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Isla Dolmann, martes 16 de junio de 1981

En el silencio que siguió a la partida del helicóptero de Barent, el oberst permaneció de pie con las manos en los bolsillos.

—Bien —le dijo a Saul—. Es hora de decir buenas noches, mi pequeño peón.

—Pensaba que ahora era un alfil —ironizó Saul.

El oberst rió y se dirigió a la silla de espaldar alto, donde Barent se había sentado antes.

—Una vez peón, siempre peón —sentenció el oberst, sentándose con la gracia de un rey asumiendo su trono. Miró a Reynolds y el hombre vino a colocarse al lado de la silla del oberst.

Saul no apartó los ojos del oberst, pero por el rabillo del ojo vio a Tony Harod arrastrándose hacia las sombras y poniendo en su regazo la cabeza de su secretaria muerta. Harod hacía sonidos enfermizos, parecidos al maullido de un gato.

—Entonces, un día productivo, nein?

Saul no dijo nada.

Herr Barent dijo que has matado por lo menos a tres de sus hombres esta noche —dijo el oberst sonriendo ligeramente—. ¿Qué tal la sensación de ser un asesino, Jude?

Saul midió la distancia entre ellos. Seis casillas y otros dos metros, o casi. Unos nueve metros. Una docena de pasos.

—Eran inocentes —dijo el oberst—. Guardias de seguridad pagados. Sin duda han dejado esposas y familia. ¿Esto te molesta, judío?

—No —dijo Saul.

El oberst enarcó una ceja.

—¿Realmente? ¿Comprendes la necesidad de tomar vidas inocentes cuando es necesario? Sehr gut. Me temía que irías a la tumba con el mismo enfermizo sentimentalismo que sentí en ti cuando nos conocimos, peón. Esto es un progreso. Como tu nación mestiza, Israel, has aprendido la necesidad de matar inocentes cuando tu supervivencia depende de ello. Los hombres nacidos con mi «aptitud» son raros, quizá no más de uno en varias centenas de millones, unas pocas docenas en cada generación humana. A través de la historia, mi raza ha sido temida y perseguida. A la primera señal de nuestra superioridad nos acusan de brujos o demonios y las estúpidas multitudes nos destruyen. Echamos los dientes mientras aprendemos a esconder la llama brillante de nuestra diferencia. Si sobrevivimos al ganado temeroso, somos víctimas de los otros pocos que tienen nuestro poder. El problema de nacer tiburón entre bancos de atunes es que cuando nos topamos con otros tiburones no tenemos más alternativa que defender nuestros territorios de caza. Yo soy, como tú, sobre todo, un superviviente. Somos más parecidos de lo que queremos admitir, ¿eh, peón?

—No —dijo Saul.

—¿No?

—No —repitió Saul—. Yo soy un ser humano civilizado y tú eres un tiburón, una máquina de matar estúpida, sin moral, devoradora de basura, una obscenidad evolutiva que sólo sirve para masticar y engullir.

—Quieres provocarme —rió el oberst—. Tienes miedo de que prolongue tu final. No temas, peón. Seré rápido. Y pronto.

Saul aspiró profundamente, intentando luchar contra la debilidad física que amenazaba con hacerlo caer sobre sus rodillas. Sus heridas aún sangraban, pero el dolor se había transformado en un entumecimiento que consideraba mil veces más inquietante. Saul sabía que sólo tenía algunos minutos para actuar.

El oberst no había terminado.

—Como Israel, parloteas sobre moralidad mientras te comportas como la Gestapo. Toda la violencia deriva de la misma fuente, peón. La necesidad de poder. El poder es la única auténtica moralidad, judío, el único dios inmortal, y el apetito de violencia es su único mandamiento.

—No —dijo Saul—. Tú eres un ser desesperado y patético que nunca comprenderá la moralidad humana y la necesidad de amor que está detrás de eso. Pero tienes que saber esto, oberst. Como Israel, yo he llegado a saber que hay una moralidad que exige un sacrificio y un imperativo por encima de todos los otros, que es no permitir que seamos nunca más víctimas de los seres como tú o que sirven a los que son como tú. Cien generaciones de víctimas lo exigen. No hay elección.

El oberst sacudió la cabeza.

—No has aprendido nada —dijo—. Eres tan estúpidamente sentimental como tus parientes idiotas que fueron pasivamente a los hornos, sonriendo y empujando a sus compañeros y llamando a sus hijos idiotas para que los siguieran. Sois una raza perdida, sucia, y el único crimen del Führer fue no haber conseguido su objetivo de eliminaros a todos. De todas maneras, cuando termine contigo, peón, no será nada personal. Serviste bien, pero eres demasiado imprevisible. Esa imprevisión ya no se adecúa a mis objetivos.

—Cuando te mate —dijo Saul—, será totalmente personal.

Dio un paso adelante hacia el oberst.

El oberst suspiró cansadamente.

—Ahora morirás —dijo—. Adiós, judío.

Saul sintió toda la fuerza del poder del oberst como un puñetazo en su cerebro y en la base de la espina dorsal, tan intrusa e irresistible como ser empalado en un palo afilado de acero. En un instante, Saul sintió que su conciencia era arrancada como una ropa leve rasgada del cuerpo de la víctima de una violación mientras cerca de la base de su cerebro el ritmo theta saltaba a la vida y disparaba un estado REM despertado en su cerebelo, dejando a Saul tan incapaz de controlar su acciones como un sonámbulo, un cadáver andante, un Müsselman.

Pero mientras la conciencia de Saul era lanzada al oscuro ático de su propia mente, era consciente de la presencia del oberst en su cerebro, un hedor fétido tan agudo y doloroso como la primera aspiración ardiente de gas venenoso. Y mientras compartía esa consciencia en ese primer segundo, Saul notó la sorpresa del oberst cuando la rápida arremetida del estado REM disparó el flujo de recuerdos e impresiones hipnóticamente enterrados en el subconsciente de Saul como minas en un campo de trigo.

Habiendo bloqueado la mente de Saul Laski, el oberst fue súbitamente confrontado por una segunda persona[7], débil, sin duda, hipnóticamente inducida y envuelta alrededor de los delicados centros de control neurológico, como un patético traje de lata pretendiendo ser una verdadera armadura. El oberst había encontrado este tipo de cosa sólo en una ocasión anterior, en 1941, cuando estaba con los insatzgrüppen, durante el exterminio de varios centenares de pacientes de un hospital mental lituano. Por puro aburrimiento, el oberst se había deslizado en la mente de un esquizofrénico desahuciado segundos antes que la bala del soldado de la SS destruyese su cerebro y lo enviase rodando al pozo. La segunda personalidad existente allí había sorprendido también al oberst, pero no había sido más difícil de dominar que la primera. Esta segunda personalidad artificialmente creada no supondría ningún problema mayor. El oberst sonrió ante la patética futilidad de la pequeña sorpresa del judío y se perpetró algunos segundos para saborear el inútil trabajo de Saul antes de destruirlo.

Mala Kagan, veintitrés años, llevando a su hija de cuatro meses, Edek, hacia el crematorio de Auschwitz, conserva su puño derecho cerrado alrededor de la hoja de afeitar que ha escondido durante todos estos meses. Un oficial de la SS se abre camino entre la multitud de mujeres desnudas que se mueven lentamente. «¿Qué tienes aquí, puta judía? Dámelo.» Pasando el bebé a los brazos de su hermana, Mala se vuelve hacia el hombre de la SS y abre la mano. «¡Cógelo!», grita, cortándole la cara. El oficial grita y se tambalea hacia atrás, con sangre manando entre sus dedos cuando se toca la mejilla. Una docena de hombres de la SS levantan sus armas cuando Mala avanza hacia ellos con la pequeña hoja entre el índice y el pulgar. «¡Vida!», grita ella mientras todas las metralletas disparan a la vez.

Saul sintió la risa del oberst y la pregunta callada: «¿Intentas aterrorizarme con fantasmas peón?»

Saul había necesitado treinta horas de esfuerzo hipnótico autoinducido para recrear ese minuto final de la existencia de Mala Kagan. El oberst destruyó la personalidad recreada en un segundo, con tanta facilidad como un hombre aparta telarañas en una sala a oscuras.

Saul dio un paso hacia delante.

Implacable, el oberst entró de nuevo en el cerebro de Saul y llegó a los centros de control, disparando fácilmente el necesario estado REM.

Shalom Krzaczek, de sesenta y dos años, se arrastra sobre sus manos y pies por el alcantarillado subterráneo de Varsovia. Estaba negro como el carbón y sobre la línea silenciosa de supervivientes caen excrementos cuando los «lavabos arios» se abren por encima. Shalom había entrado en los túneles catorce días antes, el 25 de abril de 1943, después de seis días de desesperada lucha contra miles de soldados nazis. Shalom había traído a su nieto de nueve años, Leon. El chico es el último superviviente de la familia de Shalom. Durante dos semanas la línea cada vez más mermada de judíos se arrastró por el laberinto humeante de estrechas alcantarillas mientras los alemanes lanzaban balas, fuego de lanzallamas y latas de gas venenoso en todas las bocas de alcantarilla y letrinas del gueto. Shalom había traído seis panes y los había compartido con Leon entre la oscuridad y los excrementos. Durante catorce días se habían escondido y arrastrado, intentando llegar fuera de los muros del gueto, bebiendo gotas que esperaban fueran de lluvia; sobreviviendo. Ahora la tapa de una alcantarilla se levanta por encima de ellos y la ruda cara de un resistente polaco mira hacia abajo. «¡Ven! —dice él—. Puedes salir. Aquí estarás a salvo.» Con las fuerzas que le quedaban, cegado por la luz del sol, Shalom se arrastra afuera y yace en la superficie de adoquines de la calle. Otros cuatro salen. Leon no está entre ellos. A Shalom le corren lágrimas por la cara e intenta recordar dónde habló por última vez al chico en la oscuridad. ¿Hace una hora? ¿Un día? Empujando débilmente las manos de sus salvadores, Shalom baja a la cañería oscura y empieza a regresar por donde ha venido, gritando el nombre de León.

El oberst destruyó la gruesa membrana protectora que era Shalom Krzaczek.

Saul dio un paso hacia delante.

El oberst se movió en su silla y atacó con la fuerza mental de un hacha torpemente manejada, perforando el cráneo de Saul.

Peter Gine, de diecisiete años, está sentado en Auschwitz dibujando mientras la larga fila de chicos pasa delante de él hacia las duchas. Durante los últimos años en Terezin, Peter y sus amigos han producido un boletín, Vedem (Dirigimos), que él y otros jóvenes artistas llenaron con sus poesías y dibujos. El último acto de Peter antes de ser transportado había sido darle las ochocientas páginas al joven Zdenek Taussig para que las ocultara en la vieja fundición detrás de los barracones de Magdeburgo. Peter no vio a Zdenek desde que los chicos llegaron a Auschwitz. Ahora Peter utiliza su última hoja de papel y cabo de carboncillo para dibujar la fila sin fin de chicos desnudos pasando delante de él en el aire frío de noviembre. Con trazos resueltos, seguros, Peter plasma las costillas salientes y los ojos desorbitados, las piernas temblorosas, sin carne, y las manos avergonzadas sobre genitales contraídos por el miedo. Un kapo con cálidas ropas y un garrote de madera se acerca. «¿Qué es eso? —pregunta—. Únete a los otros». Peter no aparta los ojos de su dibujo. «Un momento —dice—. Acabo enseguida.» Furioso, el kapo golpea a Peter en la cara con el garrote y, pisando la mano del chico con el tacón, le rompe tres dedos. Coge a Peter por el pelo, lo pone de pie y empuja el chico hacia la fila que avanza lentamente. Mientras Peter protege su mano, mira atrás por encima del hombro para ver cómo su dibujo es arrastrado por la fuerte brisa de noviembre. Se engancha durante un momento en un hilo de alambrada y después vuela libremente hasta caer y deslizarse hacia la línea de árboles al oeste.

El oberst apartó al nuevo personaje.

Saul dio dos pasos hacia delante. El dolor de la continuada violación mental del oberst le abrasaba como puntas de acero detrás de sus ojos.

En las celdas oscuras de Birkenau, la noche antes de que los asfixiaran con gas, el poeta Yitzhak Katznelson recita su poema a su hijo de dieciocho años y a una docena de otras formas amontonadas. Antes de la guerra, Yitzhak era conocido en toda Polonia por sus versos humorísticos y canciones infantiles que celebraban las alegrías de la juventud. Los hijos más pequeños de Yitzhak, Benjamín y Bension, habían sido asesinados con su madre en Treblinka dieciocho meses antes. Ahora él recita en hebreo, un idioma que ninguno de los judíos que le escuchan, excepto su hijo, comprende, y después traduce al polaco:

Tuve un sueño

Un sueño realmente terrible:

Mi pueblo ya no existía,

¡no existía!

Me despierto con un grito.

Mi sueño era real:

Había acontecido,

me había acontecido.

En el silencio que se siguió al poema, el hijo de Yitzhak se acerca más en la paja fría. «Cuando yo sea más viejo —murmura el chico—, también escribiré grandes poemas.» Yitzhak pasa el brazo alrededor de los hombros delgados del hijo. «Lo harás», dice él y empieza a cantar una nana polaca lenta, suave. Los otros hombres la acompañan y pronto todo el barracón se ha llenado del sonido suave del canto.

El oberst destruyó a Yitzhak Katznelson con un movimiento rápido de su voluntad de hierro.

Saul dio un paso hacia delante.

Para los ojos aturdidos, desorbitados, de Tony Harod, era como si Saul Laski se moviera hacia Willi como un hombre que vadeara un río contra una terrible corriente o caminara contra una tempestad. La batalla entre ambos era muda e invisible, pero tan tangible como una tempestad eléctrica, y al final de cada combate silencioso, el judío levantaba una pierna, la movía hacia delante y ponía un pie en el suelo como un parapléjico aprendiendo a caminar. De esta manera aquel hombre magullado y sangrante había atravesado seis casillas y había llegado a la última columna del tablero de ajedrez, donde Willi parecía salir de su sueño despierto y mirar a Tom Reynolds. El asesino rubio saltó hacia el judío con sus largos y poderosos dedos extendidos.

A tres millas de distancia, el Antoinette explotó con suficiente fuerza para hacer pedazos diversos cristales de las puertas acristaladas. Ni Willi ni Laski se dieron cuenta. Harod vio que los tres hombres estaban cada vez más cerca, vio a Reynolds estrangulando a Laski y oyó más explosiones provenientes del aeropuerto. Suavemente, muy suavemente, Harod bajó la cabeza de María Chen hasta el suelo frío, le alisó el pelo y se levantó para dirigirse lentamente hacia las formas que luchaban.

Saul estaba a poco más de dos metros del oberst cuando la violación mental se detuvo. Fue como si alguien hubiese hecho cesar un increíble ruido entumecedor de los nervios que había llenado el mundo. Saul tropezó y casi cayó. Recuperó el control de su propio cuerpo como alguien que vuelve a la casa de su primera infancia; con indecisión, casi con tristeza, consciente de los años luz de tiempo y de la distancia que lo separaban del ambiente antes familiar.

Durante algunos minutos (eras) Saul y el oberst habían sido casi una sola persona. En el terrible choque de energía mental, Saul había estado en la mente del oberst tal como el oberst había estado en la suya. Saul había sentido cómo la poderosa arrogancia del monstruo se convertía en incertidumbre y la incertidumbre en miedo cuando el oberst comprendió que no se enfrentaba sólo con algunos adversarios sino con ejércitos, legiones de muertos levantándose en masa de las tumbas que él mismo había ayudado a cavar, gritando su desafío una última vez.

Y el propio Saul estaba asombrado y casi aterrado por las sombras que caminaban con él, levantándose para defenderlo antes de ser lanzadas de nuevo hacia la oscuridad. Algunas de ellas ni siquiera recordaba haberlas construido —de una foto aquí, un expediente allí, un trozo de tela en el Yad Vashem— como había construido las otras: el joven cantor húngaro, el último rabino de Varsovia, la adolescente de Transilvania que se suicidó el Día de la Expiación, la hija de Theodor Herlz muriendo de hambre en Theresienstadt, la niña de seis años asesinada por las mujeres de los guardias de la SS en Ravensbruk (¿de dónde habían venido?). Durante un segundo aterrador, encerrado en las partes recónditas impotentes de su mente, Saul se preguntó si había tocado alguna imposible memoria racial que no tenía nada que ver con los centenares de horas de cuidadosa hipnosis y meses de pesadillas autodirigidas.

El último personaje que el oberst tuvo que apartar fue el mismo Saul Laski con catorce años, observando en Chelmno cómo su padre y su hermano Josef se alejaban en dirección a las duchas. Sólo una vez, en los segundos antes de que el oberst los expulsara, Saul recordó lo que su mente no le había permitido recordar antes —su padre girándose, cogiendo a Josef con fuerza con el brazo— y gritando en hebreo: «¡Escuchad, oh Israel! ¡Mi primogénito sobrevive!» Y Saul, que durante cuarenta años había buscado el perdón para ése, el más imperdonable de los pecados, ahora veía ese perdón en la cara de la única persona que podía concedérselo; el Saul Laski de catorce años.

Saul se tambaleó, se contuvo y corrió hacia el oberst.

Tom Reynolds corrió a intervenir, sus manos fuertes levantándose hacia la garganta de Saul.

Saul lo ignoró, lo hizo a un lado con la fuerza de todos aquellos que se sumaban a él en su lucha, y recorrió el último metro y medio que lo separaba del oberst.

Durante un segundo Saul tuvo la impresión de que era el oberst, con su cara sobresaltada y sus ojos pálidos, quien se abalanzaba sobre él, y después era Saul el que lo dominaba, sus dedos buscaban la garganta del viejo; la silla cayó hacia atrás cuando Saul y Reynolds se cayeron sobre el oberst.

Herr general Wilhelm von Borchert era un viejo, pero sus brazos eran poderosos cuando se lanzaron contra Saul, contra su cara y su pecho, aporreándolo en una tentativa desesperada de liberarse. Saul ignoró los golpes, ignoró las rodillas del viejo pegándole, ignoró los puños de Tom Reynolds mientras el pelele le golpeaba en la espalda y la cabeza. Saul dejó que su peso combinado juntara fuerza de gravedad al poder de sus brazos extendidos cuando sus dedos encontraron la garganta del oberst y la apretó. Sabía que no lo soltaría mientras estuviera vivo.

El oberst dio golpes, se retorció, dio zarpazos a los dedos de Saul y después a sus ojos. La saliva corrió desde su boca abierta hacia las mejillas de Saul. Su cara rubicunda se volvió roja, color de sangre, y pasó a colores más oscuros mientras su pecho jadeaba. Saul sintió una fuerza sobrenatural corriendo por sus brazos mientras sus manos se clavaban más en la garganta del nazi. Los talones del viejo sonaron con estrépito y repiquetearon en las patas de la enorme silla volcada.

Saul no se dio cuenta de otra explosión que hizo volar las puertas correderas y doce metros de ventanas, lanzando cristales por encima de ellos. No se dio cuenta de que una segunda granada causó destrozos en partes superiores de la casa del pastor e inmediatamente llenó el gran salón de humo cuando los viejos pares de cipreses se incendiaron. No se dio cuenta de que Reynolds doblaba y triplicaba sus esfuerzos, arañando, azotando, pegando a Saul como un juguete mecánico enloquecido, con demasiada cuerda. No se dio cuenta de que Tony Harod se abrió camino a través de los cristales rotos, llevándose dos pesadas botellas de Dom Perignon del 71 de la mesa del bufete, y golpeó a Reynolds en la cabeza con una. El pelele se desprendió de Saul, inconsciente pero aún retorciéndose y vibrando de los impulsos nerviosos generados por las órdenes del oberst. Harod se sentó en una baldosa negra, abrió la segunda botella y bebió largamente. Saul no se dio cuenta. Tenía las manos alrededor del cuello del oberst y apretó más, sin pensar en la sangre que emanaba de su propia cara y de su garganta lacerada y que corría sobre la cara oscurecida y los ojos protuberantes del oberst.

Pasó un período inmensurable de tiempo antes de que comprendiera que el oberst estaba muerto. Los dedos de Saul se habían clavado tan profundamente en la garganta del monstruo que incluso cuando forzó a sus manos a aflojarse, unos surcos profundos quedaron en la carne como marcas de las manos de un escultor en la arcilla blanda. La cabeza de Willi estaba arqueada hacia atrás, su laringe aplastada como plástico quebradizo, sus ojos salientes, ciegos, en una cara hinchada, negra.

Tom Reynolds estaba muerto en una casilla contigua. Su cara era una caricatura retorcida de la agonía y muerte de su amo.

Saul sintió el final de sus fuerzas, que le desaparecían como agua de una vasija perforada. Sabía que Harod estaba en algún lugar de la sala y que era necesario enfrentarse con él, pero no ahora. Quizá nunca.

Con el regreso de la consciencia vino el regreso del dolor. El hombro derecho de Saul estaba roto y sangraba, y sentía como si trozos de huesos rotos se fregaran unos contra otros. El pecho y el cuello del oberst estaban cubiertos de sangre de Saul y marcaban la garganta del viejo donde las manos de Saul habían apretado.

Otras dos explosiones hicieron temblar el edificio. El humo llenaba el gran salón y diez mil trozos de cristal reflejaban llamas de algún sitio detrás de Saul. Sintió calor contra la espalda y supo que debía levantarse, ver de dónde procedía ese calor y marcharse. Pero aún no.

Saul bajó la mejilla hasta el pecho del oberst y dejó que la gravedad lo acompañara. Hubo otro ruido fuerte procedente de las puertas correderas, pero Saul no le prestó atención. Feliz, simplemente, de poder descansar un momento, necesitando sólo un corto descanso antes de continuar, cerró los ojos y dejó que la caliente oscuridad lo reclamara.