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Charleston, martes 16 de junio de 1981

Con perfecta navegación y un fuerte viento de cola, aterrizaron en la pequeña pista de Meeks, al norte de Charleston, cuarenta y cinco minutos antes del alba. El tanque de reserva marcaba vacío durante las últimas diez millas, pero flotaron hacia un aterrizaje perfecto entre las hileras de luces de la pista.

Saul no se despertó cuando lo colocaron en una camilla de lona que Meeks guardaba en el hangar.

—Necesitamos un segundo vehículo —dijo Natalie, mientras los dos hombres sacaban al herido del avión—. ¿Ése está a la venta? —preguntó señalando con la cabeza un microbús VW con doce años aparcado cerca de la nueva furgoneta de potencia extra de Meeks.

—¿Mi viejo coche? —dijo Meeks—. Supongo que sí.

—¿Cuánto? —preguntó Natalie. El viejo vehículo tenía dibujos psicodélicos de los años sesenta que se podían ver a través de una pintura verde apagada, pero lo que ella consideró más útil fueron las cortinas en las ventanas y el hecho de que los asientos traseros fueran lo bastante anchos para la camilla.

—¿Quinientos?

—Vendido —dijo Natalie. Mientras los hombres ataban la camilla al asiento largo detrás del asiento del conductor, Natalie hurgó en las maletas en la parte de atrás de su furgoneta y salió con novecientos dólares en billetes de veinte que estaban ocultos en los otros mocasines de Saul. Era todo lo que les quedaba. Transfirió las maletas y bolsas al microbús.

Jackson estaba tomándole la presión arterial a Saul y la miró.

—¿Por qué dos coches?

—Quiero que tenga atención médica lo más pronto posible —dijo ella—. ¿Será demasiado arriesgado llevarlo a Washington?

—¿Por qué a Washington?

Natalie sacó un expediente de la cartera de Saul.

—Aquí hay una carta de… un pariente de Saul. Explica lo suficiente para obtener para él ayuda en la embajada de Israel. Ha sido nuestra salida de emergencia, por decirlo de alguna manera. Si lo llevamos a un médico o a un hospital de Charleston, las heridas de bala llamarán la atención de la policía. No podemos arriesgarnos si no es absolutamente necesario.

Jackson se agachó y asintió con la cabeza. Tomó el pulso de Saul.

—Sí, creo que llegará a Washington, si allí pueden darle una buena atención médica.

—Lo cuidarán en la embajada.

—Necesitará cirugía, Nat.

—Tienen una sala de operaciones en la embajada.

—¿Sí? Es extraño. —Hizo un gesto largo con las dos palmas hacia arriba—. Pero ¿por qué no vienes también?

—Tengo que recoger a Catfish —dijo Natalie.

—Podemos pasar por allá antes de dejar la ciudad —le propuso Jackson.

—Tengo que deshacerme también del C-4 y del material electrónico —dijo ella—. Márchate inmediatamente. Catfish y yo te encontraremos en la embajada esta noche.

Jackson la miró durante un largo minuto y asintió con la cabeza. Salieron de la furgoneta y Meeks fue a reunirse con ellos.

—En la radio no hay noticias de la revolución —dijo él—. ¿No está marcada para empezar inmediatamente?

—Sigue escuchando —dijo Natalie.

Meeks asintió con la cabeza y recibió los quinientos dólares.

—Si la revolución sigue así, me voy a forrar.

—Gracias por todo —dijo Natalie. Se dieron un apretón de manos.

—Vosotros tres deberíais tener otro tipo de actividad si queréis disfrutar de la vida después de la revolución —sugirió Meeks—. Tomáoslo con calma.

Silbando una melodía indescifrable, se dirigió a su caravana.

—Nos veremos en Washington —le dijo Natalie, parándose un momento junto a la puerta de la furgoneta para apretar la mano de Jackson.

Él la cogió por los hombros, la tiró y la besó firmemente en los labios.

—Cuidado, guapa. No hay nada que tengas que hacer esta noche que los tres no podamos hacer después de cuidar de Saul.

Natalie asintió con la cabeza, pero no se atrevió a hablar. Condujo rápidamente la furgoneta, apartándose de la pista de aterrizaje en dirección a la carretera de Charleston.

Había mucho que hacer mientras conducía el coche a gran velocidad. En el asiento delantero, arregló el cinturón con el C-4, el monitor encefalográfico y los electrodos, la radio portátil, el Colt y dos cargadores extra, y la pistola de dardos tranquilizadores con una caja de munición. En el asiento trasero estaba el otro equipamiento electrónico y una manta que cubría un hacha que habían comprado el viernes anterior. Natalie se preguntó qué pensaría de todo aquello un policía de tránsito si la hiciera parar por exceso de velocidad.

La noche estaba convirtiéndose en el resplandor pálido, gris, que su padre llamaba «falso alba», pero otro banco de nubes hacia el este lo mantenía suficientemente oscuro para conservar encendidas todas las luces. Natalie condujo lentamente por las calles del casco antiguo, su corazón latía con demasiada fuerza. Paró a medio bloque de la casa de Fuller y encendió la radio, sin recibir respuesta. Por fin apretó el botón emisor y dijo.

—¿Catfish? ¿Estás ahí?

Nada. Después de intentarlo durante algunos minutos, pasó con el coche por delante de la casa, pero no pudo ver nada en el callejón donde Catfish debía estar esperando. Dejó la radio a un lado con la esperanza de que el chico estuviera durmiendo en algún sitio o hubiese ido a buscarlo, o, incluso, que hubiese sido detenido por algún motivo.

La casa Fuller y el patio estaban a oscuras bajo los altos árboles que aún goteaban a causa de la tempestad de la noche. Sólo se intuía un brillo leve a través de las persianas de la habitación de arriba.

Natalie condujo lentamente alrededor de la manzana. Su corazón latía tan rápidamente que le dolía. Las palmas de sus manos estaban sudadas y sus manos demasiado débiles para cerrarse. Estaba mareada por la falta de sueño.

Era absurdo seguir adelante sola. Debía esperar a que Saul mejorara, esperar a que Catfish y Jackson pudieran ayudarla a llevar a cabo el plan. Era mucho mejor dar media vuelta y dirigirse a Washington…, lejos de la enorme y oscura casa cien metros delante de ella, con su pálido brillo verde, como un hongo fosforescente centelleando en los lindes oscuros de algún bosque.

Natalie detuvo el coche mientras intentaba dominar su respiración descompensada por el pánico. Bajó la frente hasta el volante frío y obligó a su mente cansada a pensar.

Echaba en falta a Rob Gentry. Rob sabría qué hacer.

Pensó que era una señal de su cansancio que las lágrimas asomaran tal fácilmente. Se sentó abruptamente y se limpió la nariz moqueante con el revés de la mano.

Hasta ahora, pensó, todos habían corrido el kilómetro extra de esta pesadilla excepto la pequeña Natalie. Rob había hecho su parte y estaba muerto allí. Saul había ido a la isla solo…, solo…, sabiendo que allí tendría que enfrentarse a cinco de aquellos seres. Jack Cohen había muerto cuando intentaba ayudar. Incluso Meeks y Jackson y Catfish acabaron haciendo la mayor parte del trabajo cuando la señorita Natalie se lo pidió.

En las profundidades de su corazón, Natalie sabía que Melanie Fuller no estaría allí si tardaban algunas horas. Podría haber desaparecido ya.

Natalie cogió el volante con tanta fuerza que sus nudillos quedaron pálidos. Forzó a su mente cansada a analizar sus motivaciones. Natalie sabía que su sed de venganza había sido embotada por el tiempo que llevaba metida en esto y por los acontecimientos y la locuras de los últimos siete meses. No era la misma mujer impotente y perdida ante un depósito de cadáveres cerrado en un distante domingo de diciembre, sabiendo que el cuerpo de su padre estaba allí dentro y prometiendo vengarse de su asesino desconocido. Al contrario que a Saul, ya no le guiaba una búsqueda de improbable justicia.

Natalie miró la casa Fuller media manzana más allá y comprendió que la fuerza que ahora la guiaba estaba más cercana del imperativo que la había hecho prepararse para ser profesora. Dejar a Melanie Fuller viva en el mundo era como huir de una escuela donde una serpiente venenosa se paseaba suelta entre los confiados niños.

Las manos de Natalie temblaban mucho cuando cogió el pesado cinturón de C-4. El monitor encefalográfico necesitaba baterías nuevas y pasó un terrible minuto cuando recordó que había dejado los recambios en una de las bolsas del microbús. Con dedos torpes abrió la radio y transfirió sus baterías al monitor.

Dos de las cintas de electrodos de los sensores no se pegaron y las dejó colgadas, conectando el disparador al detonador del C-4. El principal detonador era eléctrico, pero había un cronómetro detrás y también una espoleta enroscada que ella y Saul habían programado para treinta segundos. De nuevo con una sensación de pánico, palpó sus bolsillos, pero el encendedor que llevaba desde hacía tanto tiempo debía de haberse quedado en la isla con el resto del contenido de su bolso. Natalie hurgó en la guantera. Entre los mapas había una caja de cerillas de un restaurante en el que habían comido, en Tulsa. Estaba sin estrenar. Se la metió en el bolsillo.

Natalie miró las cosas en el asiento del pasajero y puso la furgoneta en marcha conservando el pie en el freno. Una vez, cuando tenía siete años, una amiga la había desafiado a ir hasta el trampolín más alto cuando nadaban en la piscina municipal. El trampolín que su amiga había señalado era el más alto de los seis, tres metros por encima del penúltimo, en una torre reservada a adultos que fueran buceadores competentes. De todas formas, ella había salido inmediatamente de la parte baja, había pasado, llena de confianza, junto al monitor que estaba demasiado ocupado parloteando con una adolescente para prestar atención a una niña de siete años, subió la escalera que parecía no acabarse nunca, llegó a la punta de la estrecha tabla y saltó hacia una piscina tan lejana allá abajo que parecía haberse encogido con la distancia.

Natalie había sabido entonces, como sabía ahora, que pensar en eso era parar, que la única manera de seguir adelante era dejar el cerebro totalmente en blanco sin pensar en la acción siguiente hasta que empezara. Pero cuando aceleró por la tranquila calle, pensaba lo mismo que en ese instante en el que había saltado del trampolín sabiendo que no podía volverse atrás: «¿Estoy realmente haciendo esto?»

Desde el regreso de la vieja señora, el recinto Fuller había añadido una pared de ladrillos de un metro ochenta, con un metro de verja negra de hierro sobre los ladrillos. Pero el antiguo portal ornamental se había conservado con un metro de enrejado de hierro a cada lado. El portal tenía un candado, pero no profundamente clavado en el cemento. La furgoneta de Natalie iba a cincuenta kilómetros por hora cuando giró bruscamente hacia la derecha, saltó sobre la curva con una fuerte sacudida y chocó contra el hierro del portal.

La parte superior de la estructura metálica cayó y convirtió el parabrisas en una telaraña de rajas blancas, el parachoques derecho chocó contra la fuente ornamental y se soltó, y el vehículo patinó por el patio y a través de los arbustos y árboles enanos y se aplastó contra la fachada de la casa.

Natalie había olvidado ponerse el cinturón. Rebotó hacia delante, golpeó de frente contra el parabrisas y volvió hacia atrás; el golpe le hizo ver las estrellas y sentir náuseas. Por segunda vez en tres horas se había mordido la lengua con suficiente fuerza para sentir el sabor de la sangre. Las armas que habían sido dispuestas tan cuidadosamente en el asiento estaban desparramadas por el suelo.

«Magnífico comienzo», pensó Natalie, inquieta. Se curvó para coger el Colt y la pistola de dardos. La caja de dardos había caído debajo del asiento, así como los cargadores extra para la automática. Al diablo; ambas estaban cargadas.

Abrió la puerta de un puntapié y salió hacia la oscuridad que antecede al alba. Los únicos sonidos eran el agua que fluía de la fuente rota y del radiador aplastado del coche, pero estaba segura de que su entrada tenía que haber sido suficientemente ruidosa para despertar a todo el vecindario. Ahora tenía sólo algunos minutos para hacer lo que tenía que hacer.

La idea había sido llamar a la puerta principal de la casa con mil quinientos kilos de coche, pero Natalie falló por medio metro. Con la pistola del 32 en el cinturón, la pistola de dardos en la mano derecha, intentó abrir las puertas. Quizá Melanie facilitaría las cosas.

La puerta estaba cerrada. Natalie recordó haber visto una serie de cerraduras y cadenas en la parte interior.

Dejando la pistola de dardos en el techo de la furgoneta, sacó el hacha del asiento trasero y empezó a trabajar en la bisagra de la puerta. Seis hachazos y el sudor mezclado con la sangre del golpe que se había pegado contra el parabrisas empezó a caerle sobre los ojos. Ocho hachazos y la madera alrededor de la bisagra inferior se astilló. Diez y la pesada puerta saltó, aún sujeta en el lado izquierdo por los cerrojos y cadenas.

Natalie jadeó, dominó el nuevo acceso de náuseas y lanzó el hacha hacia los arbustos. Aún no había ningún sonido de sirenas ni ningún movimiento en la casa. El brillo verde del segundo piso lanzaba su luz enfermiza sobre el patio.

Natalie sacó el Colt y colocó una bala en la recámara, recordando que quedaban siete balas de las ocho iniciales a causa del disparo accidental en el Cessna. Recuperó la pistola de dardos y se detuvo un instante con una pistola en cada mano, sintiéndose absurda. Su padre habría dicho que parecía su cowboy favorito, Hoot Gibson. Natalie no había visto ninguna película de Hoot Gibson, pero también era su cowboy favorito.

Empujó la puerta hacia dentro con un puntapié y penetró en el oscuro vestíbulo, sin pensar en el paso siguiente o en el que vendría después de ése. Estaba asombrada de que un corazón humano pudiera latir con tanta fuerza sin salirse del pecho de la persona.

Catfish estaba sentado a horcajadas en una silla a un metro y medio de la puerta. Sus ojos muertos atravesaron a Natalie, el hilo de una nota colgaba de su mandíbula inferior abierta. A la tenue luz del patio, pudo leer las letras toscas del cartel: «VETE

«Quizá se ha largado, quizá se ha largado», pensó Natalie rodeando a Catfish para dirigirse a la escalera.

Marvin apareció en la puerta del comedor, a su derecha, una fracción de segundo antes de que Culley ocupara el hueco de la puerta de la sala de estar, a la derecha.

Natalie le disparó a Marvin un dardo tranquilizador en el pecho y lanzó la pistola de dardos ya inútil. Su mano derecha saltó entonces rápidamente para coger la muñeca derecha de Marvin cuando éste balanceó el cuchillo de carnicero en un arco mortal. Pudo frenar su descenso, pero la punta de la hoja se hundió un centímetro en su hombro izquierdo mientras se esforzaba para mantener el brazo de Marvin hacia atrás, haciendo balancear al chico en un baile torpe mientras Culley los rodeaba a ambos con sus enormes brazos en un poderoso abrazo. Sintiendo que las manos de Culley se unían detrás de su espalda, sabiendo que el gigante necesitaría sólo dos segundos para romperle la columna, metió el Colt bajo el brazo izquierdo de Marvin, hundió el cañón en el vientre de Culley y disparó dos veces. El ruido sonó obscenamente amortiguado.

La suave cara de Culley tuvo de repente la expresión de un niño decepcionado, sus dedos se aflojaron detrás de ella, y se tambaleó hacia atrás, agarrándose al marco de la puerta de la sala de estar como si el suelo se hubiera súbitamente vuelto vertical. Con una presión que marco sus enormes bíceps y astilló la madera, resistió a la fuerza invisible que lo tiraba hacia atrás y empezó a escalar esa imaginaria pared, dando un pesado paso en dirección a Natalie, con el brazo derecho extendido, como si intentara cogerla.

Natalie apuntaló el brazo en el hombro de Marvin, que se hundía súbitamente, y disparó dos veces más; la primera bala atravesó la palma de la mano de Culley y entró en su vientre, la segunda le arrancó el lóbulo de la oreja izquierda como en un truco de mágica.

Natalie se dio cuenta de que sollozaba y gritaba:

—¡Cáete! ¡Cáete!

No cayó, se agarró de nuevo del marco y se agachó lentamente hasta sentarse, moviéndose como sincronizado con la caída de Marvin a cámara lenta. El cuchillo cayó al suelo. Natalie cogió la cabeza del joven negro antes de que su cara diera contra la madera encerada; la puso cerca de los pies de Catfish y se levantó, girando la pistola en arcos cortos para cubrir la puerta del comedor y el pequeño vestíbulo hasta la puerta de la cocina.

Nada.

Aún sollozando, respirando hondo, Natalie empezó a subir por la larga escalera. Tocó un interruptor. La araña de cristal que pendía del techo del vestíbulo siguió apagada y el rellano en lo alto de la escalera continuó a oscuras. Cinco pasos más arriba pudo vislumbrar el brillo verde que rezumaba por debajo de la puerta de la habitación de Melanie Fuller.

Comprendió que sus sollozos se habían transformado en pequeños gemidos lloriqueantes. Los acalló. A tres pasos del rellano, se detuvo y se quitó el cinturón, puso las bolsas de C-4 sobre su brazo derecho con el cronómetro vuelto hacia arriba, preparado para treinta segundos. Un golpecito de la palanca de armar lo activaría. Miró su monitor del encefalógrafo. La luz verde aún parpadeaba, el gatillo estaba conectado aún con el detonador del C-4. Se detuvo otros veinte segundos para dejar que la vieja hiciera su movimiento, si iba a hacerlo.

Silencio.

Natalie miró el rellano. Una única silla Bentwood de mimbre estaba colocada a la izquierda de la puerta de la habitación de Melanie. Natalie supo inmediatamente y con una certidumbre irracional que era allí donde el señor Thorne se sentaba, vigilante, durante muchos años de vigilias nocturnas. No podía ver el oscuro vestíbulo más allá de la esquina que conducía a la izquierda del rellano, hacia la puerta trasera de la casa.

Oyó un ruido abajo y dio un salto, pero vio sólo los tres cuerpos en el suelo. Culley había caído hacia delante y su frente había hecho un ruido suave al chocar contra la madera encerada.

Natalie se giró de nuevo, levantó el Colt y pisó el rellano.

Esperaba algo desde el vestíbulo a oscuras, estaba preparada para eso, y casi disparó la pistola hacia la oscuridad cuando nada ocurrió.

El vestíbulo estaba vacío; las puertas, cerradas.

Se giró hacia la puerta de la habitación de Melanie, con el dedo, tenso, en el gatillo, el brazo izquierdo medio extendido con el pesado cinturón de C-4. Abajo, en algún sitio, un reloj hacia tictac.

Quizá fue un ruido lo que la alertó, quizás una leve corriente de aire contra su mejilla, pero algún aviso subliminal la hizo mirar hacia arriba en ese momento. El techo a tres metros, a oscuras, y el cuadrado más oscuro —una pequeña ventana de ventilación hacia el ático—, abierto, enmarcaban el cuerpo tenso, preparado para caer, y la cara locamente sonriente del niño de seis años y sus manos hechas garras y sus dedos hechos zarpas que reflejaban el brillo verde como acero afilado.

Natalie disparó la pistola hacia arriba al mismo tiempo que intentaba saltar de lado, pero Justin cayó con un fuerte silbido, la bala tocó sólo la madera y las garras de acero rastrillaron su brazo derecho, haciéndole perder el Colt.

Ella se tambaleó hacia atrás, levantando su brazo izquierdo con el cinturón de C-4 como escudo. Cada víspera de Todos los Santos, cuando era niña, Natalie iba a la tienda de la esquina a comprar «garras de brujas», puntas de dedos de cera con uñas pintadas de ocho centímetros. Justin llevaba diez de ésos. Pero los suyos eran de acero y las uñas eran rojas de escalpelo de ocho centímetros. Espontáneamente, le vino la imagen de Culley u otro de los sustitutos de Melanie fabricando los dedales de acero, llenándolos de plomo fundido y observando cómo el niño metía los dedos en ellos, esperando que el plomo se enfriara y endureciera.

Justin saltó sobre ella. Natalie retrocedió contra la pared e instintivamente mantuvo el brazo izquierdo levantado. Las garras de Justin se clavaron profundamente en el cinturón, ocho estiletes perforando la lona, el forro de plástico y el mismo plástico C-4. Natalie rechinó los dientes cuando por lo menos dos de las hojas perforaron la carne de su brazo.

Con su inhumano silbido de triunfo, Justin arrancó el cinturón de explosivos de las manos de Natalie y lo lanzó sobre la barandilla. Natalie oyó el ruido sordo de la caída en el vestíbulo, abajo, cuando seis kilos de explosivo inerte cayeron pesadamente. Miró el suelo, encontró el Colt entre dos columnas de la barandilla. Dio medio paso hacia allí, pero Justin saltó primero y envió la pistola volando sobre el borde con un puntapié rápido de su zapato azul.

Natalie hizo una finta hacia la izquierda y saltó a la derecha, intentando llegar a la escalera. Justin saltó también para interceptarla, forzándola a retroceder, pero no antes de que Natalie tuviera un vislumbre de Culley subiendo por la escalera y de su cuerpo macizo llenando los peldaños. Había subido una tercera parte y dejado atrás un reguero de sangre.

Natalie se giró para correr por el pequeño vestíbulo y se detuvo, segura de que eso era lo que la vieja había planeado. Sólo Dios sabía lo que la esperaba en aquellas salas oscuras.

Justin se dirigió rápidamente hacia ella, agitando las uñas. Natalie terminó su giro con un solo movimiento, cogiendo la silla Bentwood con su mano derecha ensangrentada. Una de las patas golpeó a Justin en la boca, haciéndole saltar algunos dientes, pero el niño no vaciló un segundo y avanzó como la cosa poseída por el demonio que realmente era, agitando las manos. Las hojas rastrillaron las patas de la silla, rasgaron el asiento. Justin se agachó y avanzó en cuclillas, buscando las piernas y los muslos de Natalie, buscando la arteria femoral. Ella hizo fuerza hacia abajo con la silla, intentando clavarlo contra el suelo.

Fue demasiado rápido. Las garras afiladas como escalpelos no alcanzaron los muslos de Natalie por pocos centímetros y él retrocedió antes de que ella pudiera cogerlo. El niño hizo una finta hacia la derecha, saltó arriba, danzó hacia atrás, saltó de nuevo. Las suelas de sus zapatos chirriaban en el suelo.

Natalie aguantó todos los ataques, pero sus brazos lacerados ya le dolían del cansancio. Una herida en su brazo izquierdo le daba la sensación de que había sido perforado hasta el hueso. Con cada ataque iba retrocediendo hasta que topó con la espalda contra la puerta de la habitación de Melanie Fuller. Sin tiempo para pensar, una parte de su cerebro insistía en generar una imagen gráfica instantánea de la puerta abriéndose, de ella cayendo en unos brazos que la esperaban y se agitaban, en unas manos que la apretaban y en unos dientes castañeteantes…

La puerta continuó cerrada.

Justin se agachó y corrió hacia ella, aceptando el castigo de las patas de la silla rompiéndose contra su pecho y su garganta, abriendo mucho los brazos en un intento de hacer llegar sus afilados dedos a las manos, brazos o pecho de Natalie. Sus brazos eran demasiado cortos para eso.

Justin hundió sus talones en el marco de madera de la silla y tiró, empujó de nuevo, intentando arrancarle la Bentwood de las manos o romperla.

Volaron astillas, pero el marco aguantó.

En alguna parte detrás del muro de pánico salvaje que había en ella, un círculo en calma en su mente intentaba enviarle un mensaje. Casi podía oírlo expresado en la voz seca, casi pedante, de Saul: está utilizando un cuerpo de niño, Natalie, de un niño de seis años. La ventaja de Melanie está en el miedo y la furia. Tu ventaja está en el tamaño y el peso, la fuerza y la masa. No los desperdicies.

Justin hizo un sonido como una olla a presión desbordándose y corrió de nuevo hacia ella, gateando por el suelo. Natalie pudo ver el extremo de la cabeza calva de Culley, que acababa de aparecer al borde del rellano.

Recibió el ataque de Justin extendiendo la silla con ambos brazos, poniendo todo su ímpetu, empujando con fuerza. Las patas astilladas de la silla lo cogieron por ambos lados de la garganta y del torso y lo lanzaron contra la barandilla encerada. La madera vieja de la barandilla crujió, pero no llegó a romperse.

Ágil como un visón, rápido como un gato con garras de acero, Justin saltó sobre la barandilla de quince centímetros de ancho, se balanceó durante un segundo y se preparó para saltar sobre ella. Sin la mínima vacilación, Natalie dio un paso adelante, cogió la silla como un garrote y la acompañó con un balanceo de todo el cuerpo que arrancó a Justin de la barandilla como una pelota de sangre y carne.

Un solo grito salió de las gargantas de Justin, Culley y numerosas voces detrás de la puerta cerrada de Melanie, pero el pequeño monstruo no estaba acabado.

Arqueándose en el aire, con el pelo revuelto por el aire, Justin se agarró a la enorme araña que colgaba a poco menos de dos metros por debajo del nivel del rellano. Sus uñas de acero se cerraron sobre la cadena de hierro, sus piernas se estrellaron contra prismas de cristal, creando un caos musical, y un segundo más tarde gateaba sobre la araña, balanceándose a casi cinco metros por encima del suelo.

Natalie bajó la silla mientras miraba sin poderse creer lo que veía. La mano de Culley llegó al último peldaño y continuó alzándose. La cara redonda de Justin se ensanchó en una terrible burla mientras balanceaba la araña con el brazo izquierdo extendido y las uñas alargadas hacia la barandilla que se acercaba más a cada balanceo.

En su día —por lo menos un siglo antes— las cadenas de la araña habrían aguantado diez veces el peso de Justin sin problemas. La cadena de hierro y los tornillos del ancla aún podían aguantarlo. Pero la viga de madera de dieciocho centímetros en la que el hierro estaba clavado había sufrido más de cien años de humedad e insectos de Carolina del Sur y de negligencia benigna.

Natalie vio cómo Justin desaparecía de la vista; la araña también desapareció y le siguió un trozo de un metro y medio de yeso del techo, cables eléctricos, tornillos de hierro y madera podrida. El ruido de la caída fue impresionante. Trozos de cristal golpearon las paredes como fragmentos de granadas.

Natalie quería bajar para coger el arma y el C-4, pero comprendió inmediatamente que estaban enterrados entre los escombros.

¿Dónde estaba la policía? ¿Qué tipo de barrio era éste? Natalie recordó que muchas de las casas cercanas habían estado a oscuras las noches anteriores, los vecinos estaban ausentes o eran muy viejos. Su entrada había sido ruidosa y dramática, pero era posible que nadie se hubiese dado cuenta del coche o supiera de dónde había venido el ruido. El coche no podía dejar de verse desde la calle detrás de los muros de ladrillos de la casa Fuller. Dos de los cuatro tiros que había disparado tenían que haber sido lo bastante fuertes para que los oyeran, pero el espeso follaje tropical del bloque amortiguaba y distorsionaba los sonidos. Quizá simplemente nadie quería implicarse. Miró su ensangrentado reloj de pulsera. Habían pasado menos de tres minutos desde que había cruzado la puerta.

«Oh Dios», pensó Natalie.

Culley se puso de pie en el rellano. Su mirada pálida, idiota, se levantó para encontrar la de Natalie.

Llorando sin ruido, Natalie balanceó la silla contra la cabeza de Culley —una vez, dos veces, una tercera vez—. Una de las patas de la silla se partió y rebotó en la pared. La barbilla de Culley dio contra la madera cuando su corpulencia retrocedió cinco pasos.

Natalie vio que la cara ensangrentada de Culley se levantaba, con los brazos y las piernas torcidos, y el monstruo empezó de nuevo a levantarse.

Natalie se giró y golpeó la silla contra la maciza puerta.

—¡Maldita seas, Melanie Fuller! —gritó a plena voz. Después del cuarto golpe, la silla Bentwood se deshizo en sus manos.

Y la puerta se abrió hacia dentro.

No estaba cerrada.

Las ventanas de la habitación tenían las persianas cerradas, pero permitían que entrara un poco del gris del alba. Los osciloscopios y demás equipo de mantenimiento de vida pintaban a los ocupantes con una luz pálida, eléctrica. La enfermera Oldsmith, el doctor Hartman y Nancy Warden —la madre de Justin— rodeaban a Natalie. Los tres llevaban trajes blancos sucios y tenían expresiones idénticas —expresiones que Natalie había visto sólo en documentales de supervivientes de los campos de muerte mirando desde el alambre de espino a los ejércitos que llegaban—, con los ojos redondos, las mandíbulas abiertas, atontados.

Detrás de esta última línea de defensa estaban el enorme lecho y su ocupante. La cama estaba envuelta con gasa de encaje y la visión era aún más distorsionada por el plástico de una cámara de oxígeno, pero Natalie podía vislumbrar fácilmente la figura arrugada perdida entre la ropa de la cama; la cara arrugada, distorsionada, y el ojo que miraba, la curva manchada por la edad del cráneo aún orlado con pelo azul y ralo, y el esquelético brazo derecho que reposaba fuera de la colcha, sus dedos agarrados espasmódicamente las sábanas y el edredón. La vieja se retorcía débilmente en la cama, reforzando la imagen anterior que Natalie tenía de un ser marino rancio arrancado de su elemento.

Natalie miró rápidamente alrededor, asegurándose de que no había nadie detrás de la puerta ni venía ningún pelele del vestíbulo. A su derecha había un antiguo aparador con un espejo de color. Un peine y un cepillo estaban cuidadosamente dispuestos sobre un tapete amarillento. Mechones de pelo azul estaban agarrados a las cerdas. A la izquierda de Natalie, entre tazas de té, platos sucios y ropa sucia en montones de un metro de alto, había un montón de bandejas de comida, el armario alto con las puertas abiertas y ropa desordenada en su interior, instrumentos médicos alrededor en la suciedad y cuatro largos tanques de oxígeno en carritos de dos ruedas. Los sellos de dos de los tanques estaban intactos, lo que sugería que eran recambios nuevos para los que ahora lanzaban aire en la cámara de plástico de la vieja. El hedor en la habitación excedía todo lo que Natalie había conocido hasta entonces. Oyó un leve ruido, miró hacia la izquierda y vio dos ratones hurgando entre el montón de platos y sábanas sucios. Los roedores no se preocupaban de las personas, como si no vivieran allí seres humanos. Natalie comprendió que ésa era la verdad.

Los tres cadáveres ambulantes movieron las bocas al unísono:

—Márchate —dijeron con un petulante lloriqueo infantil—. No quiero jugar más.

La cara de la vieja, deformada y alargada por las lentes onduladas de la cámara de oxígeno de plástico, se movía hacia atrás y hacia delante mientras su desdentada boca producía chasquidos húmedos.

Los tres peleles levantaron la mano derecha al unísono. Los escalpelos cortos se reflejaron en la luz verde de la pantalla del monitor. «¿Sólo tres?», pensó Natalie. Sentía que debía de haber más, pero estaba demasiado cansada y dolorida para pensar. Más tarde.

En ese momento quería decir algo, no estaba segura de qué. Quizás explicarles a aquellos zombies y al monstruo situado detrás de ellos que su padre era —había sido— una persona importante, demasiado importante para utilizarlo como un personaje secundario en una muy mala película. Cualquier persona —todos— se merecía más que eso. Algo así.

En vez de eso, la cosa que había sido un médico empezó a moverse hacia ella, las otras dos lo siguieron y Natalie se contentó con moverse rápidamente hacia su izquierda, romper el sello y girar el grifo del primer tanque de oxigeno y lanzarlo con toda su fuerza contra el doctor Hartman. Falló. El tanque era increíblemente pesado. Cayó al suelo con un sonido resonante, chocó contra las piernas de Nancy Warden y rodó bajo el lecho con dosel, lanzando oxígeno puro en la habitación.

Hartman balanceó el escalpelo hacia ella en un arco rápido, llano. Natalie dio un salto hacia atrás pero no con suficiente rapidez. Empujó un carrito con un tanque de oxígeno vacío para colocarlo entre ella y el neurocirujano y bajó la mirada para ver el corte en su blusa ya manchada de rojo por la leve incisión.

Culley se arrastró hacia la habitación, utilizando los codos.

Natalie sintió que la furia en su sistema nervioso llegaba a nuevas alturas. Ella y Saul y Rob y Cohen y Jackson y Catfish…, todos habían llegado demasiado lejos para que ella se detuviera aquí. Saul podría apreciar la ironía del caso, pero Natalie odiaba la ironía.

Con la oleada de adrenalina que permite a una madre levantar un coche de encima de su hijo, a un comerciante sacar cajas fuertes de acero de edificios en llamas, Natalie levantó el segundo tanque de oxígeno, de unos cuarenta kilos, por encima de su cabeza y lo lanzó directamente a la cara del doctor Hartman. La válvula se rompió cuando el tanque y el cuerpo del doctor cayeron por el suelo.

Nancy Warden se arrastraba hacia ella. La enfermera Oldsmith levantó su escalpelo y corrió directamente hacia ella. Natalie lanzó una sábana manchada de orina sobre la alta enfermera y la esquivó saltando hacia su derecha. La figura cubierta con la sábana chocó contra el armario. Un segundo después la hoja del escalpelo apareció, rasgando el tejido fino.

Natalie había cogido una almohada y la apretaba mientras corría cuando la mano de Nancy Warden saltó y le agarró el tobillo.

Natalie cayó con fuerza sobre la vieja alfombra, intentando liberarse de Nancy con el pie libre. La madre de Justin había perdido el escalpelo, pero usó ambas manos para agarrar la pierna de Natalie, en el aparente intento de arrastrarla con ella bajo el lecho.

A un metro de distancia, Culley entraba en la habitación. Sus heridas le habían abierto la pared abdominal, dejando una huella de vísceras que iban hasta el rellano oscuro.

La enfermera Oldsmith acabó de cortar la sábana y se giró como un payaso callejero desentrenado.

—Para —gritó Natalie a voz en cuello. Sacó la caja de cerillas, la dejó caer, encendió una cerilla mientras Nancy Warden la arrastraba del pie hacia el lecho e intentó encender la almohada. Se chamuscó, pero no prendió. La cerilla se apagó.

Los dedos de Culley la agarraron por el pelo.

Con las manos aún libres, Natalie encendió una segunda cerilla, la dejó junto a la caja de cerillas y acercó la llama a la almohada, resistiéndose al impulso de dejarla cuando las llamas le quemaron los dedos.

La almohada se incendió.

Natalie utilizó un movimiento del brazo para lanzarla sobre el lecho endoselado.

Saturado por un chorro de oxígeno puro lanzado desde abajo, el baldaquino de encaje, la ropa de cama y el marco de madera explotaron en un géiser de llama azul que voló hasta el techo y se extendió lateralmente a las cuatro paredes en menos de tres segundos.

Natalie contuvo la respiración cuando sintió que el aire se sobrecalentaba, se liberó con un puntapié de la mujer en llamas que le cogía el tobillo y se puso en pie para huir.

Culley le había soltado el pelo, pero se había puesto de pie con ella. Ahora le impedía salir de la habitación como un cadáver casi sin entrañas que se erguía furioso de la mesa de autopsia.

Sus largos brazos cogieron a Natalie y la obligaron a dar la vuelta. Aún conteniendo la respiración, Natalie vio la forma de la vieja en la cama, agitándose y contorsionándose en una bola azul de llama concentrada; su cuerpo ennegrecido parecía que era todo articulaciones aguzadas y ángulos —un saltamontes friéndose y cambiando de forma ante los ojos de Natalie—, y en ese momento la mujer que estaba en el lecho soltó un único grito abrumador que un segundo después fue recogido por la enfermera Oldsmith, Nancy Warden, Culley, el cadáver del doctor Hartman y por la propia Natalie.

En un ímpetu final de esfuerzo, Natalie hizo girar a Culley y a sí misma y se lanzó por la puerta hacia el rellano precisamente cuando la segunda botella de oxígeno explotaba. Culley recibió toda la fuerza de la explosión detrás de ella y durante un segundo la casa se llenó del olor de la carne asada. Los brazos de Culley se abrieron forzadamente al chocar contra la pared junto a la curva de la escalera y Natalie se cayo por los escalones mientras el hombre en llamas hacía el salto de la carpa sobre la barandilla y caía en la carnicería de abajo.

Natalie rodó por los escalones cabeza abajo, la cara cerca de las columnas del balaústre. Podía sentir el calor del techo que ardía y ver el brillo de las llamas reflejándose en los cristales rotos abajo, pero estaba demasiado cansada para moverse.

Había hecho todo lo que había podido.

Unos brazos fuertes la levantaron y ella atacó con poca fuerza con sus puños flojos e inútiles como algodón.

—Calma, Nat. Necesito un brazo libre para Marvin.

—¡Jackson!

El chico negro la cogió con el brazo izquierdo y arrastró al antiguo jefe de su pandilla por la camisa con el otro brazo. Natalie tuvo visiones confusas de una sala acristalada con una pared rota, de ser llevada a través de un jardín, del túnel oscuro del garaje.

El microbús esperaba en el callejón y Jackson la levantó delicadamente hasta el asiento trasero y colocó a Marvin en el suelo de la parte de atrás.

—Dios —murmuró Jackson para sí—, qué día. —Se agachó al lado de Natalie y le limpió la sangre y el hollín con una toallita húmeda—. Dios mío, chica —dijo por fin—, qué trabajo.

Natalie se humedeció los labios agrietados.

—Déjame ver —murmuró.

Jackson pasó el brazo por debajo de sus hombros y la ayudó a levantarse. La casa Fuller estaba totalmente envuelta en llamas y el fuego se había extendido a la casa Hodges. A través de los huecos entre los edificios, Natalie podía ver coches de bomberos, techos de coches y cabezas bloqueando la calle. Dos chorros de agua empezaron a caer inútilmente contra la conflagración mientras otras mangueras se giraban hacia los árboles y tejados de los vecinos.

Natalie miró hacia la izquierda y vio a Saul sentado, entrecerrando con mirada de miope los ojos contra las llamas. Saul se giró hacia Natalie, sonrió, meneó la cabeza con incredulidad somnolienta y volvió a dormirse.

Jackson puso una manta enrollada bajo la cabeza de Natalie y la cubrió con otra. Después salió, cerró las puertas y se sentó en el asiento del conductor. El motor arrancó sin demora.

—Si a los señores turistas no les importa —dijo—, tengo que largarme de aquí antes de que la pasma o los bomberos encuentren este callejón.

Estaban fuera del tráfico tres manzanas más allá, aunque los vehículos de emergencia todavía pasaban en la otra dirección hacia el humo.

Jackson llegó a la autopista 52 y se dirigió hacia el noroeste, pasó delante del parque que daba a los astilleros navales, después por el motel.

En la calle Dorchester cortó hacia la autopista 26 y salió de la ciudad pasando el aeropuerto principal.

Natalie descubrió que no podía cerrar los ojos sin ver cosas que no quería ver y sintiendo un grito brotando dentro de ella.

—¿Cómo está Saul? —preguntó con voz temblorosa.

Jackson respondió sin quitar los ojos de la carretera.

—Es un gran tío. Se despertó lo suficiente para decirme lo que ibas a hacer.

Natalie cambió de tema.

—¿Cómo está Marvin?

—Respira —dijo Jackson—. El resto, lo veremos después.

—Catfish ha muerto —dijo ella en una voz no del todo controlada.

—Sí —dijo Jackson—. Mira, guapa, de aquí a pocos kilómetros, después de Ladson, el mapa dice que hay un área de reposo. Os limpiaré como Dios manda. Pondré vendajes en esas dos heridas incisas y un poco de crema en las quemaduras y los cortes. Y os pondré una inyección que os hará dormir.

Natalie asintió con la cabeza y se acordó de decir:

—Bien.

—¿Sabes que tienes una gran contusión en la cabeza y no tienes cejas, Nat?

La miraba por el espejo retrovisor.

Natalie sacudió la cabeza.

—¿Quieres decirme qué ha pasado? —preguntó Jackson en voz baja.

—¡No!

Natalie empezó a sollozar. Se sentía muy bien llorando.

—Muy bien, guapa —dijo Jackson, y empezó a silbar una canción. Se interrumpió y dijo—: Mierda, todo lo que quiero es salir de esta ciudad loca y volver a Filadelfia. Es como la maldita retirada de Napoleón de la maldita Moscú. Bien, si alguien se cruza en nuestro camino entre aquí y la embajada israelí, lo lamentará.

Levantó un revólver del 38 con mango de madreperla y volvió a meterlo de nuevo bajo el asiento.

—¿Dónde has conseguido eso? —preguntó Natalie, limpiando las lágrimas.

—Se lo compré a Daryl —dijo Jackson—. No eres la única dispuesta a financiar la revolución, Nat.

Natalie cerró los ojos. Las imágenes estaban aún allí, pero el deseo de gritar era un poco menos intenso. Comprendió que —durante un momento por lo menos— Saul Laski no era el único que había renunciado al derecho a sus propios sueños.

—He visto una señal —dijo la voz profunda y tranquilizadora de Jackson—. Aquí cerca hay un área de reposo.