañana.

—¿Por qué no lo hace usted mismo?

Smiley le miró desconcertado durante un segundo. Luego cayó en la cuenta de que no había hablado de su dimisión.

—Perdón. No se lo dije, ¿verdad? Esta mañana presenté mi renuncia. Me las arreglé para hacerlo antes de que me pusieran en la calle. Así que estoy libre como el viento. Y poco más o menos sin trabajo.

Mendel cogió la lista de números y fue al vestíbulo a telefonear. Volvió unos minutos después.

—Me llamarán dentro de una hora —dijo—. Vamos allá. Le enseñaré todas mis posesiones. ¿Entiende usted algo de abejas?

—Bueno, un poco, sí. En Oxford me picó la mosca de la afición a la historia natural.

Iba a decir a Mendel cómo había luchado con los textos de Goethe sobre la metamorfosis de las plantas y los animales, con la esperanza de descubrir, como Fausto, «lo que sostiene el mundo en su punto más intimo». Quería explicar por qué era imposible entender la Europa del siglo XIX sin un conocimiento eficaz de las ciencias naturales; se sentía grave y lleno de pensamientos importantes, y en el fondo sabía que era porque su cerebro luchaba con los acontecimientos del día, y estaba en plena excitación nerviosa. Tenía húmedas las palmas de las manos.

Mendel le hizo salir por la puerta de atrás: tres colmenas bien cuidadas hallaban dispuestas contra el bajo muro de ladrillo que corría a lo largo del extremo del jardín. De pie, bajo la llovizna, Mendel dijo:

—Siempre he querido cuidarlas y ver de qué se trata todo eso. He leído montones de cosas. Me deja tieso de espanto, se lo puedo asegurar. ¡Curiosos bichos!

Asintió un par de veces con la cabeza para corroborar su afirmación, y Smiley volvió a mirarle con interés. Su rostro era delgado, pero musculoso; su expresión, nada comunicativa. Llevaba el pelo, de color gris hierro, muy corto y erizado. Parecía indiferente a la intemperie, y la intemperie a él. Smiley conocía exactamente la vida que había detrás de Mendel. En policías de todo el mundo, vio siempre la misma piel de cuero, las mismas reservas de paciencia, de acritud y de cólera. Podía adivinar las largas e inútiles horas de vigilancia bajo cualquier estado del tiempo, esperando a alguien que a lo mejor no llegaría nunca… o que llegaría y se iría demasiado rápidamente. Y sabía hasta qué punto Mendel y los que eran como él estaban a la merced de personalidades: caprichosas y amenazadoras, nerviosas y versátiles, y de vez en cuando sensatas y comprensivas. Sabía cómo los hombres inteligentes pueden malograrse por la estupidez de sus superiores; cómo semanas de trabajo paciente, durante día y noche, podían ser dejadas de lado por alguien así.

Mendel le llevó por el precario sendero hecho de piedras rotas hasta las colmenas, y, olvidándose en todo momento de la lluvia, empezó a desmontar una en piezas, enseñando y explicando. Hablaba entrecortadamente, con pausas muy largas entre las frases, señalando exacta y lentamente, con sus delgados dedos.

Por último volvieron a la casa, y Mendel le enseñó los dos cuartos de abajo. En el cuarto de estar todo estaba adornado con flores: cortinas y alfombra de flores, fundas floreadas en el mobiliario. En una pequeña estantería de un rincón, había unos jarrones y un par de pistolas muy bonitas junto a una copa de tiro al blanco.

Smiley le siguió al piso de arriba. En el descansillo se olía la parafina de la estufa, y se ola el malhumorado burbujeo del depósito de agua del retrete.

Mendel le enseñó su alcoba.

—Cuarto nupcial. Compré la cama en un saldo por una libra. Colchón de muelles. Es curioso lo que se puede encontrar. Las alfombras son ex reina Isabel. Las cambian todos los años. Las compré en un almacén de Watford.

Smiley se quedó en el umbral, sin saber porqué, un poco cohibido. Mendel se volvió y se le adelantó para abrir la puerta de la otra alcoba.

—Y este es su cuarto. Si lo quiere. —Se volvió hacia Smiley—. Yo, si fuera usted, no me quedaría en su casa esta noche. Nunca se sabe, ¿verdad? Además, dormirá mejor aquí. El aire es más sano.

Smiley empezó a protestar.

—Allá usted. Haga lo que quiera. —Mendel se volvió huraño y cohibido—. Hablando con toda franqueza, no logro comprender su trabajo mejor de como usted comprende nuestra tarea de policía. Haga lo que quiera. Por lo que sé de usted, sabe cuidarse.

Bajaron las escaleras. Mendel había encendido el fuego de gas en el cuarto de estar.

—Bueno, por lo menos tendrá que darme de cenar esta noche —dijo Smiley.

Sonó el teléfono en el vestíbulo. Era la secretaria de Mendel, por lo de las matrículas de los coches.

Volvió Mendel y dio a Smiley una lista de siete nombres y direcciones. Cuatro de los siete podían descontarse: las direcciones registradas estaban en Bywater Street. Quedaban tres: un coche alquilado, de la empresa Adam Scarr e Hijos, de Battersea, una camioneta de reparto de la Compañía Ladrillera del Severn, Eastbourne, y el tercero figuraba como propiedad del embajador de Panamá.

—Tengo un agente en la Embajada de Panamá. Allí no habrá ninguna dificultad: sólo tienen tres coches a disposición de la Embajada.

—Battersea no está lejos —continuó Mendel—. Podríamos dejarnos caer por allí. En su coche.

—No faltaba más, no faltaba más —dijo rápidamente Smiley— y podemos cenar en Kensington. Reservaré una mesa en el Entrechat.

Eran las cuatro. Charlaron un rato, sentados, de modo un poco inconexo, sobre las abejas y el cuidado de la casa. Mendel muy a gusto, y Smiley siempre preocupado y torpe, esforzándose para que su manera de hablar no pareciera demasiado suficiente. Podía suponer lo que hubiese dicho Ann sobre Mendel. Le habría tomado mucho cariño, le habría considerado una gran persona, y, adoptando una voz y una expresión especiales para imitarle, habría hecho una leyenda de él, hasta que encajara en sus vidas y dejase de ser un misterio. «Pero ¡quién hubiera pensado que podía ser tan de su casa! El hombre que menos habría imaginado que pudiese decirme dónde se compra barato el pescado. Y qué casita más mona, sin pretensiones. Forzosamente ha de saber que esos jarrones son abominables, y no le importa. Me parece delicioso. Sapito, tienes que invitarle a cenar. De veras: no es para reírse de él, sino para quererle».

Él no le habría invitado, desde luego, pero Ann se iba a poner contenta: habría encontrado la manera de tenerle simpatía. Y una vez hecho eso, lo hubiera olvidado.

Eso era lo que necesitaba Smiley, en realidad: una manera de tomarle afecto. No era tan rápido como Ann en encontrarla. Pero Ann era Ann. Casi había asesinado una vez a un sobrino suyo que estudiaba en Eton, por beber clarete con el pescado. Pero si Mendel hubiera encendido la pipa mientras ella tomaba su crêpe suzette, probablemente no se habría dado cuenta.

Mendel hizo más té y se lo tomaron. Cerca de las cinco y cuarto se pusieron en marcha hacia Battersea con el coche de Smiley. Por el camino, Mendel compró un periódico de la tarde. Lo leyó con dificultad, aprovechando la luz de los faroles. Al cabo de unos minutos, exclamó con repentino veneno:

Krauts, asquerosos krauts. ¡Dios mío, cómo les odio!

—¿Krauts?

Krauts, hunos, teutones, los malditos alemanes. No daría seis peniques por todos juntos. Carnívoros borregos coloradotes. Otra vez dando patadas a los judíos. A todos nosotros. Se les derriba, se les pone en pie. Perdonar y olvidar. Me gustaría saber por qué demonios hay que olvidar. ¿Por qué olvidar el robo, el asesinato y la violación? ¿Sólo porque fueron millones quienes los cometieron? Señor, un pobre desgraciado, un empleadillo de Banco pellizca diez chelines y se le echa encima toda la policía. Pero Krupp y toda esa masa… ¡ah, no! Diablos, si yo fuera un judío en Alemania, me…

Smiley se despertó de pronto por completo:

—¿Qué haría usted? ¿Qué haría, Mendel?

—Bueno, supongo que lo aguantaría. Ahora se trata de estadísticas, política. No es sensato darles bombas H; así que es política. Y ahí están los yanquis… Millones de judíos frescos en América. ¿Y qué hacen? Al cuerno todo: les dan más bombas a los krauts. Todos amigos y juntos… A volarse los unos a los otros.

Mendel temblaba de cólera, y Smiley se quedó callado un rato, pensando en Elsa Fennan.

—¿Cuál es la respuesta? —preguntó, por decir algo.

—Dios lo sabe —dijo Mendel, con furia.

Entraron en Battersea Bridge Road y pararon junto a un guardia que estaba inmóvil en la acera. Mendel enseñó su carnet de inspector.

—¿El garaje de Scarr? Bueno, apenas si es un garaje; más bien una especie de solar. Sobre todo, negocia en chatarra, y coches de segunda mano. Si no sirven para una cosa, servirán para la otra, es lo que dice Adam. Tendrán que bajar por Prince of Wales Drive hasta llegar al hospital. Allí está metido, entre un par de casas prefabricadas. En realidad es un terreno bombardeado. El viejo Adam tapó los agujeros con unos escombros y nadie se ha presentado jamás para instalarse allí.

—Parece saber muchas cosas suyas —dijo Mendel.

—¡Cómo no! Algunas veces he tenido que pararle la mano. Hay pocas cosas en los códigos de justicia en que no haya andado metido el tal Adam. Scarr es uno de nuestros reincidentes empedernidos.

—Bueno, bueno ¿Ahora hay algo contra él?

—No sabría decirle. Pero en cualquier momento se le puede meter a la sombra por apuestas ilegales. Adam, prácticamente, ya está bajo la ley.

Marcharon hacia el hospital de Battersea. El parque, a su derecha, aparecía negro y hostil detrás de las farolas.

—¿Qué es eso de bajo la ley? —preguntó Smiley.

—¡Ah, es sólo una broma! Se refiere a los antecedentes penales, mientras uno se encuentra en arresto preventivo… Cuestión de años. Parece que es un tipo como hecho a mi medida —continuó Mendel—. Déjelo de mi cuenta.

Encontraron el solar como lo había descrito el guardia, entre dos ruinosos edificios prefabricados, en una incierta fila de barracones construidos en el terreno bombardeado. Cascotes, escorias y basuras por todas partes. Trozos de amianto, madera y hierro viejo, seguramente adquiridos por el señor Scarr para reventa o aprovechamiento, se amontonaban en un rincón, apenas iluminado por el pálido fulgor que salía de la construcción prefabricada de más allá. Los dos hombres miraron a su alrededor en silencio durante un momento. Luego Mendel se encogió de hombros, se metió dos dedos en la boca y lanzó un agudo silbido.

—¡Scarr! —llamó.

Silencio. La luz exterior de la construcción se encendió, y tres o cuatro coches fabricados antes de la guerra, en diversos estados de deterioro, se hicieron vagamente perceptibles.

Se abrió lentamente la puerta, y una chiquilla de unos doce años salió al umbral.

—¿Está tu papá, guapa? —preguntó Mendel.

—¡Qué va! Se ha ido al Prodi, supongo.

—Muy bien, guapa. Gracias.

Volvieron a la calle.

—¿Qué diablos es el Prodi? si se puede saber —dijo Smiley.

—«La ternera del hijo pródigo»: una taberna que hay al doblar la esquina. Podemos ir andando: está a unos cien pasos. Deje el coche aquí.

Era justamente la hora de abrir las tabernas. La sala estaba vacía, y mientras esperaban a que apareciera el dueño, la puerta se abrió de un empellón y entró un hombre muy gordo vestido de negro. Se acercó derecho a la barra y golpeó el mostrador con una media corona.

—¡Will! —gritó—, asoma la jeta: tienes clientes, tío con suerte. —Se volvió a Smiley—. Buenas tardes, amigo.

Desde la trastienda de la taberna replicó una voz:

—Diles que dejen el dinero en el mostrador y vuelvan más tarde.

Durante unos instantes, el hombre gordo se quedó mirando en suspenso a Mendel y Smiley, y luego, de repente, lanzó una carcajada.

—No son esos, Will. Esos vienen en serio.

La broma le hizo tanta gracia que se vio obligado a sentarse en el banco que corría a lo largo de un lado de la sala. Con las manos apoyadas en las rodillas, los anchos hombros sacudidos por la risa y las lágrimas corriéndole por las mejillas, de vez en cuando exclamaba:

—¡Vaya, hombre, vaya! —Y tomaba aliento para otro estallido de hilaridad.

Smiley le miró con interés. Llevaba un cuello duro blanco, muy sucio, con puntas redondeadas, una corbata roja con flores, prendida por fuera del chaleco negro, botas militares y un traje negro reluciente, muy ajado y sin vestigio alguno de raya en los pantalones. Los puños de su camisa estaban negros de sudor, mugre y aceite de motor, y sujetos con clips retorcidos en un nudo.

Apareció el dueño para atender a los encargos. El desconocido pidió un whisky doble con vino de jengibre, y se lo llevó en seguida a la sala, donde ardía un fuego de carbón. El tabernero le miró con disgusto.

—Ya está otra vez ese tío asqueroso. No quiere pagar los precios de mesa, pero le gusta el fuego.

—¿Quién es? —preguntó Mendel.

—¿Ese? Scarr. Se llama Adam Scarr. Dios sabe por qué Adam. Habría que verle en el Jardín del Edén. ¡Asquerosamente grotesco, eso es! Dicen por aquí que si Eva le diera una manzana se la comería con corazón y todo. —El tabernero se chupó los dientes y movió la cabeza. Luego gritó a Scarr—: Pero sigues valiendo para el negocio, ¿eh? ¿Verdad, Adam? Vienen desde muchas millas a verte, ¿verdad? Monstruo adolescente venido del espacio, eso eres tú. Ven y mira. Adam Scarr, una ojeada y firmas el contrato.

Más carcajadas. Mendel se inclinó hacia Smiley.

—Espéreme en el coche. Será mejor que no se meta en esto. ¿Tiene un billete de cinco?

Smiley sacó cinco libras de la cartera, asintió con la cabeza y se marchó. No podía imaginar nada más terrible que tratar con Scarr.

—¿Usted es Scarr? —dijo Mendel.

—Correcto, amigo.

—TRX cero ocho nueve uno. ¿Es su coche?

El señor Scarr frunció el ceño sobre su whisky con jengibre. La pregunta parecía entristecerle.

—¿Qué? —dijo Mendel.

—Era, caballero, era.

—¿Qué demonios quiere decir?

Scarr levantó un poco la mano derecha y luego la dejó caer suavemente.

—Aguas turbias, caballero, aguas muy turbias.

—Oiga, tengo otras teclas que tocar y mucho más importantes que usted. No suelo tener mucha correa, ¿entendido? Me cisco en todo su tinglado. ¿Dónde está ese coche?

Scarr pareció estimar en todo su valor esas palabras.

—Ya veo por dónde va, amigo. Desea información.

—Pues claro que sí, ¡nos ha fastidiado!

—Estos tiempos son muy duros, caballero. El coste de la vida, amigo mío, es como una estrella ascendente. La información es un artículo, un artículo de comercio, ¿no?

—Dígame quién alquiló ese coche y no se morirá de hambre.

—Ahora no me muero de hambre, amigo. Quiero comer mejor.

—Uno de cinco.

Scarr terminó su bebida y dejó el vaso ruidosamente en la mesa. Mendel se levantó y le invitó a otro.

—Me lo han birlado —dijo Scarr—. Hacía años que lo alquilaba sin conductor. Por el depo.

—¿El qué?

—El depósito. Un tipo necesita un coche para un día. Se le piden veinte pavos en billetes como depósito, ¿eh? Cuando vuelve, debe cuarenta chelines, ¿me sigue? Se le da un cheque de treinta y ocho pavos, se le inscribe en los libros en la columna de gastos, y la operación nos vale uno de diez. ¿Digiere la cosa?

Mendel asintió.

—Bueno, hace tres semanas llegó un tipo. Alto él, del Norte, con cuartos, eso es. Con bastón. Pagó el depósito, se llevó el coche y no he vuelto a verle a él ni al coche. Un robo.

—¿Por qué no lo denunció a la policía?

Scarr se detuvo y tomó un sorbo del vaso. Miró tristemente a Mendel.

—Varios factores hablarían en contra de ello, caballero.

—¿Quiere decir que usted también lo había robado?

Scarr pareció escandalizado.

—He oído más tarde rumores alarmantes sobre la persona de quien conseguí el vehículo. No quiero decir más —añadió piadosamente.

—Cuando le alquiló el coche, llenó los impresos, ¿no? ¿El seguro, el recibo y todo eso? ¿Dónde están?

—Falso, todo falso. Me dio una dirección en Ealing: fui allá y no existía. No cabe duda de que el nombre era también inventado.

Mendel enrolló los billetes en el bolsillo y se los alargó a Scarr por encima de la mesa. Scarr los desenrolló y, sin la menor violencia, los contó a la vista de cualquiera que quisiera mirar.

—Sé dónde encontrarle —dijo Mendel—, y sé unas cuantas cosas sobre usted. Si lo que me ha colocado es un petardo, le voy a partir su maldito cuello.

Volvía a llover y Smiley lamentó no haberse comprado un sombrero. Cruzó la calle, entró por el callejón donde estaba el establecimiento del señor Scarr y se acercó al coche. No había nadie en la calle, y estaba extrañamente silenciosa. A doscientos metros más abajo, el Hospital General de Battersea, pequeño y nítido, lanzaba numerosos haces de luz a través de sus ventanas sin cortinas. El pavimento estaba muy mojado, y el eco de sus propios pasos era tenso e inquietante.

Llegó a la altura del primero de los dos edificios prefabricados que limitaban el solar de Scarr. Allí había un coche aparcado, con los faros encendidos. Curioso, Smiley giró abandonando el callejón y se acercó a él. Era un viejo «MG» salón, probablemente verde, o de ese color pardo que tenían antes de la guerra. La matrícula estaba iluminada apenas y cubierta de barro. Se agachó a leerla, siguiendo los signos con el índice: TRX 0891. Claro; ese era uno de los números que había apuntado aquella mañana.

Oyó unos pasos detrás de él y, se incorporó, volviéndose a medias. Había empezado a levantar el brazo cuando cayó de golpe.

Fue un golpe terrible: creyó que el cráneo se le partía en dos. Al caer, pudo notar la sangre caliente corriendo libremente sobre su oreja izquierda.

«¡Otra vez no, Dios mío, otra vez no!», pensó Smiley. Pero apenas sintió lo demás. Sólo una visión de su propio cuerpo, muy lejos, rompiéndose lentamente como una roca; agrietado y partido en fragmentos, y luego nada. Nada más que el calor de su propia sangre al deslizarse por su cara y caer sobre las escorias, y a lo lejos, los golpes de los picapedreros. Pero allí no. Mucho más lejos.