Cuando lady Ann Sercomb se casó con George Smiley, hacia el final de la guerra, lo describió a sus asombrados amigos de Mayfair como «tremendamente vulgar». Cuando, dos años después, lo abandonó por un cubano, campeón de carreras automovilísticas, declaró enigmáticamente que si no le hubiera dejado entonces nunca habría sabido cómo hacerlo, y el vizconde Sawley acudió especialmente a su club para observar que lady Ann «también había salido rana».
Esta observación, que gozó de una corta popularidad como ocurrencia, sólo podían entenderla los que conocían a Smiley. Bajo, gordo y de carácter apacible, parecía gastar mucho dinero en trajes francamente mal cortados, que colgaban alrededor de su rechoncha figura, como la piel de un sapo encogido. Efectivamente, Sawley afirmó en un momento de la boda que «Sercomb se unía a una rana con impermeable». Y Smiley, que ignoraba este comentario, avanzó anadeando por la nave de la iglesia, en busca del beso que le convertiría en un lord.
¿Era rico o pobre, campesino o ilustrado? ¿De dónde lo había sacado ella? Lo que hacía aún más incongruente este matrimonio era la indudable belleza de lady Ann, y acentuaba el misterio el contraste entre el novio y la novia. Pero a los murmuradores les gusta ver a sus personajes en blanco y negro, y dotarlos de pecados y móviles fáciles de transmitir en la taquigrafía de la conversación. Y así Smiley, sin haber ido a una buena escuela, sin padres importantes, sin glorias militares ni profesión conocida, sin ser rico ni pobre, viajaba sin etiquetas en el furgón de equipajes del expreso social, y no tardó en convertirse en una maleta perdida, destinada, ya resuelto el divorcio a permanecer sin ser reclamada en el polvoriento estante de las noticias de ayer.
Cuando lady Ann se marchó a Cuba con su campeón, dedicó un recuerdo a Smiley. Admirándole a su pesar, reconoció para sí misma que si en su vida hubiera un solo hombre, ese sería Smiley. Mirando hacia atrás, se sintió satisfecha de habérselo demostrado al unirse a él con el sagrado vínculo del matrimonio.
El efecto que la marcha de lady Ann produjo a su primer marido no interesó a la sociedad, que, desde luego, nunca se preocupa por lo que sucede después de lo sensacional. Pero sería interesante saber lo que Sawley y su pandilla habrían imaginado sobre la reacción de Smiley: esa cara carnosa y con gafas, crispada en una enérgica abstracción al sumergirse en la lectura de los poetas menores alemanes, con las húmedas manos rechonchas apretadas bajo las mangas caídas. Pero Sawley, con el más ligero encogimiento de hombros, aprovechó la ocasión para decir Partir c’est mourir un peu, sin darse cuenta, al parecer, de que, aunque lady Ann acababa de escaparse, algo de George Smiley, efectivamente, había muerto.
La parte de Smiley que sobrevivió era tan ajena a su aspecto físico como el amor, o como su afición a los poetas olvidados: era su profesión, a saber, agente de espionaje. Era una profesión con la que disfrutaba, y que, piadosamente, le proporcionaba colegas tan oscuros como él en cuanto a personalidad y orígenes. También le proporcionaba lo que, en otros tiempos, le había interesado más que nada en la vida: la ocasión de hacer incursiones teóricas en el misterio de la conducta humana, disciplinadas por la aplicación práctica de sus propias deducciones.
Allá por los años veinte, cuando Smiley salió de su vulgar escuela media para andar con pesados pasos y como deslumbrado por los lóbregos claustros de su colegio universitario de Oxford, igualmente vulgar, había soñado con alguna beca y una vida entregada a las oscuridades literarias de la Alemania del siglo XVII. Pero su preceptor, que conocía mejor a Smiley, lo guió prudentemente apartándolo de los honores que sin duda habría conseguido. Una dulce mañana de julio de 1928, Smiley, desconcertado y más bien ruborizado, compareció ante una comisión del Comité Ultramarino de Investigaciones Académicas, organización de la que, inexplicablemente, nunca había oído hablar. Su preceptor, Jebedee, se había mostrado extrañamente vago en su presentación:
—Puedes intentar, Smiley, que esa gente te acepte. Pagan lo bastante mal como para garantizarte unos colegas decentes.
Pero Smiley se sintió fastidiado y así lo dijo. Le preocupaba que Jebedee, habitualmente tan preciso, fuera tan evasivo. Con un ligero enojo, acordó aplazar su respuesta al colegio de All Souls, mientras no viera a la «gente misteriosa» de Jebedee.
No le presentaron a la comisión, pero conocía de vista a la mitad de sus miembros. Allí estaba Fielding, el medievalista francés de Cambridge; Sparke, de la Escuela de Lenguas Orientales; y Steed-Asprey, que estuvo cenando en la mesa rectoral la noche que le invitó Jebedee. Tuvo que reconocer que se sentía impresionado. Que Fielding saliera de sus habitaciones, cuando más de Cambridge, era en sí un milagro. Smiley recordaría siempre esa entrevista como una danza de los siete velos: una calculada serie de revelaciones, cada una de las cuales mostraba una parte diferente de una entidad misteriosa. Por último, Steed-Asprey, que parecía presidir, levantó el último velo, y la verdad quedó ante él en toda su deslumbrante desnudez. Se le ofrecía un puesto en lo que, a falta de mejor nombre, Steed-Asprey llamó ruborosamente el Servicio Secreto.
Smiley pidió tiempo para pensarlo. Le dieron una semana. Nadie se refirió al dinero.
Aquella noche se alojó en Londres en algún sitio bastante bueno y se permitió ir al teatro. Sentía su cabeza extrañamente ligera, y eso le preocupaba. Sabía muy bien que iba a aceptar, y que podía haberlo dicho en la entrevista. Se lo impidió sólo una precaución instintiva, y quizá un excusable deseo de coquetería ante Fielding.
Tras su respuesta afirmativa, vino la instrucción: casas de campo anónimas, instructores anónimos, bastantes viajes, y, agigantándose cada vez más, la perspectiva fantástica de actuar completamente solo.
Su primer puesto de actividad fue relativamente agradable: dos años como englischer Dozent en una Universidad provinciana en Alemania: conferencias sobre Keats y vacaciones en refugios bávaros de caza con grupos de estudiantes alemanes, serios y solemnemente entremezclados. Hacia el final de las dos vacaciones de verano, se llevó consigo algunos de ellos a Inglaterra, habiendo señalado ya cuáles podrían servir y enviando sus recomendaciones, por medios clandestinos, a una dirección en Bonn. Durante aquellos dos años no tuvo idea de si sus recomendaciones habían sido tenidas en cuenta o no. Carecía de medios para saber siquiera si se habían puesto en relación con sus candidatos. En realidad, ignoraba si sus mensajes habían llegado a su destino, y mientras permaneció en Inglaterra no tuvo ningún contacto con el Departamento.
Sus emociones, al realizar su trabajo, eran variadas e inconciliables. Le intrigaba valorar desde una posición aparte lo que le habían enseñado a describir como «el agente potencial» que podía haber en un ser humano, y organizar minúsculos exámenes de carácter y conducta que pudieran informarle sobre las cualidades de un candidato. Sobre este particular se mostraba de una inhumanidad absoluta: en ese papel, Smiley era el mercenario internacional de su profesión, amoral y sin ningún estímulo ajeno a su satisfacción personal.
Sin embargo, le entristecía comprobar en sí mismo la paulatina muerte de los placeres naturales. Siempre apartado, encontrábase ahora eludiendo las tentaciones de la amistad y la lealtad humanas, y defendiéndose hurañamente de las reacciones espontáneas. Gracias a la energía de su inteligencia, se obligaba a observar a la humanidad con objetividad clínica; pero, ya que no era ni inmortal ni infalible, detestaba y temía la falsedad de su vida.
Con todo, Smiley era un hombre sentimental y el prolongado exilio fortaleció su profundo amor a Inglaterra. Se nutría ávidamente de recuerdos de Oxford, de su belleza, de su sosiego razonable y de la madura lentitud de, sus juicios. Soñaba con vacaciones otoñales en Hartland Quay, barrido por el viento y con largas caminatas fatigosas por las escolleras de Cornualles, el rostro tenso y acalorado frente al viento marino. Esa era su otra vida secreta, y comenzó a odiar la indecente intrusión de la nueva Alemania, los desfiles ruidosos de los estudiantes uniformados, sus caras con cicatrices, sus gestos arrogantes y sus respuestas de chulo vulgar. También le dolía el modo como la Facultad había alterado su asignatura: su querida literatura alemana. Y hubo una noche, una terrible noche del invierno de 1937, en que Smiley, tras la ventana, observó una gran hoguera en el patio de la Universidad. En torno a ella había centenares de estudiantes, cuyas caras, a la luz oscilante, resplandecían de entusiasmo. Y a esa pira pagana arrojaron centenares de libros. Él sabía de quiénes eran esos libros: de Thomas Mann, de Heipe, de Lessing, y muchos otros más. Y Smiley, protegiendo con su húmeda mano el extremo del cigarrillo, observaba lleno de odio, pero sintiéndose triunfante porque, al menos, sabía quién era su enemigo.
En 1939 estaba en Suecia, acreditado como agente de un conocido fabricante sueco de armas cortas, y cuyo contrato con la empresa llevaba fecha atrasada. Oportunamente, su aspecto había cambiado algo, pues Smiley llegó a descubrir que poseía, para tal papel, un talento que iba más lejos del rudimentario cambio de pelo y del añadido de un bigotito. Durante cuatro años representó ese papel, viajando, ida y vuelta, entre Suiza, Alemania y Suecia. Nunca se había imaginado que fuera posible tener miedo durante tanto tiempo. Empezó a experimentar una irritación nerviosa en el ojo izquierdo, que le duró quince años más; y la tensión grababa líneas en sus carnosas mejillas y en su frente. Aprendió lo que era no dormir nunca, no reposar jamás, sentir, a cualquier hora del día y de la noche, el incansable latir de su corazón, conocer los extremos de la soledad y de la compasión hacia sí mismo, el súbito deseo irracional de alguna mujer, de beber, de hacer ejercicio, de cualquier droga que atenuara la tensión de su vida.
Sobre ese telón de fondo desarrolló su comercio auténtico y su trabajo de espía. A medida que pasaba el tiempo, la red aumentó, y otros países compensaron su falta de previsión y de preparación. En 1943 le llamaron a la patria. Al cabo de seis semanas, estaba deseoso de marchar otra vez, pero no se lo permitieron.
—Se acabó para usted —dijo Steed-Asprey—. Forme agentes nuevos, tómese vacaciones. Cásese o haga lo que le dé la gana. Afloje la tensión.
Smiley se declaró a la secretaria de Steed-Asprey, lady Ann Sercomb.
Acabó la guerra. Le pagaron con una indemnización, y se llevó a su bella esposa a Oxford, para entregarse a las oscuridades de la literatura alemana del siglo XVII. Pero dos años después, lady Ann estaba en Cuba, y las revelaciones de un joven descifrador ruso en Ottawa dieron lugar a una nueva demanda de hombres que tuvieran la experiencia de Smiley.
El trabajo era nuevo, la amenaza, remota, y al principio disfrutó con ello. Pero fueron llegando hombres más jóvenes, quizá con mentes más frescas. Smiley no era material apto para ascensos, y poco a poco empezó a darse cuenta de que había entrado en la edad madura sin haber sido nunca joven, y que del modo más delicado posible lo habían metido en conserva.
Cambiaron las cosas. Steed-Asprey se habla ido a la India, en busca de otra civilización, huyendo del mundo nuevo. Jebedee había muerto. En 1941 tomó un tren en Lille con su radiotelegrafista, un joven belga, y nunca más se oyó hablar de ninguno de los dos. Fielding estaba unido matrimonialmente a una nueva tesis sobre la Chanson de Roland: sólo quedaba Maston, el hombre de carrera, el recluta de tiempos de guerra, el consejero de los ministros sobre los problemas de Información, «el primer hombre», como había dicho Jebedee, que «había jugado al tenis del poder en Wimbledon». La alianza de la OTAN y las desesperadas medidas proyectadas por los americanos alteraron por completo la naturaleza del Servicio de Smiley. Habían pasado para siempre los días de Steed-Asprey, en los que, a lo mejor, uno recibía órdenes mientras tomaba un vaso de oporto en sus habitaciones del colegio de Magdalen en Oxford; el inspirado dilettantismo de un puñado de hombres de grandes cualidades y poca paga, había dejado paso a la eficacia, la burocracia y la intriga de un amplio departamento gubernamental, de hecho a la merced de Maston, con sus trajes caros y su titulo de lord, su distinguido pelo gris y sus corbatas con líneas de plata; Maston, que se acordaba hasta del cumpleaños de su secretaria, y cuyas buenas maneras eran proverbiales entre las señoras del archivo; Maston que, con aire de pedir excusas, extendía su imperio y, sintiéndolo mucho, se trasladaba a oficinas más amplias; Maston, que daba elegantes reuniones en su casa de Henley, y que se nutría del éxito de sus subordinados.
Había sido llamado durante la guerra, funcionario profesional de un departamento impecable, hombre para manejar papeles y adaptar la brillantez de su personal a la enojosa maquinaria de la burocracia. A los grandes les confortaba tratar con un hombre a quien conocían, un hombre que sabía reducir todos los colores al gris, que conocía a sus amos y sabía moverse en medio de ellos. Y lo hacía muy bien. Les gustaba su reserva cuando se excusaba por las compañías que frecuentaba, su falta de sinceridad cuando defendía las extravagancias de sus subordinados, su flexibilidad cuando formulaba nuevos compromisos. Y él tampoco desperdiciaba las ventajas de un sicario malgré luí, hombre de capa y puñal, que lleva la capa ante sus amos y guarda el puñal para sus siervos. Aparentemente, su puesto era extraño: no era jefe nominal del Servicio, sino consejero de Información de los ministros, y Steed-Asprey lo calificó para siempre como el eunuco en jefe.
Ese fue un nuevo mundo para Smiley: los pasillos brillantemente iluminados, los jóvenes elegantes. Se sentía pedestre y anticuado, nostálgico de la destartalada casa de Knightsbridge donde había empezado todo. Su aspecto parecía reflejar esa incomodidad en una especie de encogimiento espiritual que le hizo más encorvado y más parecido que nunca a una rana. Parpadeó más, y adquirió el apodo de el Topo. Pero su secretaria —una chica bien, que se había puesto recientemente de largo— lo adoraba, y aludía a él siempre coreo «mi querido osito».
Smiley era ya muy viejo para ir al extranjero. Maston se lo hizo comprender claramente:
—De cualquier modo, mi querido amigo, usted seguramente está destrozado después de todo el ajetreo de la guerra. Mejor es que se quede en casa, amigo mío, y que mantenga encendidos los fuegos del hogar.
Lo que explica, en cierto modo, por qué George Smiley iba en un taxi londinense, a las dos de la madrugada del miércoles 4 de enero, de camino a Cambridge Circus.