Capítulo II
Nunca cerramos

Se sentía seguro en el taxi. Seguro y caliente. El calor lo llevaba de contrabando desde su cama, conservándolo como un tesoro en la húmeda noche de enero. Seguro, a fuerza de irreal, porque era su fantasma quien recorría una tras otra las calles de Londres y tomaba nota de sus desdichados buscadores de placeres, refugiados bajo paraguas de porteros; y las fulanas, envueltas en plástico, como regalos. Era su fantasma, se dijo, que había subido trepando desde el pozo del sueño para interrumpir el sonido del teléfono en la mesilla… Oxford Street… ¿Por qué Londres era la única capital del mundo que perdía de noche su personalidad? Smiley, apretándose más el gabán, no pudo recordar ningún sitio, desde Los Ángeles a Berna, que tan fácilmente renunciara a su lucha diaria por la personalidad.

El taxi dobló entrando en Cambridge Circus, y Smiley se incorporó sobresaltado en el asiento. Recordó por qué había llamado el funcionario de guardia, y este recuerdo le despertó brutalmente de sus fantasías. Volvió a él la conversación, palabra por palabra:

—Soy el funcionario de guardia, Smiley. Le paso al consejero…

—¿Smiley? Soy Maston. Usted entrevistó a Arthur Fennan el lunes en el Foreign Office, si no me equivoco, ¿verdad?

—Sí…, eso es.

—¿De qué se trataba?

—Una carta anónima le acusaba de haber pertenecido al partido comunista en Oxford. Entrevista de rutina, autorizada por el director de Seguridad.

(«Fennan no puede haberse quejado —pensó Smiley—; sabía que yo le iba a dejar libre de toda acusación. No hubo nada irregular, nada»).

—¿Se metió usted con él en algo? ¿Fue la cosa hostil, Smiley? Dígamelo.

(«Dios mío, parece asustado. Fennan debe de habernos echado encima al Gobierno entero»).

—No. Fue una entrevista especialmente amistosa; simpatizamos, me parece. En realidad, me salí de mis atribuciones en un aspecto.

—¿En qué, Smiley, en qué?

—Bueno, más o menos, le dije que no se preocupara.

—¿Le dijo qué?

—Le dije que no se preocupara. Evidentemente, él estaba un poco alterado; así que se lo dije.

—¿Qué es lo que le dijo?

—Le dije que yo no tenía poderes y que tampoco los tenía el Servicio, pero que no veía ningún motivo para que siguiéramos molestándole.

—¿Eso es todo?

Smiley se detuvo un segundo: nunca había conocido así a Maston, nunca tan pendiente de algo.

—Sí, eso es todo. Absolutamente todo.

(«Nunca me lo perdonará. Esto te pasa por la calma estudiada, por las camisas crema y las corbatas plateadas, por los elegantes almuerzos con ministros»).

—Dice que usted expresó sus dudas acerca de su lealtad, que se ha malogrado su carrera en el Foreign Office y que es víctima de delatores pagados.

—¿Eso ha dicho? Tiene que haberse vuelto loco de atar. Sabe que se le ha dejado libre de toda acusación. ¿Qué más quiere?

—Nada. Está muerto. Se ha matado esta noche a las diez y media. Ha dejado una carta para el secretario del Foreign Office. La policía llamó por teléfono a uno de los secretarios y obtuvo permiso para abrir la carta. Luego nos lo dijeron. Va a haber una investigación. Smiley, ¿está seguro, de veras?

—¿Seguro de qué?

—Bueno, no importa. Dese una vuelta por aquí en cuanto pueda.

Había tardado horas en encontrar un taxi. Llamó por teléfono a tres paradas, sin obtener respuesta. Por último contestó la parada de Sloane Square, y Smiley esperó en la ventana de su alcoba, envuelto en el gabán, hasta que vio el taxi acercarse a la puerta. Se acordó de los bombardeos en Alemania: esa ansiedad irreal en plena noche.

En Cambridge Circus hizo que se detuviera el taxi a unos cien metros de la oficina, en parte por costumbre y en parte también para despejar su mente, adelantándose al febril interrogatorio de Maston.

Enseñó su pase al guardia de servicio y se acercó lentamente al ascensor.

El funcionario de guardia le saludó con alivio al verle, y caminaron juntos por el iluminado pasillo color crema.

—Maston ha ido a ver a Sparrow a Scotland Yard. Se ha armado un buen cisco, sobre qué departamento de policía se ocupa del caso. Sparrow dice que la Rama Especial, Evelyn que Contraespionaje y la policía de Surrey no sabe lo que se le ha venido encima. Vamos a tomar café en la covacha del funcionario de guardia. Es extracto, pero se puede beber.

Smiley se alegró de que esa noche estuviera de guardia Peter Guillam. Era un hombre pulido y reflexivo que se había especializado en espionaje en los países satélites, ese tipo de hombre solícito que siempre tiene a mano un horario de ferrocarriles y un cortaplumas.

—La Rama Especial llamó a las doce y cinco. La mujer de Fennan había ido al teatro y no lo encontró hasta que volvió, sola, a las once menos cuarto. Luego se decidió a llamar a la policía.

—Vivía por ahí, por Surrey.

—En Walliston, cerca del cruce de Kingston. Apenas se pasa el término metropolitano. Cuando la policía llegó, encontraron en el suelo, junto al cadáver, una carta dirigida al secretario del Foreign Office. El superintendente telefoneó al jefe de Policía, quien llamó al funcionario de guardia del Ministerio del Interior, que, a su vez, telefoneó al oficial de servicio del Foreign Office, y por fin consiguieron permiso para abrir la carta. Entonces empezó la broma.

—Adelante.

—El director de personal del Foreign Office nos telefoneó: quería el número del consejero, de su casa. Dijo que esta era la última vez que la Seguridad se enredaba con los asuntos de su personal, que Fennan era un funcionario leal y de talento, bla-bla-bla…

—Y lo era. Es verdad.

—Dijo que todo el asunto demostraba francamente que la Seguridad se había excedido en sus atribuciones…, que utilizaba métodos de la Gestapo, que ni siquiera se excusaban ante una auténtica amenaza, bla-bla… Le di el número de la casa del consejero, y lo marcó por el otro teléfono mientras seguía delirando. Por un golpe de genio, logré dejar una línea para el Foreign Office y llamé por otra a Maston, dándole la noticia. Eso era a las doce y veinte. A la una, llegó Maston en avanzado estado de gestación; mañana por la mañana tendrá que informar al ministro.

Permanecieron silenciosos un momento, mientras Guillam vertía en las tazas café concentrado y añadía agua hirviendo del cazo eléctrico.

—¿Qué tipo era? —preguntó.

—¿Quién, Fennan? Bueno, hasta esta noche habría podido decírselo. Ahora ya no hay quien le entienda. A simple vista, evidentemente judío. Familia muy decente, pero en Oxford se lo sacudió todo y se volvió marxista. Sensible, culto…; un hombre razonable. Se expresaba con cortesía y sabía escuchar. En resumen, buena educación, y con sobrados conocimientos. Quienquiera que fuese el que le denunció, tenía razón: era del partido.

—¿Qué edad?

—Cuarenta y cuatro. Pero realmente aparentaba más.

Smiley siguió hablando mientras sus ojos erraban por el cuarto: Cara delicada…, un mechón de pelo oscuro y liso, peinado a la manera estudiantil, perfil de un muchacho de veinte años, piel fina, seca y muy pálida. Con muchas arrugas, además; arrugas por todas partes, cortándole la piel en cuadrados. Dedos muy delgados…, un tipo reconcentrado: de los que se bastan a sí mismos. Buscaba sus placeres solo. También sufrió solo, supongo.

Se levantaron cuando entró Maston.

—¡Ah, Smiley! Entre.

Abrió la puerta y extendió el brazo izquierdo para permitir que Smiley pasara primero. El cuarto de Maston no contenía ni una sola pieza de propiedad gubernamental. En cierta ocasión compró una colección de acuarelas del siglo XIX, y algunas de ellas colgaban en la pared. Lo demás no tenía carácter, decidió Smiley. En ese aspecto, también Maston era así. Su traje, un poquito demasiado claro para lo que conviene a la respetabilidad, el cordón de su monóculo atravesaba su invariable camisa crema. Llevaba una corbata de lana gris claro. Un alemán le llamaría flote, pensó Smiley. Chic si lo era: el verdadero caballero para la imaginación de una camarera.

—He visto a Sparrow. Es un caso claro de suicidio. El cadáver ha sido retirado, y, aparte de los trámites de costumbre, el jefe de Policía no llevará a cabo acción alguna. Habrá una investigación dentro de uno o dos días. Se ha acordado, e insisto en ello con toda energía, que la prensa no ha de saber ni una palabra de nuestro anterior interés por Fennan.

—Ya veo.

(«Eres peligroso, Maston. Eres débil, estás asustado. Sacrificarías el cuello de cualquiera antes que el tuyo, lo sé. Me miras como si estuvieras midiendo la soga para ahorcarme»).

—No crea que lo digo como crítica, Smiley; después de todo, si el director de Seguridad autorizó la entrevista, usted no tiene por qué preocuparse.

—Salvo en lo que respecta a Fennan.

—Claro está. Desgraciadamente, el director de Seguridad descuidó firmar la aprobación a su nota sugiriendo una entrevista. Sin duda la autorizó verbalmente, ¿no?

—Sí. Estoy seguro de que lo confirmará.

Maston volvió a mirar a Smiley de modo penetrante, calculador: algo empezó a atragantársele a Smiley. Sabía que se estaba manteniendo al margen, y que Maston quería que se acercara más, que fuese más conciliador.

—¿Sabe que la oficina de Fennan se ha puesto en contacto conmigo?

—Sí.

—Se tendrá que abrir una investigación. Acaso ni siquiera sea posible evitar a la prensa. Ciertamente, lo primero que tendré que hacer mañana es ver al ministro del Interior. —(«Asústame, inténtalo otra vez… Ya no soy joven…, hay que pensar en el retiro…, además, no encontraría otro empleo…, pero no participaré en tus mentiras, Maston»)—. He de tener todos los hechos, Smiley. Tengo que cumplir con mi deber. Si hay algo de esa entrevista que le parezca que debe contarme, algo que no haya anotado quizá, dígamelo ahora y permítame considerar su importancia.

—En realidad, no hay nada que añadir a lo que ya consta en el expediente, y a lo que le dije anoche a primera hora. Tal vez a usted le convenga saber —(el «a usted» quizá un poco fuerte)— que la entrevista se desarrolló en una atmósfera excepcionalmente cordial. La acusación contra Fennan era bastante débil: que perteneció al partido en la Universidad allá por los años 30, y se habla vagamente de que actualmente simpatizaba. La mitad del Gobierno estaba también en el partido por los años 30. —Maston frunció el ceño—. Cuando llegué a su despacho del Foreign Office, tuve la impresión de que me metía en un sitio público: gente que entraba y salía continuamente, de modo que sugerí que saliéramos a dar una paseo por el parque.

—Adelante.

—Bueno, nos fuimos. Hacía un día frío y soleado, bastante agradable. Estuvimos mirando los patos —Maston hizo un gesto de impaciencia—. Pasamos una media hora en el parque: él habló todo el tiempo. Era un hombre inteligente, elocuente e interesante. Pero también nervioso y no sin motivo. A esa gente le encanta hablar de sí mismos, y creo que le gustó poder soltar lo que llevaba dentro. Me contó todo el asunto. Parecía muy contento de mencionar nombres, y luego nos fuimos a un espresso que estaba junto a Millbank.

¿Un qué?

—Un espresso. Un bar. Dan una clase especial de café a chelín la taza. Tomamos café.

—Ya veo. En esas… circunstancias anfitriónicas fue cuando usted le dijo que el Departamento no recomendaría que se emprendiera ninguna acción contra él.

—Sí. Muchas veces hacemos eso, pero normalmente no lo anotamos.

Maston asintió. Esa clase de cosas las entendía, pensó Smiley. Válgame Dios, en realidad es bastante despreciable. Era emocionante descubrir que Maston era tan desagradable como él había esperado.

—Y ¿puedo suponer, por tanto, que su suicidio (y su; carta, desde luego) le sorprenden completamente? ¿No encuentra usted ninguna explicación?

—Sería difícil que la encontrara.

—¿No tiene idea de quién le denunció?

—No.

—¿Sabía usted que estaba casado?

—Sí.

—No sé…, parece verosímil que su mujer pudiera llenar algunos de los huecos. Casi no me atrevo a sugerirlo, pero tal vez alguno del Departamento debería ir a verla, y, en la medida en que lo permitan los buenos sentimientos, preguntarle sobre todo esto.

—¿Entonces? —preguntó Smiley mirándolo, inexpresivo.

Maston estaba de pie junto a su gran mesa lisa, jugueteando con la cacharrería del hombre de negocios —plegadera, caja de cigarrillos, encendedor—; todo el instrumental químico de la hospitalidad oficial.

Enseña dos dedos de manga crema, pensó Smiley, admirando la blancura de sus manos.

—Smiley, comprendo lo que siente, pero a pesar de esta tragedia, debe tratar de comprender la situación. El ministro y el secretario del Interior querrán la explicación más completa posible de este asunto, y mi deber personal es proporcionársela. Sobre todo, cualquier información que se refiera al estado de ánimo de Fennan inmediatamente después de su entrevista con… con nosotros. Es posible que hablara de ella con su mujer. No debería haberlo hecho, pero tenemos que ser realistas.

—¿Quiere que sea yo el que vaya?

—Alguien tiene que ser. Es un aspecto de la investigación. El secretario del Interior tendrá que decidir sobre ello, desde luego, pero en este momento desconocemos los hechos. El tiempo apremia y usted conoce el caso; usted hizo las investigaciones básicas. No da tiempo a que otro se documente. Si va alguien, tendrá que ser usted, Smiley.

—¿Cuándo quiere que vaya?

—Al parecer, la señora Fennan es una mujer poco corriente. Extranjera. Judía, además, según creo, sufrió mucho en la guerra, lo que aumenta las dificultades. Es una mujer de ánimo fuerte, relativamente poco impresionada por la muerte de su marido. Sólo en apariencia, sin duda. Pero sensata y comunicativa. Me ha dicho Sparrow que está dispuesta a colaborar con nosotros y que probablemente le recibiría a usted en cuanto llegue. La policía de Surrey puede advertirle que irá, y lo primero que usted podría hacer por la mañana sería verla. Yo le telefonearé más tarde.

Smiley se volvió disponiéndose a marcharse.

—¡Ah…!, y Smiley… —Notó la mano de Maston en el brazo, y se volvió a mirarle. Maston mostraba la sonrisa normalmente reservada para las señoras viejas del Servicio—. Smiley, puede contar conmigo, ya sabe: puede contar con mi apoyo.

Dios mío, pensó Smiley, realmente trabajas sin interrupción las veinticuatro horas del día. Eres un cabaret con el «Nunca cerramos».

Siguió andando hasta la calle.