Beverly Hills, sábado 20 de junio de 1981
Tony Harod se congratuló por haber sobrevivido.
Después del ataque no provocado de la negra en la isla, pensó que quizá su suerte se había agotado. Tardó media hora en ponerse de pie y ocupó el resto de esa noche loca en evitar los grupos de hombres de seguridad que tenían la tendencia de disparar sobre todo ser viviente que se les pusiese a tiro. Harod se había dirigido al aeropuerto de la isla, pensando que quizá pudiese convencer a los pilotos de los aviones privados de Sutter o de Willi, pero una mirada a la hoguera que se veía allá le hizo volver atrás rápidamente y dirigirse hacia los bosques.
Harod pasó varias horas escondido debajo de una cama en una de las cabañas del campamento de verano, cerca del anfiteatro. En una ocasión entró un grupo de guardias de seguridad borrachos; saqueó la cocina y las habitaciones principales, llevándose alcohol y objetos de valor y, se quedó por allí jugando al póquer en la sala de estar antes de volver tambaleándose a sus barracones. Fue por el parloteo excitado de los guardias que Harod supo que Barent estaba a bordo del Antoinette cuando el yate fue destruido.
Al este se veía una tonalidad grisácea en el cielo cuando Harod salió de la cabaña y corrió hacia el malecón. Había cuatro lanchas amarradas allí y Harod consiguió hacer un puente en una de ellas —una lancha de tres metros y medio—, utilizando una técnica que no practicaba desde sus días de las pandillas de Chicago. Un guardia que había estado durmiendo una resaca bajo los robles le disparó dos veces, pero Harod estaba ya quinientos metros dentro del mar y no hubo más señales de persecución.
Sabía que la isla Dolmann estaba a sólo veinte millas de la costa e incluso con sus limitados conocimientos de navegación pensó que no sería muy difícil llegar al continente si se dirigía hacia el oeste.
El día estaba cubierto, el mar en calma como un espejo, como para compensar la tormenta y la locura de la noche. Harod encontró una cuerda para atar el volante, arrastró la cubierta de lona hacia la caseta y se durmió. Se despertó a menos de dos millas de la costa, sin gasolina. Las primeras dieciocho millas las hizo en noventa minutos. Las dos últimas millas le llevaron ocho horas más, y probablemente nunca habría llegado si un pequeño barco de pesca no lo hubiese avistado. Ese pescador de Georgia recogió a Harod a bordo el tiempo suficiente para darle agua, comida, crema contra las quemaduras del sol y combustible suficiente para llegar a la costa. La siguió, entre islas y puntos arbolados que no parecían haber cambiado mucho respecto a cómo debían de ser tres siglos antes; finalmente amarró en un pequeño puerto cerca de un pueblo llamado St. Marys. Descubrió que estaba en el sur de Georgia, delante de un delta de Florida.
Harod se hizo pasar por un marinero de agua dulce que había alquilado su lancha cerca de Hilton Head y se había perdido, y aunque los locales no podían comprender que alguien fuera tan estúpido como para perderse de una forma tan estrepitosa, parecían dispuestos a creer su historia. Hizo todo lo posible por cimentar las relaciones entre las dos costas, invitó a sus salvadores, a los propietarios del puerto y a cinco mirones al bar más cercano —una tasca de mal aspecto al lado de la curva del camino de St. Marys State Park—, donde gastó doscientos ochenta dólares en señal de buena voluntad.
Aún estaba bebiendo a su salud cuando consiguió convencer a la hija del dueño del bar, Star, de que lo llevara a Jacksonville. Eran sólo las siete y media de la noche y aún quedaba una hora de luz de verano, pero cuando casi habían llegado, Star decidió que era demasiado tarde para desandar los cincuenta y dos kilómetros de regreso a St. Marys y empezó a pensar en la posibilidad de alquilar una habitación de hotel en Jacksonville Beach o Ponte Vedra. Star rondaba los cuarenta y dilataba sus pantalones de poliéster de una manera que Harod no había creído posible. Le dio una propina de cincuenta dólares, le dijo que fuera a visitarle cuando pasara por Hollywood e hizo que lo dejara cerca de la puerta de la United en el Jacksonville International.
Harod tenía casi cuatro mil dólares en la cartera —detestaba viajar sin dinero líquido en el bolsillo, y nadie le había dicho que no habría nada que comprar en la isla—, pero utilizó una de sus tarjetas de crédito para pagar un billete de primera clase a Los Ángeles.
Se durmió en el corto viaje de enlace hacia Atlanta, pero era evidente durante el vuelo más largo hacia el oeste que la azafata que le trajo la cena y las bebidas pensaba que Harod se había sentado en la clase equivocada. Se examinó, se olió, y comprendió por qué la chica se comportaba así.
Su americana deportiva de seda marrón Giorgio Armani había escapado a la mayoría de la sangre de la noche anterior, pero olía a humo, aceite de motor y pescado. Su camisa negra de seda había absorbido suficiente sudor para tener ocupada a una fábrica de desalinización durante un mes. Sus pantalones Sarrgiorgio de lino y sus mocasines Polo de piel de cocodrilo estaban, para decirlo sin rodeos, hechos una mierda.
De todas formas, a Harod no le gustó que un coño estúpido como esa azafata lo tratara de aquella manera. Había pagado por su servicio de primera clase. Tony Harod siempre obtenía lo que pagaba. Miró el lavabo delantero; estaba vacío. La mayor parte de la docena de pasajeros de primera clase ya dormía o leía.
Harod miró de frente a la engreída azafata rubia.
—¡Eh, señorita! —llamó.
Cuando ella se acercó, Harod pudo ver todos los detalles de su pelo teñido, las capas de maquillaje y el rimel ligeramente corrido. Había una línea de barra de labios en sus dientes delanteros.
—¿Sí?
No había error en la condescendencia de su voz.
Harod la miró durante algunos segundos más.
—Nada —dijo por fin—. Nada.
Harod llegó a Los Ángeles el miércoles por la mañana, pero tardó tres días en llegar a casa.
Súbitamente cauteloso, alquiló un coche y fue hasta Laguna Beach, donde Teri Eastern tenía una de sus casas-escondites de playa. Había estado allá algunas veces cuando ella estaba entre amantes. Harod sabía que Teri estaba ahora en Italia, haciendo un spaghetti western feminista, pero la llave aún estaba allá, enterrada en la tercera maceta de rododendro. La casa necesitaba ser ventilada y estaba decorada en Nairobi-chic, pero había cerveza inglesa en la nevera y sábanas limpias en la cama de agua. Harod durmió casi todo el miércoles, miró viejas películas de Teri en el vídeo por la noche y subió por la costa cerca de la medianoche para ir a un restaurante chino. El jueves se disfrazó con gafas oscuras y una camisa tropical muy larga de uno de los novios de Teri y volvió a la ciudad para comprobar su casa. Las cosas parecían en orden, pero esa noche volvió a Laguna.
Los diarios del jueves publicaban una pequeña noticia, en la página seis, sobre el evasivo multimillonario C. Arnold Barent, que había muerto de un ataque de corazón en su propiedad de Palm Springs. Su cuerpo había sido incinerado y un funeral privado sería organizado por la rama europea de la familia Barent. Cuatro presidentes americanos habían enviado sus condolencias y el artículo continuaba hablando de la larga historia de empresas filantrópicas de Barent y especulaba sobre el futuro de su imperio.
Harod meneó la cabeza. No se hablaba del yate, ni de la isla, ni de Josep Kepler o del reverendo Jimmy Wayne Sutter. Harod no dudaba de que sus obituarios aparecerían como flores tardías de verano un día de éstos. Alguien estaba tapando las cosas. ¿Políticos desconcertados? ¿Los lacayos permanentes del trío? ¿Alguna versión europea del Island Club? Harod no quería realmente saberlo, siempre que no se implicara de nuevo.
El viernes pasó delante de su propia casa sin atraer la atención de los polis de Beverly Hills. Todo parecía seguir igual. Se sentía bien. Por primera vez en varios años, Tony Harod sintió que podía hacer lo que quería sin miedo de arrastrar diez toneladas de mierda sobre sí, si se equivocara.
El sábado por la mañana, antes de las diez, se dirigió directamente a casa, saludó a su sátiro, besó a la criada española, y le dijo a la cocinera que podía tomarse el día libre después de prepararle un pequeño desayuno. Llamó al jefe del estudio a su casa y después a Schu Williams para saber qué demonios pasaba con El tratante de blancas —estaba en la última etapa de la fase de montaje, había que deshacerse de cerca de doce minutos que habían aburrido los pases previos—, llamó a otros siete u ocho contactos esenciales para informarles de que había vuelto y estaba trabajando, y recibió una llamada de su abogado, Tom McGuire. Le confirmó que se iría definitivamente a vivir a la vieja casa de Willi y que le gustaría mantener la seguridad. ¿Conocía Tom alguna buena secretaria? McGuire no podía creer que Harod hubiera realmente echado a María Chen después de tantos años.
—Hasta las chicas inteligentes acaban siendo excesivamente dependientes si las dejas demasiado tiempo a tu alrededor —dijo Harod—. Tuve que dejarla marcharse antes de que empezara a zurcir mis calcetines y a bordar su nombre en mis calzoncillos.
—¿Adónde fue? —preguntó McGuire—. ¿Volvió a Hong Kong?
—¿Cómo coño voy a saberlo, y qué me importa? —respondió Harod—. Dime si conoces a alguien que escriba taquigráficamente y sepa organizar las cosas.
Colgó, se sentó en su silenciosa sala de proyección durante varios minutos y después fue al yacuzzi.
Relajado, desnudo en el manantial caliente, pensando en ir hasta la piscina a dar unos saltos, Harod cerró los ojos y casi se durmió. Casi podía imaginar los pasos de María Chen cuando le traía las cartas del día. Harod se sentó, encendió un cigarrillo del paquete que estaba al lado de su vaso alto de vodka y se recostó contra el chorro caliente de agua, dejando que sus doloridos músculos se relajaran. «No es tan terrible si mantienes la mente ocupada en otras cosas», pensó.
Estaba casi dormido de nuevo, el cigarrillo ardía cerca de su dedo, cuando oyó el sonido de tacones altos en el vestíbulo.
Los ojos de Harod se abrieron, se puso el cigarrillo en la boca y extendió los brazos, preparado para levantarse y moverse rápidamente si fuera necesario hacerlo. Su bata naranja estaba a menos de dos metros de él.
Durante un segundo no reconoció a la atractiva chica con un sencillo traje blanco que entró con su correspondencia, después enfocó sus ojos de ninfa en una cara de misionero, el labio inferior salido a lo Elvis, y el caminar de modelo.
—Shayla —dijo—. Mierda, me has asustado.
—Te he traído las cartas —dijo Shayla Berrington—. No sabía que también eras del National Geographic.
—Dios, chica, quería llamarte —dijo Harod apresuradamente—. Para disculparme por la terrible confusión del invierno pasado.
Aún no del todo cómodo, Harod pensó «usarla». No. Empezaría de nuevo. Las cosas podían ir bien sin usar esas armas.
—No tiene importancia —dijo Shayla.
Su voz siempre había sido suave y soñadora, pero ahora parecía realmente somnolienta. Harod se preguntó si la pobre chica mormona había descubierto las drogas durante los meses en que no había encontrado trabajo.
—Ya no estoy furiosa —dijo Shayla distraídamente—. El Señor me ayudó a superar todo aquello.
—Ah, muy bien —le dijo Harod, sacudiéndose la ceniza del pecho—. Y tenías razón cuando decías que el Tratante no era para ti. Es una auténtica mierda, años luz debajo de tu clase, chica, pero esta misma mañana he hablado con Schu Williams que ha estado estudiando un proyecto para Orion para el que tú y yo somos perfectos. Schu dice que Bob Redford y un chico llamado Tom Cruise estuvieron de acuerdo en hacer una nueva versión del viejo…
—Aquí tienes tu National Geographic —interrumpió Shayla, alargándole la revista y un montón de cartas.
Harod se puso el cigarrillo en la boca y extendió la mano para coger las cartas, para que no se mojaran. La pistola que de súbito apareció en la mano de la chica era tan pequeña que tenía que ser un juguete; incluso las cinco detonaciones que hizo eran de juguete y sonaron como una pistola de petardos de un niño.
—Eh, tú —dijo Tony Harod, mirando los cinco pequeños agujeros en su pecho e intentando quitárselos de encima. Miró a Shayla Berrington y su boca se abrió, su cigarrillo se agitó en las corrientes arremolinadas—. Oh, joder —dijo y se recostó cuidadosamente, con los dedos resbalando y los párpados pesados cerrándose mientras su cara se deslizaba lentamente bajo la superficie agitada del agua.
Shayla Berrington miró sin expresión durante diez minutos mientras el agua espumante se volvía primero rosada y después muy roja, y cuando los chorros lanzaron más agua fresca y los filtros hicieron su trabajo, se aclaraba de nuevo. Después se giró y se apartó lentamente, con una impecable elegancia, la cabeza alta, sus zapatos de tacones altos pulidos resonando por encima del sonido de los chorros de agua. Apagó las luces y se marchó. La habitación quedó muy oscura, pero la luz del sol reflejándose en el yacuzzi lanzaba aleatorios reflejos de luz sobre la pared de yeso blanco, como una pantalla de cine cuando la película termina pero la lámpara de proyección sigue encendida sin imágenes.