Volviendo tranquilamente a Londres, Smiley olvidó la presencia de Mendel.
En otros tiempos, la simple ocupación de conducir un coche había sido un alivio para él. Entonces, en la irrealidad de un largo viaje solitario, encontraba un paliativo para su turbado cerebro, y la fatiga de conducir le permitía olvidar preocupaciones más graves.
Posiblemente, uno de los más sutiles signos de la madurez era que ya no podía someter así a su mente. Ahora necesitaba medidas más radicales: incluso en una ocasión había intentado imaginarse un paseo a través de una ciudad europea; anotando, por ejemplo, las tiendas y edificios de Berna, ante los cuales pasaría yendo desde la catedral a la universidad. Pero, a pesar de tan enérgico ejercicio mental, los espectros del tiempo presente surgían como intrusos y desalojaban a sus sueños. Era Ann quien le había robado la paz; Ann, que en otro tiempo dio tanta importancia al presente y le enseñaba de tal manera el hábito de la realidad que, cuando se marchó, no quedó nada.
No podía creer que Elsa Fennan hubiera matado a su marido. Su instinto debió de impulsarla a defender y resguardar los tesoros de su vida, construir en torno a ella los símbolos de una existencia normal. No había en ella agresividad, ni otro deseo que salvaguardar lo que poseía.
Pero ¿quién podía asegurar nada? ¿Qué había escrito Hermann Hesse?: «Es extraño errar en la niebla: cada cual está solo en ella. Ningún árbol conoce a su vecino. Cada cual está solo». No sabemos nada unos de otros, nada, reflexionaba Smiley. Por muy estrechamente que vivamos, en cualquier momento del día o de la noche en que nos sondeemos mutuamente con los más profundos pensamientos, no sabemos nada. ¿Cómo puedo juzgar a Elsa Fennan? Creo que comprendo su sufrimiento y sus mentiras dictadas por el miedo, pero ¿qué sé de ella? Nada.
Mendel señalaba un poste indicador.
—Por ahí vivo. Mitcham. No es mal sitio, realmente. Me harté de las residencias de solteros y compré un decente apartamento semiindependiente ahí abajo. Para cuando me retire.
—¿Su retiro? Falta mucho para eso.
—Sí. Tres días. Por eso me dieron este trabajo. No tiene nada de particular, sin complicaciones. Dádselo al viejo Mendel; él lo liquidará.
—Bueno, bueno. Supongo que el lunes estaremos los dos sin trabajo.
Llevó a Mendel hasta Scotland Yard, y siguió en dirección a Cambridge Circus.
Al entrar en el edificio, se dio cuenta de que todos lo sabían. En su manera de mirar; algún matiz diferente en sus miradas, en su actitud. Fue directamente al despacho de Maston. La secretaria de Maston estaba en su mesa y levantó los ojos rápidamente al verle entrar.
—¿Está el consejero?
—Sí. Le espera. Está solo. Voy a llamar y a entrar.
Pero Maston había abierto la puerta y le llamaba. Llevaba chaqueta negra y pantalones a rayas. Ahí viene el tipo de cabaret, pensó Smiley.
—He tratado de ponerme en contacto con usted. ¿No recibió mi recado? —dijo Maston.
—Sí, pero no me fue posible hablar con usted.
—No acabo de entender.
—Bueno, no creo que Fennan se suicidara…, creo que fue asesinado. No podía decírselo por teléfono.
Maston se quitó los lentes y miró a Smiley con estupor.
¿Asesinado? ¿Por qué?
—Bueno, si aceptamos la hora indicada en su carta, Fennan escribió la carta a las diez y media de anoche.
—¿Y qué?
—Pues que a las ocho menos cinco de la tarde había llamado a la Central pidiendo que le avisaran a las ocho y media de la mañana siguiente.
—¿Cómo demonios lo sabe?
—Yo estaba allí esta mañana cuando llamó la Central. Cogí el teléfono creyendo que podría ser el Departamento.
—¿Cómo puede afirmar que fue Fennan quien solicitó la llamada?
—Hice averiguaciones. La chica de la Central conocía bien la voz de Fennan. Asegura que fue él, y que había llamado a las ocho menos cinco de la noche anterior.
—¿De manera que Fennan y la chica se conocían?
—No, por Dios. Simplemente que alguna vez habían intercambiado alguna que otra broma.
—¿Y cómo deduce de esto que fue asesinado?
—Pregunté a su mujer sobre esa llamada…
—¿Y?
—Mintió. Dijo que la había pedido ella misma.
Aseguró que era terriblemente distraída; que algunas veces, cuando tiene una cita importante, llama a la Central para que la avisen, como quien se hace un nudo en el pañuelo. Y otra cosa: un momento antes de pegarse un tiro, se hizo un poco de cacao. No se lo bebió.
Maston escuchaba en silencio. Al fin sonrió y se levantó.
—Parece que queremos llevarnos la contraria —dijo—. Le mando a usted allá para que descubra por qué se ha pegado un tiro Fennan. Vuelve y dice que no se lo pegó. No somos policías, Smiley.
—No. A veces no sé lo que somos.
—¿Ha oído hablar de algo que afecte nuestra posición, que explique el hecho? ¿Algo que justifique su carta?
Smiley vaciló antes de responder. Lo había previsto.
—Sí. La señora Fennan me ha hecho saber que su marido se mostró muy alterado después de la entrevista. —Igual daría que oyera toda la historia—. Estaba obsesionado, no podía dormir después de eso. Ella tuvo que darle un sedante. Su informe sobre la reacción de Fennan a mi entrevista justifica ampliamente la carta. —Permaneció en silencio durante un minuto, parpadeando con cierta estupidez al vacío—. Lo que trato de decir es que no la creo. No creo que Fennan escribiera esa carta, ni que tuviera ninguna intención de morir. —Se volvió hacia Maston—. Sencillamente, no podemos desdeñar las faltas de coherencia. Otra cosa —y se lanzó de cabeza—: No he pedido que se haga una comparación pericial, pero hay una semejanza entre la carta anónima y la de Fennan. El tipo de letra parece idéntico. Es ridículo, pero ahí está. Deberíamos avisar a la policía: darle a conocer los hechos.
—¿Hechos? —dijo Maston—. ¿Qué hechos? Suponga que ella mintió. Es una mujer rara; según mis noticias, extranjera, judía. Dios sabe todo lo que sucede en su cerebro. Me han dicho que sufrió en la guerra, perseguida y demás. Quizá vea en usted al opresor, al inquisidor. Advierte que usted se empeña en algo, se asusta y le cuenta la primera mentira que le pasa por la cabeza. ¿La convierte eso en criminal?
—Entonces ¿por qué Fennan pidió la llamada? ¿Por qué se preparó algo que tomar antes de acostarse?
—¿Quién puede saberlo? —La voz de Maston ahora era más matizada, más persuasiva—. Si usted o yo, Smiley, nos viéramos llevados alguna vez a ese temible punto en que decidimos destruirnos, ¿quién puede decir cuáles serían nuestros últimos pensamientos en esta tierra? ¿Y qué ocurre con Fennan? Ve su carrera arruinada: su vida no tiene sentido. ¿No es concebible que, en un momento de debilidad o de indecisión, deseara oír otra voz humana, sentir de nuevo, antes de morir, el calor de un contacto humano? Fantasía, sentimentalismo, tal vez, pero verosímil en un hombre tan agotado, tan obsesionado como para quitarse la vida.
Smiley tenía que reconocerle que representaba muy bien la comedia, y en este terreno no se sentía a la altura de Maston. De repente experimentó, en su interior, más allá de lo soportable, el creciente pánico del fracaso. Con el miedo, se apoderaba de él una furia incontenible contra aquel histrión sicofántico, mariquita repugnante de pelo gris y comedida sonrisa. El pánico y la furia subieron en una ola repentina, inundándole el pecho, envolviéndole de pies a cabeza. Se notó la cara caliente y enrojecida, las gafas empañadas, y asomaron las lágrimas a sus ojos, aumentando su humillación.
Maston, que, piadosamente, no se había dado cuenta de nada, continuó:
—Usted no puede esperar que, por esos indicios, sugiera al secretario del Interior que la policía ha llegado a una conclusión falsa. Ya sabe qué ínfimo es nuestro contacto con la policía. Por un lado tenemos su sospecha: en resumen, que la conducta de Fennan, anoche, no era compatible con su intención de morir. Su mujer, al parecer, le ha mentido a usted. Contra eso tenemos la opinión de expertos detectives que no han hallado nada inquietante en las circunstancias de la muerte, y poseemos además la declaración de la señora Fennan de que su marido quedó muy alterado a causa de la entrevista. Lo siento, Smiley, pero eso es así.
Hubo un instante de absoluto silencio. Smiley se iba recobrando lentamente, y ese proceso le aturdía y dejaba sin voz. Se había quedado mirando con pasmada miopía, todavía roja de rubor su cara arrugada y llena de bolsas, y la boca abierta estúpidamente. Maston esperaba que hablase, pero él se sintió cansado y desinteresado de improviso, Sin mirar a Maston, se levantó y se fue.
Llegó a su despacho y se sentó a la mesa. Maquinalmente, examinó el trabajo. La bandeja de su correo contenía poca cosa: algunas circulares interiores y una carta personal dirigida al señor G. Smiley, Ministerio de Defensa. La letra era desconocida: abrió el sobre y leyó la carta.
Querido Smiley:
Es importantísimo que almuerce con usted mañana en el Compleat Angler de Marlow. Por favor, haga lo posible por encontrarme allí a la una. Hay algo que tengo que decirle.
Suyo,
Samuel Fennan
La carta, escrita a máquina, llevaba fecha del día anterior, martes, tres de enero. El matasellos era de Whitehall, 6 de la tarde.
La miró obstinadamente durante varios minutos, sosteniéndola con rigidez ante sí e inclinando la cabeza hacia la izquierda. Luego dejó la carta, abrió un cajón de la mesa y sacó una sola hoja de papel en blanco. Escribió una breve carta de dimisión a Maston, y con un alfiler prendió en ella la invitación de Fennan. Tocó el timbre para que acudiera una secretaria, dejó la carta en su bandeja del correo de salida, y se dirigió al ascensor. Como de costumbre, estaba parado en el piso bajo con el carrito del té destinado al registro, y después de haber esperado un poco, empezó a bajar a pie. A medio camino recordó que se había dejado en su despacho el impermeable y algunas cosas. No importa, pensó; ya me los mandarán.
Se sentó en su coche, en el aparcamiento, mirando fijamente a través del empapado parabrisas.
No le importaba, le importaba un pito. Bien es verdad que le sorprendía. Le sorprendía que hubiera estado tan a punto de perder el dominio. Las entrevistas habían ocupado un lugar muy importante en la vida de Smiley, y desde hacía mucho llegó a considerarse inmunizado contra todas ellas: disciplinarias, académicas, médicas y religiosas. Su naturaleza reservada detestaba el carácter particular de todas las entrevistas, su intimidad opresiva, su ineludible realidad. Recordaba una cena delirantemente feliz con Ann en el Quaglinos. Mientras cenaban, él le explicó el sistema Camaleón-Armadillo para derrotar al entrevistador.
Habían cenado a la luz de las velas: piel blanca y perlas. Bebieron coñac. Los ojos de Ann, muy abiertos y húmedos, sólo para él. Smiley hacíase el enamorado y lo hacía admirablemente bien. Ann le quería y vibraba con aquella armonía mutua.
Y así es como aprendí a ser un camaleón.
¿Quieres decir que te ponías a resoplar, reptil grosero?
No, es cuestión de color. Los camaleones cambian de color.
—Claro que cambian de color. Se ponen en las hojas verdes y se vuelven verdes. ¿Te ponías verde, sapo?
Él rozaba ligeramente las puntas de los dedos de Ann con los suyos.
—Escucha, guapa, mientras explico la técnica Smiley Camaleón-Armadillo contra el entrevistador impertinente.
Ann acercó mucho su cara a la suya, adorándole con los ojos.
—La técnica está basada en la teoría de que el entrevistador, por no querer a nadie tanto como a sí mismo, será atraído por su propia imagen. Por consiguiente, uno toma exactamente el color social, caracterológico, político e intelectual de su inquisidor.
—Pomposo sapo, pero inteligente amante.
—Silencio. A veces este método fracasa ante la idiotez o la malevolencia del inquisidor. Entonces, uno se vuelve armadillo.
—¿Y se envuelve en cinturones, sapo?
—No, se le sitúa en una posición tan incongruente para que uno sea superior a él. A mi me preparó para la confirmación un obispo jubilado, Yo era todo su rebaño, y, mediadas mis vacaciones, recibí orientación espiritual suficiente como para dirigir una diócesis. Pero a fuerza de contemplar la cara del obispo y de imaginar que bajo mi mirada se cubría toda de una piel peluda, mantuve mi supremacía. Desde entonces aumentó mi habilidad: era capaz de convertirle en mono, de dejarle atascado en ventanas de guillotina, de enviarle desnudo a banquetes masónicos, de condenarle, como a la serpiente, a arrastrarse sobre la barriga…
—Perverso amante-sapo.
Y así había sido. Pero en sus últimas entrevistas con Maston, le abandonó su capacidad de desasimiento: se enredaba demasiado en el asunto. Cuando Maston hizo las primeras jugadas, Smiley se sintió demasiado cansado y asqueado para competir. Supuso que Elsa Fennan habla matado a su marido, que tuvo alguna poderosa razón y no volvió a preocuparse más de eso. El problema ya no existía: sospechas, experiencia, percepción, sentido do común. Para Maston, esos no eran los órganos de los hechos. El papel sí lo era, los ministros eran un hecho, los secretarios del Interior eran hechos sólidos. El Departamento no se interesaba por las vagas impresiones de un solo funcionario, cuando entraban en conflicto con la policía.
Smiley estaba cansado, profunda y abrumadoramente cansado. Avanzó lentamente hacia su casa. Cenaría fuera esa noche. Algo solemne. Ahora era sólo hora de almorzar: pasaría la tarde siguiendo al antiguo Oleario en su viaje hanseático a través de las tierras rusas. Luego cenaría en el Quaglinos, y brindaría a solas por el afortunado asesino, por Elsa quizá, agradecido de que hubiese acabado con la carrera de George Smiley al mismo tiempo que con la vida de Sam Fennan.
Se acordó de recoger su ropa en la lavandería de Sloane Street, y por último entró en Bywater Street, y encontró un lugar donde aparcar unas tres casas más abajo de la suya. Se apeó con el paquete de papel pardo de la ropa lavada, cerró el coche cuidadosamente, y, movido por la costumbre, le dio la vuelta, probando todos los cierres. Seguía cayendo una lluvia ligera. Le molestó que alguien hubiera vuelto a aparcar el coche delante de su casa. Afortunadamente, la señora Chapel había cerrado la ventana de su alcoba; si no, la lluvia habría…
De repente se alertó. Algo se había movido en el cuarto de estar. Una luz, una sombra, una forma humana; algo, estaba seguro. ¿Era la vista o el instinto? ¿Le habría advertido la habilidad latente adquirida en su profesión? Algún sentido o nervio sutil, alguna remota facultad o sensibilidad le avisaba ahora, y él prestó atención al aviso.
Sin pensarlo un momento, volvió a meterse las llaves en el bolsillo del gabán, subió los escalones hasta su propia puerta y tocó el timbre.
Despertó agudos ecos por la casa. Hubo un momento de silencio, y luego llegó a oídos de Smiley el claro sonido de unos pasos que se acercaban a la puerta, firmes y confiados. El rechinar de la cadena, el chasquido del cierre Ingersoll, y la puerta se abrió, rápida y limpiamente.
Smiley no le había visto jamás. Alto, rubio, apuesto, de unos treinta y cinco años. Traje gris claro, camisa blanca y corbata plateada: habillé en diplomate. Alemán o sueco. Su mano izquierda permanecía indolentemente hundida en el bolsillo de la chaqueta.
Smiley le miró como pidiendo excusas.
—Buenas tardes. Por favor, ¿está el señor Smiley?
La puerta se abrió de par en par. Una ligera pausa.
—Sí. ¿No quiere pasar?
Vaciló una fracción de segundo.
—No, gracias. ¿Tendría la bondad de darle esto?
Le entregó la ropa de la lavandería, bajó los escalones y llegó al coche. Sabía que lo estaban observando. Puso en marcha el coche, giró y entró en Sloane Square sin mirar siquiera hacia la casa. En Sloane Street encontró sitio para aparcar, se metió en él y rápidamente anotó en su agenda siete números de matriculas. Eran las de los siete coches aparcados en Bywater Street.
¿Qué iba a hacer? ¿Avisar a un policía? Quienquiera que fuese, probablemente se habría ido ya. Además, habla que tener en cuenta otras consideraciones. Volvió a cerrar el coche y cruzó la calle hasta una cabina telefónica. Llamó a Scotland Yark, pidió comunicación con la Rama Especial y preguntó por el inspector Mendel. Pero resultó que el inspector, después de haber dado sus informes al comisario, adelantó discretamente los placeres del retiro y se marchó para Mitcham. Tras una larga serie de mentiras, Smiley consiguió su dirección, y volvió al coche. Recorrió tres lados de una manzana para salir a Albert Bridge. Se tomó un bocadillo y un gran vaso de whisky en un bar nuevo que daba al río, y un cuarto de hora después cruzaba el puente camino de Mitcham, con la lluvia tamborileando siempre sobre su pequeño coche vulgar. Estaba preocupado, muy preocupado, en efecto.