Capítulo III
Elsa Fennan

Merridale Lane es uno de esos rincones de Surrey cuyos habitantes mantienen una batalla incesante contra los estigmas de ser de «las afueras». En todos los jardines, delante de las casas, hay árboles, abonados y mimados para que crezcan, que ocultan a medias las cursis «residencias pintorescas» que se acurrucan detrás de ellos. La rusticidad del barrio se acentúa con los búhos de madera que montan la guardia sobre los nombres de las casitas, y los desmigajados enanos que se inclinan infatigablemente sobre estanques con peces de colores. Los habitantes de Merridale Lane no pintan sus enanos, sospechando que ese es un vicio «de las afueras», ni, por idéntico motivo, barnizan los búhos, sino que esperan pacientemente a que los años doten a esos tesoros de una apariencia de antigüedad, a la intemperie, hasta el día en que las vigas del garaje puedan presumir de cucarachas y termes.

La calle no es exactamente un callejón sin salida, aunque los agentes de la propiedad se empeñan en afirmarlo; el extremo desde el cruce de Kingston se estrecha ostensiblemente hasta convertirse en un sendero de grava, que a su vez degenera en un triste caminito enfangado a través de Merries Field, llevando a otra calle imposible de distinguir de Merridale Lane. Hasta poco antes de 1920 ese camino llevaba a la iglesia parroquial, pero ahora la iglesia queda en lo que prácticamente es una isla entre el tráfico adherido a la carretera de Londres, y ese sendero, que antaño llevaba a los fieles al oficio religioso, ahora proporciona un enlace superfluo entre los habitantes de Merridale Lane y los de Cadogan Road. La franja de campo llamada Merries Field ha conseguido ya una distinción muy por encima de sus propias aspiraciones: ha introducido una profunda cuña de discordia en el Concejo del Distrito, entre los partidarios del desarrollo y los conservadores, con tales repercusiones que, en una ocasión, quedó parada toda la maquinaria de la administración local de Walliston. Ahora se ha establecido una especie de transacción natural: Merries Field no está ni desarrollado ni preservado por los tres postes de acero situados a lo largo de él, a distancias iguales. En el centro, hay una especie de cabaña de caníbales con techo de bálago llamada «El Refugio Conmemorativo de la Guerra», que se construyó en 1951 en grata memoria de los caídos en las dos guerras, como puerto de refugio para los fatigados y los ancianos. Nadie parece haber preguntado qué tienen que hacer en Merries Field los fatigados y los ancianos, pero por lo menos las arañas han encontrado refugio en el techo, y, como lugar de descanso para los obreros que pusieron los postes de una línea de alta tensión, la cabaña resultó extraordinariamente cómoda.

Smiley llegó allí, a pie, poco después de las ocho de la mañana, después de haber aparcado su coche ante la comisaría de Policía, que estaba a diez minutos andando. Llovía intensamente, una lluvia densa y fría, tan fría que parecía sólida al golpear en la cara.

La policía de Surrey ya no se interesaba por el caso, pero Sparrow, por su cuenta y riesgo, había mandado a uno de la Rama Especial para que se quedase en la comisaría y, si era necesario, actuara como enlace entre la Seguridad y la policía. No cabía ninguna duda sobre el tipo de muerte de Fennan. Había recibido un balazo en la sien, a bocajarro, y el arma era una pequeña pistola francesa, fabricada en Lille en 1957, que se había encontrado debajo del cadáver. Todas las circunstancias concordaban con el suicidio.

El número quince de Merridale Lane era una casa baja, estilo Tudor, con las alcobas en las mansardas, y un garaje de tabiques de madera. Tenía aire de descuido, incluso de desuso. Podrían haberla ocupado unos artistas, pensó Smiley. No parecía que Fennan se encontrara allí en su sitio. Fennan era para Hampstead y las chicas bohemias extranjeras.

Levantó el pestillo de la verja y avanzó lentamente por el camino hasta la puerta de entrada, tratando en vano de distinguir alguna señal de vida a través de las ventanas emplomadas. Hacía mucho frío. Tocó el timbre.

Elsa Fennan le abrió la puerta.

—Me llamaron preguntando si tendría inconveniente en recibirle. No supe qué decir. Entre, por favor.

Un indicio de acento alemán.

Debía tener más años que Fennan. Era una mujer flaca, huraña, cincuentona, con el pelo muy corto, teñido de color de nicotina. A pesar de su fragilidad, daba la impresión de resistencia y de valor y los oscuros ojos que brillaban en su carita torcida tenían una intensidad asombrosa. Era una cara ajada, asolada, devastada hacía mucho tiempo, la cara de una niña envejecida por el hambre y el agotamiento, la cara de la eterna refugiada; cara de campo de concentración, pensó Smiley.

Le tendía la mano: una mano rosada, gastada de fregar, huesuda al tacto. Él se presentó.

—Usted —dijo— es quien entrevistó a mi marido sobre su lealtad.

Le condujo al cuarto de estar, bajo y oscuro. No había fuego. Smiley, de repente, se sintió asqueado, vil. Lealtad, ¿a quién, a qué? Ella no lo había dicho con resentimiento. Smiley era un opresor, pero ella se resignaba a la opresión.

—Su marido me pareció muy simpático. Habría quedado libre de todo.

—¿Libre de qué?

—Era un caso de los que, a primera vista, hay que investigar: una carta anónima… Me encargaron el trabajo. —Se detuvo y la miró con sincera compasión—. Señora Fennan, ha sufrido usted una terrible pérdida… Debe de estar agotada. No habrá podido dormir en toda la noche…

Ella no pareció corresponder a su comprensión:

—Gracias, pero difícilmente voy a poder dormir hoy. El sueño es un lujo que me ha sido negado. —Bajó la mirada oblicuamente hacia su delgada figura. Mi cuerpo y yo tenemos que soportarnos mutuamente veinte horas al día. Hemos vivido ya más tiempo que la mayoría de la gente… En cuanto a la terrible pérdida… sí, supongo que sí. Pero sepa usted, señor Smiley, que durante mucho tiempo sólo he sido dueña de un cepillo de dientes, que realmente estoy acostumbrada a no tener nada, ni siquiera al cabo de ocho años de matrimonio. Además, he aprendido a sufrir sin quejarme.

Movió la cabeza indicándole que podía sentarse, y con un ademán curiosamente de otro tiempo, se remetió la falda por debajo y se sentó frente a él. Hacía mucho frío en aquel cuarto. Smiley dudó si debía hablar: no se atrevía a mirarla, sino que fijaba los ojos en el vacío, esforzándose desesperadamente en adivinar lo que ocultaba el rostro ajado y fatigado de Elsa Fennan. Le pareció que había transcurrido mucho tiempo hasta que ella volvió a hablar.

—Decía usted que él le resultó simpático. Al parecer, usted no le dio esa impresión.

—No he visto la carta de su marido, pero conozco su contenido. —La cara de Smiley, grave y llena de bolsas, se volvió ahora hacia ella—. La verdad, no tiene sentido. Yo, prácticamente, le dije que estaba…, que recomendaríamos que el asunto no siguiese adelante.

Ella permanecía inmóvil, esperando oír más. ¿Qué podía decir él: «Lamento haber matado a su marido, señora Fennan, pero no hice más que cumplir mi deber»? (Deber ¿hacia quién, por Dios?) «Él estuvo en el partido comunista, en Oxford, hace veinticuatro años. Su ascenso reciente le permitía el acceso a informaciones altamente secretas. Algún entrometido nos escribió una carta anónima, y no tuvimos más remedio que darle curso. La investigación provocó en su marido un estado depresivo que le impulsó al suicidio».

No dijo nada.

—Ha sido un juego —dijo ella de repente—, un estúpido conflicto de ideas: no tenía nada que ver con él ni con ninguna persona real. ¿Por qué se preocupa usted por nosotros? Vuélvase a Whitehall y busque otros espías en sus tableros de dibujo. —Se detuvo, sin mostrar otra señal de emoción que el ardor de sus oscuros ojos—. Es una vieja enfermedad la que sufre usted, señor Smiley —continuó, sacando un cigarrillo de la caja—, y he conocido a muchas víctimas que la sufren. La mente llega a escindirse del cuerpo; piensa sin ningún contenido real, reina sobre un reino de papel y proyecta sin emoción la ruina de sus víctimas también de papel. Pero a veces la separación entre su mundo y el nuestro es incompleta: a los expedientes les nacen cabezas y brazos y piernas, y es un momento terrible, ¿verdad? Los nombres tienen familias, además de informes, y razones humanas que explican sus tristes expedientes y sus pecados ficticios. Lo que ocurre entonces lo siento por usted.

Se detuvo un momento, y luego continuó:

—Es como el Estado y la Gente. El Estado es también un sueño, un símbolo que no quiere decir nada en absoluto, un vacío, una mente sin cuerpo, una partida que se juega con nubes en el cielo. Pero los Estados hacen la guerra, ¿no es verdad?, y encarcelan a la gente. Soñar con doctrinas, ¡qué limpio! A mi marido y a mí ya nos han limpiado, ¿verdad?

Le miraba fijamente. Ahora se le notaba más su acento.

—Usted se llama el Estado, señor Smiley: usted no tiene sitio entre la gente de verdad. Usted ha soltado una bomba desde el cielo. No baje aquí a mirar la sangre o a oír los gritos.

No había levantado la voz; ahora miraba por encima de él, más allá.

—Parece que le sorprende. Ahora yo debería estar llorando, supongo, pero ya no tengo lágrimas, señor Smiley. Soy estéril: los hijos y mi dolor han muerto. Gracias por haber venido, señor Smiley. Ahora puede marcharse. Aquí no tiene nada que hacer.

Él se inclinó hacia adelante en la butaca, restregándose las nudosas manos contra las rodillas. Parecía preocupado y cargado de beatería, como un tendero que enumera el género del día. La piel de su cara estaba blanca y brillaba en las sienes y en el labio superior. Sólo tenía color debajo de los ojos: medias lunas malva cortadas por la pesada montura de las gafas.

—Escuche, señora Fennan, esa entrevista fue casi un mero formulismo. Creo que su marido disfrutó con ella; creo que casi le satisfizo que se pusieran las cosas en claro.

—¿Cómo puede usted decir eso, cómo puede decir ahora, eso?

—Le digo que es verdad. Ni siquiera nos vimos en un despacho oficial. Cuando fui a verle, el despacho de Fennan me pareció una especie de paso libre entre otros dos cuartos, así que salimos a pasear por el parque y acabamos en un café. Muy poca inquisición, ya lo ve usted. Incluso le dije que no se preocupara, se lo dije. La verdad es que no comprendo en absoluto la carta…, no encaja a…

—No estoy pensando en la carta, señor Smiley, sino en lo que él me dijo.

—¿A qué se refiere?

—Le impresionó profundamente la entrevista: me lo dijo. Cuando volvió, el lunes por la noche, estaba desesperado, casi incomprensible. Se dejó caer en una butaca, y le convencí para que se acostase. Le di un sedante que le hizo efecto hasta medianoche. A la mañana siguiente, siguió hablando de ello. Le ocupó por completo el pensamiento hasta su muerte.

En el piso de arriba sonaba el teléfono. Smiley se levantó.

Perdone…, será mi oficina. ¿Le importa?

—Está en la alcoba de la fachada, justamente encima de nosotros.

Smiley subió lentamente las escaleras sumido en el más completo desconcierto. ¿Qué demonios le diría ahora a Maston?

Cogió el auricular, lanzando maquinalmente una ojeada al número del aparato.

—Aquí Walliston veintinueve cuarenta y cuatro.

—Aquí la Central de Teléfonos. Buenos días. Su llamada de las ocho y media.

—¡Ah…! ¡Ah, sí! Muchas gracias.

Colgó, agradecido por la momentánea tregua. Dirigió en torno suyo una breve ojeada por la alcoba. Era la propia habitación de Fennan, austera, pero cómoda. Había dos butacas frente a la chimenea de gas. Smiley recordó entonces que Elsa Fennan había estado en cama durante tres años después de la guerra. Probablemente, era lo que quedaba de aquellos años en que se sentaron al anochecer en la alcoba. Los huecos a ambos lados de la chimenea estaban llenos de libros. En el rincón más apartado, una máquina de escribir sobre una mesa. Habla algo íntimo y conmovedor en el arreglo de toda la habitación, y quizá por primera vez, Smiley se sintió invadido por la sensación directa de la tragedia de la muerte de Fennan. Volvió al cuarto de estar.

—Era para usted. Su llamada de las ocho y media, de Teléfonos.

Se dio cuenta de que se producía una pausa y la miró sin curiosidad. Pero ella le había vuelto la espalda y, de pie, miraba por la ventana, con su delgada espalda muy erguida e inmóvil, y sus rígidos cabellos cortos destacando sobre la luz de la mañana.

De pronto, Smiley la observó fijamente. Se le había ocurrido algo, algo de lo cual debió haberse dado cuenta arriba, en la alcoba; algo tan increíble que por un momento su cerebro fue incapaz de aprehenderlo. Siguió hablando maquinalmente. Tenía que marcharse, huir del teléfono y de las preguntas histéricas de Maston, alejarse de Elsa Fennan y de su casa sombría e inquietante. Alejarse para pensar.

—Señora Fennan, ya la he molestado demasiado, y ahora tengo que seguir su consejo y volverme a Whitehall.

De nuevo la fría mano frágil, y las masculladas expresiones de condolencia.

Cogió el gabán en el vestíbulo y salió al primer sol de la mañana. El sol invernal acababa de aparecer un momento después de la lluvia, y volvía a pintar con pálidos colores mojados los árboles y las casas de Merridale Lane. El cielo seguía gris oscuro, y el mundo, por debajo de él, estaba extrañamente luminoso, devolviendo la luz solar que había robado de no se sabía dónde.

Avanzó despacio por el camino de grava, temiendo que ella le llamara.

Regresó a la comisaría, poseído por turbadores pensamientos. Para empezar, no era Elsa Fennan quien había pedido a la Central de Teléfonos una llamada para las ocho y media de esa mañana.