Capítulo IV
Café de la fuente

El comisario principal de la Brigada Criminal de Walliston era un alma generosa y simpática que medía la competencia profesional en años de servicio, sin ver nada de malo en la costumbre. Por otra parte, el inspector Mendel, enviado por Sparrow, era un caballero delgado, con cara de comadreja, que hablaba muy de prisa por la comisura de la boca.

—Tengo un recado de su departamento, señor Smiley. Ha de llamar en seguida al consejero.

El comisario señaló su teléfono con una mano enorme y salió por la puerta abierta de su despacho. Mendel se quedó. Smiley le miró durante un momento como un búho, tratando de adivinar qué clase de hombre era.

—Cierre la puerta.

Mendel se acercó a la puerta y la empujó silenciosamente.

—Quiero hacer una averiguación en la Central de Teléfonos de Walliston. ¿Con quién se puede hablar con mayor facilidad?

—Por lo general, con el ayudante del supervisor. El supervisor siempre está en las nubes: el ayudante es quien hace el trabajo.

—Alguien, de Merridale Lane número quince, pidió que la Central le llamara esta mañana a las ocho y media. Quiero saber a qué hora se hizo esa petición, y quién la hizo. Quiero saber si se trata de una petición de llamada fija por la mañana, y, si es así conocer todos los detalles.

—¿Sabe el número?

—Walliston veintinueve cuarenta y cuatro. Abonado Samuel Fennan, supongo.

Mendel se acercó al teléfono y marcó la Central. Mientras esperaba respuesta, dijo a Smiley:

—No quiere que nadie sepa esto, ¿verdad?

—Nadie. Ni usted. Probablemente no habrá nada. Si empezamos a hablar de asesinato, entonces…

Mendel estaba ya hablando con la Central y preguntaba por el ayudante del supervisor.

—Aquí Walliston, la Criminal, despacho del comisario. Tenemos una investigación… Sí, claro… Llámeme aquí entonces… La línea exterior del servicio es Walliston veinticuatro veintiuno.

Colgó y esperó a que le llamara la Central.

—Una chica sensata —masculló, sin mirar a Smiley.

Sonó el teléfono y él empezó a hablar en seguida.

—Estamos investigando un robo en Merridale Lane, número dieciocho. Es posible que usaran el número quince como punto de observación para la casa de enfrente. ¿Hay algún modo de averiguar si ha habido llamadas con origen o destino en Walliston veintinueve cuarenta y cuatro durante las últimas veinticuatro horas?

Hubo una pausa. Mendel puso la mano en el micrófono y se volvió a Smiley con una ligera sonrisa. A Smiley, de repente, le resultó muy simpático.

—Va a preguntar a las chicas —dijo Mendel— y mirará los contadores.

Volvió al teléfono y empezó a anotar cifras en el bloc del comisario. De pronto se quedó rígido y se inclinó sobre la mesa.

—¡Ah, sí! —su voz era indiferente, en contraste con su actitud—. ¿Y cuándo lo pidió ella? —Otra pausa—. A las ocho menos cinco…, un hombre, ¿eh? ¿Está segura de eso la chica…? ¡Ah, ya veo! Bueno, eso lo arregla todo, muchas gracias. Bien, por lo menos ya sabemos dónde estamos… De ninguna manera, nos ha prestado usted una gran ayuda… Sólo una teoría, eso es todo… Tenemos que pensarlo otra vez, ¿verdad? Bueno, muchas gracias. Muy amable; no lo diga a nadie… Adiós.

Colgó, arrancó la hoja del bloc y se la metió en el bolsillo.

Smiley habló de prisa:

—Hay café magnífico ahí abajo. Necesito desayunar. Vamos a tomar café.

Sonó el teléfono. Smiley casi notaba a Maston al otro lado del hilo. Mendel le miró un momento y pareció comprender. Lo dejaron sonando y salieron rápidamente de la comisaría hacia High Street.

El Café de la Fuente (propietaria, señorita Gloria Adam), era estilo Tudor, adornos de latón, y miel local a seis peniques más que en cualquier otro sitio. La propia señorita Adam servía el café más horrible que pueda haber al sur de Manchester, y llamaba a sus clientes «mis amigos». La señorita Adam no hacía negocio con sus amigos, sino que, sencillamente, les robaba, lo cual, no se sabe cómo, contribuía a la ilusión del distinguido dilettantismo que la señorita Adam ponía tanto empeño en conservar. Sus orígenes eran oscuros, pero a menudo hablaba de su difunto padre como «el coronel». Entre los amigos de la señorita Adam, a quienes les había costado especialmente cara su amistad, se rumoreaba que ese grado de coronel le habla sido concedido por el Ejército de Salvación.

Mendel y Smiley se sentaron en una mesa de un rincón, junto al fuego, esperando su desayuno. Mendel miró con aire extraño a Smiley:

—La chica recuerda con toda precisión la llamada. Fue hacia el final de su turno: de cinco a ocho, anoche. Una petición de llamada a las ocho y media de esta mañana. La hizo el propio Fennan; la chica está segura de eso.

—¿Cómo?

—Al parecer, el tal Fennan había llamado a la Central en Navidad, cuando estaba de servicio esta misma chica: quería desearles a todas felices Navidades. Ella se quedó encantada; charlaron mucho. Estaba segura de que ayer era la misma voz la que pidió la llamada. «Un caballero muy bien educado», dijo.

—Pero esto no tiene sentido. Escribió una carta diciendo que se suicidaba a las diez y media. ¿Qué pasó entre las ocho y las diez y media?

Mendel cogió una vieja cartera ajada. No tenía cierre. Más bien era una funda de papel de música, pensó Smiley. Sacó de ella una carpeta amarilla corriente y se la pasó a Smiley.

—Facsímil de la carta. El comí dijo que le diera a usted una copia. El original se lo mandan al Foreign Office, y otra copia a Marlene Dietrich.

—¿Quién diablos es esa?

—Perdón, señor; así llamamos a su consejero. Es el mote que le hemos puesto a los servicios especiales. Lo lamento, señor.

Qué estupendo, pensó Smiley, qué magníficamente estupendo. Abrió la carpeta y miró el facsímil. Mendel seguía hablando:

—La primera carta de un suicidado que veo escrita a máquina en mi vida. Y por si fuera poco, la primera que he visto indicando la hora. Sin embargo, la firma parece la misma. Se ha confrontado en la Comisaría con un recibo que firmó una vez, de un objeto perdido. Tan clara como el agua.

La carta estaba escrita a máquina, probablemente en una portátil. Como la denuncia anónima. Estaba firmada con la clara y legible firma de Fennan.

Debajo de la dirección impresa en el membrete, figuraba la fecha a máquina, y debajo la hora: 10.30 de la noche.

Querido sir David:

Después de ciertas vacilaciones, he decidido quitarme la vida. No puedo pasar el resto de mis años bajo una nube de deslealtad y suspicacia. Me doy cuenta de que mi carrera está echada a perder, de que soy víctima de delatores pasados.

Suyo afectísimo,

Samuel Fennan

Smiley la leyó varias veces, con la boca fruncida a fuerza de concentración y las cejas un poco elevadas, como sorprendido. Mendel le preguntaba algo:

—¿Cómo supo eso?

—¿El qué?

—Lo de la llamada por la mañana.

—¡Ah! Fui yo quien recibió la llamada. Creí que era para mí. No: era la Central con ese asunto. Tampoco entonces caí en ello. Supuse que era para ella, ya ve. Bajé y se lo dije.

—¿Bajó?

—Sí. Tienen el teléfono en la alcoba. En realidad, es una especie de alcoba y cuarto de estar… Ella había estado inválida, ya sabe, y supongo que no ha cambiado el cuarto desde entonces. Es como un estudio: en un lado libros, máquina de escribir, mesa y todo eso.

—¿Máquina de escribir?

—Sí, portátil. Imagino que la utilizó para escribir esta carta. Pero, ya ve, cuando recibí la llamada, no se me ocurrió que podía no ser para la señora Fennan.

—¿Por qué no?

—Sufre insomnio, según me dijo. Hizo de ello una especie de broma. Le dije que se tomara algún descanso y ella dijo solamente: «Mi cuerpo y yo tenemos que soportarnos veinte horas al día. Hemos vivido ya más tiempo que la mayoría de la gente». Hubo más: dijo que no disfrutaba el lujo del sueño. Entonces ¿para qué iba a querer una llamada a las ocho y media?

—¿Y para qué la iba a querer su marido… ni nadie? Es demasiado cerca de mediodía. ¡Dios proteja a los funcionarios!

—Exactamente. Eso también me desconcierta. Todos reconocen que en el Foreign Office empiezan a trabajar tarde: a las diez, creo. Pero aun así, Fennan antes de matarse tenía que vestirse, afeitarse, desayunar y tomar el tren a tiempo, si no se despertaba hasta las ocho y media. Además, es que su mujer podía haberle llamado.

—A lo mejor es pura comedia eso de que no duerme —dijo Mendel—. Lo hacen mucho las mujeres, con el insomnio, la jaqueca y esas cosas. Hace que la gente crea que son nerviosas y tienen temperamento. Camelo, por lo general.

Smiley movió la cabeza:

—No, ella no pudo hacer la llamada: no volvió a casa hasta las diez cuarenta y cinco. Pero aun suponiendo que se equivocara sobre la hora de su regreso, no podía haber ido al teléfono sin antes ver el cadáver de su marido. Y no me dirá usted que su reacción al encontrar muerto a su marido fue subir las escaleras y pedir que la despertaran temprano.

Durante un rato, tomaron café en silencio.

—Otra cosa —dijo Mendel.

—¿Eh?

—Su mujer volvió del teatro a las once menos cuarto, ¿no?

—Eso dice.

—¿Había ido sola?

—Ni idea.

—Apuesto a que no. Apuesto a que tenía que decir la verdad en eso, y puso la hora en la carta para tener una coartada.

La mente de Smiley volvió a Elsa Fennan, a su cólera, a su sumisión. Parecía ridículo hablar de ella de ese modo. No; Elsa Fennan, no. No.

—¿Dónde se encontró el cadáver? —preguntó Smiley.

—Al pie de las escaleras.

—¿Al pie de las escaleras?

—Cierto. Tendido por el suelo del vestíbulo. Con la pistola debajo.

—¿Y la carta? ¿Dónde estaba?

—A su lado, en el suelo.

—¿Algo más?

—Si. Una taza de cacao en el cuarto de estar.

Ya veo: Fennan decide suicidarse. Pide a la Central que le llamen a las ocho y media. Se hace cacao y lo deja en el cuarto de estar. Sube al piso de arriba y escribe a máquina su última carta. Vuelve a bajar y se pega un tiro, dejando el cacao sin beber. Todo eso concuerda estupendamente.

—Si, es extraño. Por cierto, ¿no sería mejor que llamara a su oficina?

Miró a Mendel equivocadamente.

—Este es el fin de una hermosa amistad —dijo. Al acercarse a la caja de fichas, junto a una puerta con el rótulo de «Privado», oyó que Mendel decía:

—Apuesto a que eso se lo dice usted a todos los muchachos.

Sonreía, efectivamente, cuando pidió el número de Maston.

Maston quería verle en seguida. Volvió a la mesa. Mendel removía otra taza de café como si eso exigiera toda su atención, y se comía un enorme brioche.

Smiley se quedó de pie a su lado.

—Tengo que volver a Londres.

—Bueno, esto pondrá en marcha el lío. —La cara de comadreja se volvió repentinamente hacia él—. ¿O no?

Hablaba con la parte delantera de la boca, mientras la trasera seguía arreglándoselas con el brioche.

—Si Fennan fue asesinado, no hay poder en la tierra que logre impedir a la prensa apoderarse del cuento —y añadió para sí mismo—: No creo que esto le gustara a Maston. Preferiría el suicidio.

—Sin embargo, tenemos que afrontarlo, ¿no?

Smiley se detuvo, frunciendo el ceño gravemente. Ya le parecía oír a Maston burlándose de sus sospechas, desechándolas con risas impacientes.

—No sé —dijo—, en realidad, no sé.

De regreso a Londres, pensó, de regreso al Hogar Ideal de Maston, de regreso a la carrera mortal de echarse las culpas unos a otros. Y de regreso al absurdo de incluir una tragedia humana en un informe de tres folios.

Llovía otra vez; ahora era una lluvia tibia e incesante, y se mojó mucho en la corta distancia entre el Café de la Fuente y la Comisaría. Se quitó el gabán y lo arrojó en el asiento trasero del coche. Era un alivio dejar Walliston, aunque fuera para ir a Londres. Al doblar en la carretera principal vio con el rabillo del ojo la figura de Mendel que avanzaba estoicamente por la acera hacia la estación, con su sombrerito tirolés gris sin forma y ennegrecido por la lluvia. No se le había ocurrido a Smiley que necesitara transporte hacia Londres, y se consideró ingrato. Mendel, sin alterarse por lo curioso de la situación, abrió la portezuela de atrás y entró.

—Ha habido suerte —observó—. Me fastidian los trenes. ¿Va a Cambridge Circus? Me podrá dejar por Westminster, ¿no?

Se pusieron en marcha. Mendel sacó una abollada lata de tabaco y se lió un cigarrillo. Iba a llevárselo a la boca, pero cambió de idea. Se lo ofreció a Smiley y lo encendió con un encendedor extraordinario que lanzaba una llama azul de un par de dedos.

—Parece preocupadísimo —dijo Mendel.

—Lo estoy.

Hubo una pausa. Mendel dijo:

—Es el demonio: no sabe qué le pasa.

Cuatro o cinco millas después, Smiley condujo el coche hacia el borde de la carretera y se volvió hacia Mendel.

—¿Le importarla demasiado que volviéramos a Walliston?

—Buena idea. Vaya a preguntarle a ella.

Dio la vuelta, regresó despacio hacia Walliston y entró en Merridale Lane. Dejó a Mendel en el coche y recorrió el sendero de grava, que ya conocía.

Ella abrió la puerta y, sin decir nada, le hizo pasar al cuarto de estar. Llevaba el mismo traje, y Smiley se preguntó en qué habría pasado el tiempo desde que él la había dejado.

¿Habría dado vueltas por la casa, o se quedó sentada e inmóvil en el cuarto de estar? ¿O en la habitación de las butacas de cuero? ¿Cómo se veía a sí misma en su reciente viudez? ¿Podría tomarla ya en serio? ¿Estaba todavía en ese estado de secreta elevación que sigue inmediatamente al luto? ¿Se miraría en los espejos, tratando de distinguir el cambio, el horror en su propia cara, sin poder llorar?

Ni él ni ella se sentaron: instintivamente, los dos evitaban una repetición del encuentro de la mañana.

—Hay algo que hubiera debido preguntarle, señora Fennan. Lamento mucho tener que molestarla otra vez.

—Supongo que sobre la llamada, esa llamada, desde la Central.

—Sí.

—Supuse que le intrigaría. Una insomne pide una llamada para despertarse.

Trataba de hablar con animación.

—Si. Me pareció raro. ¿Va usted a menudo al teatro?

—Sí. Cada quince días. Soy socia del Club Dramático de Weybridge, ¿sabe? Procuro ir a todo lo que dan. Tengo siempre un asiento reservado para el primer martes de cada nueva obra. Los martes mi marido trabajaba hasta muy tarde. Nunca me acompañaba; iba sólo al teatro clásico.

—Pero le gustaba Brecht, ¿no? Pareció muy entusiasmado con las actuaciones del Berliner Ensemble en Londres.

Ella le miró un momento, y luego sonrió de repente. Era la primera vez que él la veía sonreír. Era una sonrisa encantadora: toda la cara se le iluminaba como la de un niño.

Smiley tuvo una visión fugaz de Elsa Fennan niña: una chiquilla retozona, estirada y ágil como la Petite Fadette de George Sand, medio mujer, medio duende, medio niña. La vio como una zalamera backfisch[1], luchando como un gato en defensa de sus derechos, y la vio también, hambrienta y encogida en el campo de concentración, inexorable en su lucha por la vida. Resultaba patético observar en esa sonrisa la luz de su primera inocencia, y un arma acerada en su combate por sobrevivir.

—Me temo que la explicación de esa llamada es muy tonta —dijo—. Padezco una terrible falta de memoria, realmente tremenda. Voy de compras y se me olvida lo que iba a comprar; convengo una cita por teléfono y se me olvida un momento después de colgar. Invito a la gente a venir a pasar el fin de semana, y cuando llegan nos hemos ido. Algunas veces, cuando hay algo que no tengo más remedio que recordar, llamo a la Central y pido una llamada para unos minutos antes de la hora necesaria. Es como un nudo en un pañuelo, pero un nudo no puede tocar un timbre, ¿verdad?

Smiley la miró atentamente. Tenía la garganta bastante seca, y tuvo que tragar saliva antes de hablar.

—¿Y para qué era esta vez la llamada, señora Fennan?

Otra vez la sonrisa encantadora:

—Pues ahí tiene: se me ha olvidado completamente.