Isla Dolmann, martes 16 de junio de 1981
—Bien, ya está —dijo el piloto.
Cuando cesó el bombardeo, Meeks descendió sobre la pista de aterrizaje. El bombardeo sólo había excavado algunos cráteres que podían ser evitados con un buen pilotaje y aún mejor suerte, pero dos árboles habían caído cruzados sobre la superficie alquitranada cerca de la extremidad sur de la pista y la extremidad norte ardía con combustible de aviación. Un avión ejecutivo de reacción ardía en la pista delante de los hangares y otros varios aviones quemados llenaban el área y el montón de cenizas y vigas que había sido el hangar.
—Esto es todo por hoy —dijo Meeks—. Hemos hecho todo lo que hemos podido. El combustible dice que es hora de volver a casa.
—Tengo una idea —dijo Natalie—. Podemos aterrizar en otro sitio.
—No —dijo Meeks, sacudiendo la cabeza. El pico de la gorra de béisbol azul se movió lentamente—. Has visto la playa en la punta norte cuando hemos pasado hace algunos minutos. Hay marea y la tormenta no la deja tranquila. Imposible.
—Él tiene razón, Nat —dijo Jackson con voz cansada—. No podemos hacer nada más aquí.
—El destructor… —empezó Meeks.
—Tú mismo has dicho que ahora está a cinco millas al este de la punta del sudeste —le cortó Natalie.
—Tiene los dientes muy largos —dijo Meeks—. ¿Qué demonios pretendes hacer, guapa?
Se acercaban a la extremidad sur de la pista en su tercera vuelta.
—Gira hacia la izquierda —dijo Natalie—. Te lo mostraré.
—Estás bromeando —protestó Meeks cuando giraron algunos centenares de metros saliendo del acantilado.
—Yo creo que es perfecto —dijo Natalie—. Vamos allí antes de que el barco vuelva.
—Estás loca —exclamó Meeks.
La maleza aún ardía en el acantilado donde el misil se había autodestruido veinte minutos antes. El cielo, hacia el oeste, estaba iluminado por los incendios en la pista de aterrizaje. Tres millas atrás, restos del Antoinette aún ardían como ascuas en una tela negra. Después de que el destructor acabara con la pista de aterrizaje había vuelto al este, bordeando la costa de la isla y había colocado por lo menos media docena de proyectiles en la casa del pastor y sus alrededores. El techo de la enorme estructura estaba en llamas, el ala este había sido destruida, el humo flotaba en las luces que sobrevivían, y parecía que una granada había caído cerca del patio del lado sur, reventando las ventanas y acribillando la parte delantera de la larga zona de césped que corría hacia los acantilados marinos.
El césped parecía intacto, aunque algunas partes, donde faltaban las luces, estaban oscuras. El fuego en los acantilados mostraba arbustos bajos y árboles enanos al borde del acantilado que serían invisibles si no fuera por las llamas cercanas. Aproximadamente los últimos veinte metros iluminados de césped parecían bastante lisos, excepto por un cráter de granada y sus detritos cerca del patio reventado.
—Es perfecto —dijo Natalie.
—Es una locura —matizó Meeks—. Debe de tener una inclinación de treinta grados cuando llega al edificio.
—Perfecto para un aterrizaje —lo animó Natalie—. No necesitas una pista tan larga. ¿Los portaaviones ingleses no tienen cubiertas inclinadas precisamente por eso?
—Aquí ella tiene razón, tío —intervino Jackson.
—Demonios —dijo Meeks—. ¿Treinta grados? Además, aunque pudiéramos parar antes de llegar al edificio en llamas, las manchas oscuras en el césped…, y la mayor parte está a oscuras…, pueden tener desniveles y rocas ornamentales. Es una locura.
—Yo voto por que aterricemos —dijo Natalie—. Tenemos que intentar encontrar a Saul.
—Sí —apoyó Jackson.
—¿Qué coño de votación es ésta? —preguntó Meeks—. ¿Desde cuándo un avión es una democracia? —Se tocó la gorra de béisbol y miró el destructor, que se retiraba hacia el este—. Dime la verdad —pidió—. Esto es simplemente el inicio de la revolución, ¿verdad? Natalie miró a Jackson y se arriesgó:
—Sí —dijo—. Claro que sí.
—Bueno —dijo Meeks—, lo sabía. Bien, entonces debo decirles, señoras y caballeros, que vuelan con el único socialista que paga cuotas de Dorchester. —Cogió el puro apagado del bolsillo de la camisa y lo masticó durante un momento—. Oh, mierda —dijo por fin—, de todos modos probablemente se nos acabará el combustible antes de poder volver.
Con el motor estrangulado, el avión parecía parado mientras se deslizaba hacia el acantilado que brillaba a la luz de las estrellas. Natalie nunca había estado tan excitada. Con su cinturón tan apretado que no podía respirar, se inclinó hacia delante y agarró la consola mientras los acantilados corrían hacia ellos con una rapidez asombrosa. Treinta metros después, Natalie comprendió que volaban demasiado bajo: el Cessna iba a estrellarse contra las rocas.
—El viento contrario ayuda terriblemente —gritó Meeks. Pisó el acelerador, tiró el volante hacia atrás suavemente. Pasaron a tres metros de los arbustos y del borde del acantilado y entraron en la oscuridad de la avenida entre árboles altos—. Señor Jackson, dígame si ese barco vuelve atrás.
Jackson hizo un ruido desde el asiento trasero.
Faltaban treinta metros hasta la primera faja iluminada y Meeks puso el motor del Cessna en punto muerto exactamente al inicio de la faja blanca de luz. Fue más arduo de lo que Natalie había pensado. Sintió el sabor de la sangre y comprendió que se había mordido la lengua. Segundos después rodaban en la oscuridad entre las fajas de luz. Natalie pensó en troncos caídos y rocas ornamentales de jardín.
—Hasta ahora todo va bien —los tranquilizó Meeks.
El avión saltó a través de la penúltima faja de luz y entró de nuevo en la oscuridad. A Natalie le parecía que subían por una pared vertical de adoquines. Algo chocó contra la rueda derecha, el Cessna giró y amenazó con volcarse a setenta kilómetros por hora; Meeks tocó el embrague, los frenos y la palanca de mando como un organista demente. El avión volvió a posarse y rodó a través de la última faja iluminada. La luz sembró el parabrisas de estrellas y los deslumbró. La pared sur del edificio en llamas se movía hacia ellos demasiado deprisa.
Rodaron sobre terrones sueltos de tierra y pegaron un bote que hizo pasar el ala de estribor por encima del borde del cráter de la granada. El patio estaba a unos cuatro metros. Una sombrilla rasgada voló con su impulso.
Meeks detuvo la máquina delante de la pendiente. Natalie estaba segura de que había estado sobre pistas de esquí de cuarta clase que eran menos escarpadas. El piloto se quitó el puro de la boca y lo miró como si acabara de descubrir que estaba apagado.
—Todos fuera para un descanso —dijo—. El que no vuelva en cinco minutos o a la vista del primer elemento hostil volverá a pie. —Sacó el 38 con mango de madreperla de la funda que había entre los asientos y se tocó con el cañón en la sien en un saludo tosco—. ¡Viva la revolución!
—Vamos —dijo Natalie, debatiéndose para abrir la puerta y desabrocharse el cinturón. Casi cayó del avión, soltó la bolsa y casi se torció el tobillo. Sacó el 32 y se apartó para que Jackson pudiera salir. Jackson llevaba sólo el botiquín y una linterna, y se había puesto un pañuelo rojo alrededor de la cabeza.
—¿Adónde vamos? —gritó él por encima del ruido de la hélice—. Es probable que nos hayan visto llegar. Mejor que nos demos prisa.
Natalie apuntó con la cabeza hacia el gran salón. Las luces estaban apagadas en esa parte de la casa, pero el brillo anaranjado de un incendio perfilaba formas vagas en la zona humeante, visible a través de las puertas correderas reventadas. Jackson se abrió camino a través de las piedras inclinadas del patio, abrió con un puntapié la puerta principal que había saltado y encendió su gran linterna. El rayo de luz atravesó el espeso humo e iluminó una enorme área con baldosas cubiertas de cristales rotos y cascotes. Natalie avanzó con el Colt en alto. Se puso un pañuelo en la boca y la nariz para respirar más fácilmente con el humo. Al fondo y a la izquierda, más allá de una zona despejada de muebles, sobre dos mesas había abundante comida, bebidas y un montón de equipamiento electrónico repartido entre la mesa y el suelo. Entre la puerta y las mesas, había en el suelo lo que Natalie pensó durante un segundo que eran bultos de ropa sucia, antes de comprender que eran cuerpos. Jackson los enfocó y avanzó cautelosamente hacia el primero. La luz mostró la cara muerta de la bella eurasiática a la que habían visto en el coche con Tony Harod cuando Saul se había encontrado con él en Savannah tres días antes.
—No ponga esa luz en sus ojos —dijo una voz familiar desde la oscuridad, a la izquierda.
Natalie se agachó y giró el arma mientras Jackson dirigió la luz de la linterna hacia el sonido. Harod estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo al lado de una silla volcada, rodeado de varios cuerpos. Tenía una botella de vino medio vacía en su regazo.
Natalie se acercó a Jackson, hizo un gesto señalando a la linterna y le hizo coger el Colt.
—Él utiliza mujeres —dijo ella señalando a Harod—. Si se mueve o yo actúo de manera extraña, mátalo.
Harod meneó la cabeza, taciturno.
—Eso ha terminado —murmuró—. Todo ha terminado.
Natalie lo miró. Podía ver estrellas a través del techo tres pisos arriba. Por el sonido, un sistema automático de aspersión funcionaba en algún sitio, pero el incendio parecía dominar el segundo y tercer pisos. Lejos, podía oírse el traqueteo de pequeñas armas de fuego.
—¡Mira! —gritó Jackson. La linterna iluminó los tres cuerpos cerca de la enorme silla.
—¡Saul! —gritó Natalie, y corrió hacia él—. Oh, Dios. ¡Jackson! ¿Está muerto? ¡Oh, Dios, Saul!
Lo separó del otro cuerpo, arrancando las manos de Saul de la camisa del otro hombre. Supo inmediatamente que el muerto tenía que ser el oberst —Saul le había mostrado fotos de prensa de William Borden de sus archivos—, pero la cara retorcida, oscurecida, y sus ojos hinchados, las manos con manchas de bilis y rígidas como garras, no parecían humanas, mucho menos reconocibles. Era como si Saul estuviera sobre el cadáver de un engendro, momificado.
Jackson se arrodilló al lado de Saul y le tomó el pulso, le levantó un párpado y acercó la linterna a sus ojos. Todo lo que Natalie podía ver era sangre; sangre que cubría la cara y los hombros y los brazos y el cuello y las ropas de Saul. Parecía obvio que estaba muerto.
—Está vivo —dijo Jackson—. Tiene pulso. Débil, pero lo tiene. —Rasgó el mono de Saul y giró despacio al psiquiatra, pasando la luz a lo largo de todo su cuerpo. Abrió su botiquín, preparó una jeringuilla, la clavó en el brazo izquierdo de Saul, le limpió la espalda y empezó a aplicar un vendaje—. Jesús —exclamó—, le han pegado dos tiros. Lo de la pierna no es nada, pero tenemos que detener la hemorragia del hombro. Tiene también problemas en la mano y en el cuello. —Miró el fuego—. Tenemos que salir de aquí, Nat. Le daré el plasma en el avión. Ayúdame, ¿de acuerdo?
Saul gimió cuando lo pusieron derecho. Jackson pasó el brazo izquierdo de Saul sobre sus hombros y lo levantó con gran esfuerzo.
—Eh —dijo Harod desde la oscuridad—. ¿Puedo ir también?
Natalie casi dejó caer la linterna cuando se detuvo apresuradamente para coger el Colt que Jackson había dejado en el suelo. Metió el arma en la mano izquierda de Jackson y levantó a Saul para que Jackson pudiera tener el brazo libre.
—Él va a usarme, Jax —dijo—. Mátalo.
—No. —Era Saul el que hablaba. Sus párpados se agitaron. Hasta sus labios estaban heridos e hinchados. Se los humedeció antes de intentar hablar de nuevo—. Me ha ayudado —gruñó, y movió la cabeza en dirección a Harod. Uno de sus ojos estaba cerrado por la sangre seca, pero el otro se abrió y se fijó en la cara de Natalie—. Eh —dijo en voz baja—. ¿Qué tal?
Su intento de sonreír hizo que Natalie cediera a las lágrimas. Empezó a abrazarlo, pero paró cuando le vio hacer una mueca de dolor por la presión en sus costillas.
—Vámonos —dijo Jackson.
El traqueteo de los tiros se acercaba.
Natalie asintió con la cabeza y pasó la linterna una última vez por el gran salón. Las llamas estaban ahora más cerca y el fuego dominaba los corredores al lado del segundo piso y el brillo rojo transformaba la escena en algo salido de los detalles del infierno de Hieronymus Bosco con trozos de cristal centelleando como los ojos de un número incalculable de demonios en la oscuridad. Miró por última vez el cadáver del oberst, arrugado por la muerte.
—Vámonos —repitió ella.
En la pendiente los tres proyectores restantes se habían apagado. Natalie avanzó con la linterna y la Colt mientras Jackson sostenía a Saul. El psiquiatra había perdido de nuevo el conocimiento antes de que hubieran atravesado las puertas correderas. El Cessna estaba aún allí, la hélice aún giraba, pero el piloto había desaparecido.
—Oh, Dios —jadeó Natalie, iluminando con la linterna el asiento trasero y el suelo cerca del avión.
—¿Sabes hacer volar esta cosa? —preguntó Jackson, colocando a Saul en el asiento trasero y agachándose a su lado. Rasgaba ya los vendajes estériles y preparaba el plasma.
—No —dijo Natalie. Miró por la vertiente. Lo que había sido una tosca versión de una pista de aterrizaje estaba ahora totalmente a oscuras. Deslumbrados por la linterna, sus ojos no podían vislumbrar siquiera dónde empezaba la línea de árboles.
Hubo un soplo, un jadeo en la vertiente y Natalie levantó la linterna a la altura de su mano izquierda y apoyó el Colt en el montante con la derecha. Daryl Meeks levantó la mano para protegerse de la luz y se inclinó para resollar y jadear.
—¿Dónde estabas? —preguntó Natalie, bajando la linterna.
Meeks empezó a hablar, escupió, resolló un segundo y dijo:
—Las luces se apagaron.
—Lo sabemos. ¿Dónde…?
—Entra —dijo Meeks, limpiándose la cara con la gorra de béisbol YOKOHAMA TAIYO WHALES.
Natalie asintió con la cabeza y dio la vuelta al avión para entrar por su lado en vez de arrastrarse por los controles y arriesgarse a tocar los frenos de emergencia o cualquier otra cosa. Tony Harod esperaba bajo el ala al otro lado.
—Por favor —lloriqueó—. Tienen que llevarme. Yo salvé su vida, de verdad. Es cierto.
Natalie sintió una muy leve sensación de algo deslizándose hacia su consciencia, como una mano furtiva en la oscuridad; no esperaba aquello. Se había acercado a él en cuanto Harod había empezado a hablar y ahora le daba puntapiés en los testículos con todas sus fuerzas, contenta de haberse puesto zapatos de cuero y no de lona. Harod dejó caer la botella que aún llevaba y cayó sobre el césped con ambas manos entre las piernas.
Natalie subió al montante y hurgó para abrir la puerta. No sabía cuánta concentración necesitaba un vampiro de la mente, pero pensaba que era más de la que Tony Harod podía reunir en ese momento.
—¡Vámonos! —gritó ella, pero no hacía falta; Meeks tenía el avión rodando antes de que la puerta se cerrara.
Buscó el cinturón, no podía encontrarlo y se conformó con coger la consola con ambas manos, con el Colt en medio. Si el aterrizaje subiendo la vertiente había sido excitante, bajar era una montaña rusa y la carrera del Matterhorn juntas. Natalie comprendió inmediatamente lo que Meeks había hecho. Dos cohetes de señales ferroviarios chisporroteaban, rojos, separados unos nueve metros, al final del largo y oscuro corredor.
—¡Tengo que saber en dónde acaba el suelo y empieza la caída! —gritó Meeks por encima del rugido del motor y del tren de aterrizaje—. Daba resultado cuando jugaba a lanzar herraduras con mi madre a oscuras. Poníamos nuestros cigarrillos en las estacas.
No había más tiempo para hablar. Los saltos aumentaban, las señales corrían hacia ellos y de súbito los habían superado, y Natalie comprendió el gran miedo de la montaña rusa: ¿qué pasaría si llegabas a lo alto de una de esas colinas y los raíles simplemente se terminaban y el coche continuaba rodando?
Natalie había calculado —en un momento más calmoso en el que la información le había parecido poco interesante— que los acantilados por debajo de la casa del pastor tenían una altura de cerca de sesenta metros. El Cessna había caído la mitad de esa distancia y no mostraba señales de recuperarse cuando Meeks hizo una cosa interesante: puso el morro del avión hacia abajo y aceleró la válvula para que los llevara más rápido hacia las líneas blancas de espuma que llenaban el parabrisas. Más tarde, Natalie no recordó haber gritado o haber apretado por inadvertencia el gatillo del Colt, pero Jackson le aseguró después que el grito fue impresionante y el agujero en el techo del Cessna hablaba por sí mismo.
Durante gran parte del viaje de regreso, Meeks estuvo hosco. En cuanto salieron del picado que les dio suficiente velocidad y empezaron a subir hacia el oeste a altitud de crucero, Natalie prestó atención a otras cosas.
—¿Cómo está Saul? —preguntó, girándose en su asiento.
—Sin sentido —informó Jackson. Aún estaba arrodillado en el pequeño espacio. Había estado trabajando en Saul todo el tiempo.
—¿Sobrevivirá? —preguntó Natalie.
Jackson la miró. Sus ojos apenas eran visibles en el débil brillo de los instrumentos.
—Si consigo estabilizarlo —dijo—, quizá. No puedo decir nada de otras cosas internas, como la conmoción cerebral. La bala en el hombro no es tan peligrosa como parecía. Parece que la bala ha hecho un gran viaje o ha rebotado antes de cogerlo. Puedo sentirla a unos cinco centímetros, cerca del hueso, aquí. Saul debía de estar curvado cuando lo cogió. Si hubiera estado de pie, le habría perforado el pulmón derecho a la salida. Ha sangrado mucho, pero le estoy bombeando bastante plasma. Tengo suficiente. ¿Sabes una cosa, Nat?
—¿Qué?
—El plasma fue inventado por un negro; un tío llamado Charles Drew. Leí en algún sitio que sangró mucho después de un accidente de automóvil en los años cincuenta porque un hospital de Carolina del Norte no tenía «sangre negra» en la nevera y se negó a darle «sangre blanca».
—Eso no parece importante ahora —respondió Natalie.
Jackson se encogió de hombros.
—A Saul le habría gustado. Tiene más sentido de la ironía que tú, Nat. Quizá porque es psiquiatra.
Meeks cogió el puro.
—Detesto interrumpir esta conversación tan romántica —dijo—, pero ¿su amigo necesita llegar al hospital más cercano?
—¿Quiere decir que no sea en Charleston? —preguntó Jackson.
—Sí —dijo Meeks—. Savannah está una hora más cerca que Charleston y Brunswick o Meridian o uno de esos sitios está bastante más cerca que cualquiera de los dos. Y también lo preferiría por el combustible.
Jackson miró a Natalie.
—Dame diez minutos con él —le dijo Jackson a Meeks—. Deja que le meta un poco de sangre y compruebe sus constantes, y hablaremos.
—Si podemos volver a Charleston sin poner en peligro la vida de Saul, lo prefiero —dijo Natalie, sorprendiéndose a ella misma—. Lo necesito.
—Es tu viaje —dijo Meeks encogiéndose de hombros—. Puedo ir directo en vez de aprovechar la costa, pero si me equivoco sobre la situación del combustible, nos irá de pelos.
—No te equivoques —dijo Natalie.
—Sí —murmuró Meeks—. ¿Tienes chicle o alguna cosa por el estilo?
—Lo siento —contestó Natalie.
—Entonces mete el dedo en el agujero que hiciste en mi techo —dijo Meeks—. Ese silbido me pone nervioso.
Al fin fue Saul el que decidió que volverían a Charleston. Después de un litro y medio de plasma sus constantes estaban estabilizadas y él puso fin a todas las discusiones abriendo su ojo sano y preguntando:
—¿Dónde estamos?
—Volvemos a casa —dijo Natalie, arrodillándose a su lado. Ella y Jackson habían cambiado sus sitios después de que el sanitario comprobara las constantes vitales de Saul y anunciara que se le habían dormido las piernas. A Meeks no le había gustado nada el cambio y sugirió que las personas que se ponían de pie en canoas y aviones estaban locas.
—Te pondrás bien —añadió Natalie, tocando la frente de Saul.
Saul asintió con la cabeza:
—Me siento un poco extraño —dijo.
—Es la morfina —explicó Jackson, recostándose y tomándole el pulso.
—Pero me siento bien —dijo Saul, y parecía dispuesto a desmayarse de nuevo. De súbito hizo un esfuerzo por abrir ambos ojos y su voz se volvió más fuerte—. El oberst ¿Está realmente muerto?
—Sí —dijo Natalie—. Lo he visto con mis propios ojos.
Saul aspiró con fuerza.
—¿Y Barent?
—Si estaba en su yate, la ha palmado —dijo Natalie.
—¿Tal como planeamos?
—Más o menos —contestó Natalie—. Nada fue exactamente como habíamos previsto, pero Melanie actuó al fin. No me imagino por qué. Si no mentía, lo último que oí era que ella, el oberst y Barent se estaban llevando muy bien.
Saul movió sus labios hinchados en una sonrisa dolorosa.
—Barent eliminó a la señorita Sewell —dijo—. Eso puede haber irritado a Melanie. —Movió la cabeza para fruncir el ceño directamente a Natalie—. ¿Qué haces tú? Nunca planeamos que vinieras a la isla.
Natalie se encogió de hombros.
—¿Quieres que te llevemos de regreso a la isla para empezar de nuevo?
Saul cerró los ojos y dijo algo en polaco.
—Me es difícil concentrarme —añadió en mal inglés—. Natalie, ¿podemos dejar la última parte? ¿Dejarla para más tarde? Ella es la peor de todos, la más poderosa. Creo que incluso Barent al final la temía. No puedes hacerlo sola, Natalie. —Su voz se arrastraba en el sueño—. Se ha terminado, Natalie —murmuró—. Vencemos.
Natalie le cogió la mano. Cuando sintió que se dormía, dijo en voz baja.
—No. Aún no ha acabado. Todavía no.
Volaban hacia el noroeste, hacia la incierta costa.