Chelmno, 1942
Saul Laski se encontraba entre los que estaban a punto de morir en el campo de exterminio y pensaba en la vida. Tiritaba de frío en la oscuridad y se obligaba a recordar detalles de una mañana de primavera: una luz dorada que rozaba las pesadas ramas de los sauces cercanos al arroyo, un campo de margaritas blancas más allá de los edificios de piedra de la granja de su tío.
El barracón estaba en silencio, sólo interrumpido ocasionalmente por una tos áspera y por el ruido furtivo de la paja en la que Muselmänner, el muerto en vida, buscaba calor en vano. En alguna parte, un viejo tosía en un espasmo destructor que traducía el final de una lucha larga y desesperada. Lo encontrarían muerto por la mañana. O, aunque sobreviviese hasta el amanecer, no acudiría a la llamada matinal a formar en la nieve, lo que significaba que no llegaría al mediodía.
Saul se apartó de la luz del proyector, que penetraba por los helados cristales, y apoyó la espalda en las muescas de madera de su litera. Las astillas le arañaron la espalda a través de la fina tela que lo cubría. A medida que el frío y la fatiga lo dominaban las piernas empezaron a temblarle sin control. Saul se agarró los delgados muslos y los apretó hasta que los temblores cesaron.
«Viviré.» Este pensamiento era una orden, un imperativo que se clavó tan profundamente en su conciencia que ni siquiera su hambriento y dolorido cuerpo se veía capaz de desafiarlo.
Cuando era un chaval, pocos años antes, una eternidad antes, y su tío Moshe le prometía llevarlo a pescar a su granja, cerca de Cracovia, se había inventado el truco de pensar, justo antes de quedarse dormido, en una piedra lisa, oval, en la que escribía la hora y el minuto en que quería despertarse. Después imaginaba que la piedra caía en un estanque de aguas transparentes y se hundía hasta las profundidades. En cada una de estas ocasiones a la mañana siguiente se despertaba en el momento preciso; despabilado, activo, respirando el aire fresco del alba y saboreando el silencio que precede al amanecer, en aquel intervalo frágil antes de que sus hermanos y hermanas se despertaran para acabar con la perfección.
«Viviré.» Saul cerró los ojos con fuerza y vio cómo la piedra se hundía en el agua clara. Su cuerpo volvió a temblar; apretó la espalda con más fuerza contra el áspero canto de las tablas. Por milésima vez intentó acurrucarse más al fondo de su hoyo de paja. Había sido mejor cuando el viejo señor Shistruk y el joven Ibrahim compartían la litera con él; pero Ibrahim había sido fusilado en la mina y el señor Shistruk se había sentado durante dos días delante de la cantera y se había negado a levantarse incluso cuando Gluecks, el jefe de la SS, había soltado a su perro. El viejo había agitado su huesudo brazo casi con alegría; un débil adiós a los prisioneros que miraban, cinco segundos antes de que el pastor alemán le desgarrara la garganta.
«Viviré.» Esta idea tenía un ritmo que iba más allá de las palabras, que superaba al lenguaje. Ponía un contrapunto a todo lo que Saul había visto y experimentado durante los cinco meses pasados en el campo. «Viviré.» La afirmación vibró con una luz y un calor que compensaron parcialmente el frío, el pozo vertiginoso que amenazaba ahondarse dentro de él y consumirle. El pozo. Saul había visto el pozo. Con los otros, había echado terrones de tierra negra sobre los cuerpos aún calientes, algunos todavía retorciéndose, como aquel niño que movía débilmente los brazos como saludando a un pariente que llegase a una estación de ferrocarril o agitándose en el sueño. Había echado la tierra sucia con la pala y había extendido la cal de los sacos, demasiado pesados para ser levantados, mientras el guardia de la SS se sentaba y dejaba balancear las piernas al borde del pozo, con sus manos suaves y blancas apoyadas en el negro cañón de acero de la pistola-ametralladora y un pedacito de yeso en la ruda mejilla, donde se había cortado al afeitarse, un corte que iba cicatrizándose mientras formas desnudas se agitaban débilmente a la vez que Saul echaba tierra en el pozo, con los ojos enrojecidos por la nube de cal que flotaba como niebla en el aire de invierno.
«Viviré.» Saul se concentró en la fuerza de esa cadencia y no hizo caso de sus miembros temblorosos. Dos literas encima de él, un hombre sollozaba en la noche. Saul notaba cómo los piojos corrían por sus miembros buscando el centro de su declinante calor. Se acurrucó más, porque había comprendido el objetivo que guiaba a las sabandijas, las cuales respondían a la misma orden inconsciente, ilógica, incontestable, de continuar.
La piedra cayó más profundamente en los abismos azules. Saul podía distinguir las bastas letras mientras se balanceaba al borde del sueño. «Viviré.»
Sus ojos se abrieron de golpe cuando un pensamiento le enfrió más profundamente que el viento que silbaba a través de los resquicios de las ventanas. Era el tercer jueves del mes. Saul estaba casi seguro. Ellos venían el tercer jueves. Pero no siempre. Quizá no este jueves. Apretó los antebrazos sobre su cara y se ovilló, acentuando su posición fetal.
Estaba casi dormido cuando la puerta del barracón se abrió súbitamente. Eran cinco: dos guardias de la Waffen-SS con metralletas, un suboficial del ejército, el teniente Schafner y un joven oberst que Saul nunca había visto antes. El oberst tenía una cara pálida, aria, con un mechón de pelo rubio que le caía sobre la frente. Las linternas de los recién llegados iban y venían por las filas de literas dispuestas como una estantería. Nadie se movió. Saul podía oír el silencio mientras ochenta y ocho esqueletos contenían la respiración en la penumbra. Él también la retuvo.
Los alemanes avanzaron cinco pasos en el interior del barracón. El aire frío los precedía y sus imponentes siluetas se perfilaban contra la puerta abierta, mientras su aliento se mantenía suspendido a su alrededor como en pequeñas nubes heladas. Saul se hundió aún más en la quebradiza paja.
—Sie! —tronó un grito. La luz de la linterna había caído sobre una figura desnuda con gorra, agachada en las profundidades de una litera baja a seis filas de Saul—. Kommen Sie! Schnell!
Como el hombre no se movió, los guardias SS le arrastraron brutalmente hasta el pasillo. Saul oyó cómo los pies desnudos arañaban el suelo.
—Sie, raus. Sie!
Ahora tres muselmänner estaban de pie, como inertes espantapájaros plantados ante las imponentes siluetas. La procesión se detuvo a cuatro literas de la fila de Saul. Los guardias se volvieron para recorrer con sus linternas a lo largo de la fila central de literas. Se reflejó un montón de ojos rojizos, como de ratas asustadas que mirasen desde el interior de ataúdes entreabiertos.
«Viviré.» Por primera vez la palabra sonaba más a plegaria que a decisión. Nunca se habían llevado a más de cuatro hombres de un barracón.
—Sie.
El hombre de la linterna se había girado y enfocaba con su linterna la cara de Saul, que no se movió. Ni respiró. El universo se redujo al dorso de su propia mano, a pocos centímetros de su cara. En ese sitio su piel era blanca como una larva. Los pelos del dorso de la mano eran muy oscuros. Saul los miró con una profunda sensación de temor. La luz de la linterna le volvió casi transparente la carne de su antebrazo. Pudo ver las capas musculares, la forma elegante de los tendones, las venas azules que pulsaban suavemente de acuerdo con los salvajes latidos de su corazón.
—Sie, raus.
El tiempo empezó a girar y a transcurrir con mayor lentitud. Toda la vida de Saul, cada segundo, cada éxtasis y cada tarde banal, olvidada, había conducido a aquel instante, a aquella encrucijada. Sus labios agrietados se estiraron en una sonrisa triste. Había decidido hacía mucho que no se lo llevarían durante la noche. Tendrían que matarle allí mismo, delante de los demás. Por lo menos impondría a sus asesinos el momento de su muerte. Una gran tranquilidad cayó sobre él.
—Schnell! —le gritó uno de los SS, y ambos avanzaron.
Saul estaba cegado por la luz, sintió el olor de lana húmeda y de schnapps dulce en el aliento del hombre, notó el aire frío en la cara. Su piel se contrajo en espera de que unas manos rudas cayeran sobre él.
—Nein —dijo el joven oberst.
Saul le vio solamente como una silueta tras el resplandor blanco de la luz.
—Zurücktreten!
El oberst dio un paso al frente mientras los SS retrocedían rápidamente. El tiempo parecía congelado mientras Saul miraba la forma oscura. Nadie habló. La niebla de los alientos seguía suspendida en el aire del barracón.
—Komm! —murmuró el oberst. No era una orden. Fue suave, casi cariñoso, como si estuviese llamando a su perro favorito o incitando a un niño a dar sus primeros e inseguros pasos—. Komm her!
Saul rechinó los dientes y cerró los ojos. Les mordería cuando viniese. Les atacaría en el cuello. Les mordería y rasgaría y destrozaría venas y cartílagos hasta que tuvieran que disparar; tendrían que disparar, se verían obligados a…
—Komm!
El oberst golpeó ligeramente su rodilla. Los labios de Saul se torcieron en un gruñido. Saltaría sobre esos hijoputas, desgarraría el jodido cuello del hijoputa delante de los demás, le arrancaría las entrañas a su…
—Komm!
Entonces Saul lo notó. Algo le tocó. Ninguno de los alemanes se había movido un solo centímetro, pero algo le dio un terrible golpe a Saul en la base del espinazo. Gritó. Algo le tocó y después entró en él.
Saul sintió la intrusión tan vivamente como si alguien le hubiera metido una barra de acero por el ano. Sin embargo, nada le había tocado. Nadie se había acercado a él. Saul gritó de nuevo y después sus mandíbulas fueron cerradas por alguna fuerza invisible.
—Komm her, Du Jude!
Saul lo notó. Algo estaba en él, enderezando su espalda, haciendo que sus brazos y piernas se agitaran en violentos espasmos. Sintió algo parecido a un tornillo en su cerebro, que apretaba con insistencia. Trató de gritar, pero aquello no le dejó. Se desplomó con violencia sobre la paja, con los nervios quebrados y los pantalones empapados de orina. Después volvió a arquearse abruptamente y cayó al suelo. Los guardias retrocedieron.
—Aufstehen!
Su espalda se curvó una vez más, con tanta fuerza que cayó de rodillas. Sus brazos temblaban y se agitaban involuntariamente. Podía notar algo en su cerebro, una presencia fría envuelta en una corona ardiente de dolor. Ante sus ojos danzaban imágenes.
Saul se puso de pie.
—Geh!
Uno de los SS soltó una carcajada, seguía percibiéndose el olor de lana y acero. Saul tuvo la vaga sensación de astillas frías bajo los pies. Caminó tambaleándose hacia la puerta abierta y hacia la suave luz que se vislumbraba tras ella. El oberst, que no se movió de donde estaba, golpeaba con un guante en su muslo. Saul bajó por los peldaños del exterior a trompicones; casi cayó, fue enderezado por una mano invisible que estrujaba su cerebro y enviaba fuego y agujas que recorrían todos sus nervios. Descalzo, sin sentir el frío, anduvo al frente de la procesión a través de la nieve y el fango congelado, hacia el camión que lo esperaba.
«Viviré», pensó Saul Laski, pero la cadencia mágica se deshilachó y desapareció ante un vendaval de carcajadas silenciosas y heladas que pudo más que él.