Isla Dolmann, martes 16 de junio de 1981
—Aguantad —dijo Meeks—. Ésta es la parte divertida.
Una pequeña caja en la consola del Cessna había silbado y Meeks lanzó inmediatamente el avión en picado, recuperando la horizontalidad a un metro y medio de las olas agitadas por el viento. Natalie se agarró a los bordes de su asiento mientras el avión volaba a toda velocidad hacia el bulto oscuro de la isla, nueve kilómetros más adelante.
—¿Qué es eso? —preguntó Jackson haciendo un gesto hacia la caja negra que había dejado de zumbar y silbar.
—Una alarma —le explicó Meeks—. El radar había empezado a rastrearnos. Ahora, o volamos demasiado bajo o he conseguido interponer la isla entre nosotros y el radar.
—Pero ¿saben que venimos? —preguntó Natalie. Le era difícil mantener la voz calmada mientras el agua vagamente fosforescente estallaba cerca del avión que volaba a ciento cincuenta kilómetros por hora. Natalie luchó contra el deseo de levantar los pies.
—Tienen que saber que estamos aquí —dijo Meeks—. Pero estamos en una ruta muy al este que nos haría perder la isla por el norte por siete u ocho kilómetros. Respecto a ellos, nosotros simplemente habremos desaparecido de su radar. Ahora estamos entrando por el nordeste, pues me parece que ellos vigilan mejor el lado occidental.
—¡Mira! —gritó Natalie. Se podía ver la luz verde del malecón y más allá un incendio. Se giró hacia Jackson—. Quizás es Melanie —dijo excitadamente—. ¡Quizás haya empezado!
Meeks les miro.
—He oído decir que hacen hogueras en un gran anfiteatro por ahí —dijo—. Quizá sea algún espectáculo.
Natalie miró su reloj.
—¿A las tres de la mañana? —preguntó.
Meeks se encogió de hombros.
—¿Podemos sobrevolar la isla? —preguntó Natalie—. Quiero ver la casa del pastor antes de aterrizar.
—No —dijo Meeks—. Demasiado arriesgado. Iremos por el lado este y volveremos por la costa sur como la primera vez.
Natalie asintió con la cabeza. El incendio ya no era visible, el malecón estaba fuera de la vista, y la isla podía estar deshabitada según lo que podían ver cuando volaron por la costa este. Meeks salió otros cien metros hacia el mar y ganó altitud cuando volvieron dando la vuelta al acantilado de la punta sudeste.
—¡Dios! —gritó Meeks, y los tres se inclinaron hacia la izquierda para obtener una vista mejor mientras el Cessna se inclinaba mucho a la derecha y caía en picado hacia la relativa seguridad del mar.
Hacia el sur, el océano estaba ardiendo con la luz de un hongo de llamas en expansión que se inflaban hacia el cielo mientras líneas de amarillo y verde intentaban lamer al mismo Cessna. Cuando se pusieron en horizontal a menos de dos metros por encima de la espuma, Natalie vio que dos llamaradas brillantes se encendían por el navío cuya silueta se presentaba contra las llamas al sur y se hacían más brillantes a medida que saltaban hacia el avión. Una se extendió hacia el mar y se apagó, pero la segunda corrió y chocó contra el acantilado cien metros detrás de ellas. La explosión levantó al Cessna dieciocho metros, de la misma manera que una buena ola levanta una tabla de surf, y lo trajo de nuevo precipitadamente hacia la superficie negra del agua. Meeks luchó con los controles, abrió por completo la válvula y soltó algo que parecía un grito de revuelta.
Cuando parte del acantilado cayó al mar, Natalie apretó la mejilla contra la ventana para ver la bola de fuego que se deshacía en mil fuegos más pequeños detrás de ellos. Giró la cabeza hacia la derecha a tiempo de ver más rayos de luz sobre el navío en el momento en que más misiles le caían encima.
—¡Demonios! —exclamó Jackson.
—¡Aguantad, chicos! —gritó Meeks, e inclinó el avión tan hacia la derecha que vio las palmeras pasando a seis metros de la ventanilla.
Natalie aguantó.
C. Arnold Barent se sintió aliviado por salir de la casa del pastor. La turbina de reacción del helicóptero ejecutivo Bell rugió, los rotores cambiaron de tono y Donald, su piloto, los levantó por encima de la línea de árboles y del brillo de los proyectores del césped. A su izquierda, un helicóptero Bell HU-1 Iroquois «Huey», más grande y más viejo, transportaba a los nueve hombres del destacamento especial de seguridad de Barent —excepto Swanson— y a la izquierda de éstos despegaba la forma elegante y mortífera del único helicóptero de ataque Cobra de propiedad privada del mundo. El Cobra, pesadamente armado, proporcionaba la cobertura aérea y permanecería en posición hasta que su yate, el Antoinette, estuviera en alta mar.
Barent se recostó en el asiento de cuero y suspiró. La confrontación con Willi le había parecido una propuesta bastante segura, con sus tiradores «neutrales» en el balcón y en la oscuridad, pero Barent sentía alivio por estar lejos. Empezó a arreglarse la corbata y se sorprendió cuando se dio cuenta de que la mano le temblaba.
—Estamos llegando, señor —dijo Donald. Habían dado una vuelta alrededor del Antoinette y se dirigían suavemente a la plataforma de aterrizaje levantada. Barent estaba contento de ver que el mar se calmaba, aunque las olas de un metro no eran ningún problema para los eficientes estabilizadores del yate.
Barent había llegado a pensar en no permitir que Willi dejara la isla, pero las inconveniencias prometidas por los contactos europeos del viejo eran demasiado importantes. En cierta manera Barent estaba contento de que el juego preliminar hubiese acabado —anulados los viejos impedimentos— y a pesar de que él mismo esperaba con ansia la competición expandida que el viejo nazi había propuesto meses atrás. Barent estaba seguro de que podría negociar con el viejo algo muy satisfactorio pero no tan extremo: el Medio Oriente, quizá, o algo en África. No sería la primera vez que los juegos se hacían a escala internacional.
Pero no sería posible negociar con la vieja de Charleston. Barent hizo una nota mental para que Swanson la liquidara por la mañana y después sonrió ante su falta de memoria. Estaba cansado. Bien, si no Swanson, sería el nuevo subdirector, DePriest, y si no, había una multitud de candidatos para elegir.
—Bajamos, señor —dijo el piloto.
—Gracias, Donald. Por favor informa por radio el capitán Shires de que pasaré por el puente antes de entrar. Podremos salir en cuanto el helicóptero esté seguro.
Barent caminó los sesenta metros que lo separaban del puente con cuatro miembros de su destacamento especial de seguridad en la formación habitual. El otro helicóptero los había dejado sobre el barco antes que a Barent. Después de su 747, el Antoinette era el medio de transporte más seguro del multimillonario. Con una tripulación elegida de sólo veintitrés «neutrales» magníficamente condicionados y su destacamento de seguridad, el yate era aún mejor que la isla: rápido, secretamente armado, rodeado de lanchas rápidas de patrulla cuando estaba cerca de la costa, como esa noche, y privado.
En el puente, el capitán y dos oficiales saludaron respetuosamente a Barent cuando entró.
—Rumbo marcado a Bermuda, señor —informó el capitán Shires—. Zarparemos en cuanto recuperemos el Cobra y lo hayamos colocado en su compartimiento.
—Muy bien —dijo Barent—. ¿La seguridad de la isla ya ha informado del despegue del avión del señor Borden?
—No, señor.
—Por favor, no deje de informarme en cuanto su avión esté en el aire. ¿De acuerdo, Jordan?
—Sí, señor.
El segundo oficial se aclaró la voz y se dirigió al capitán:
—Señor, el radar informa de un gran navío en la punta sudeste. Distancia cuatro millas y acercándose.
—¿Acercándose? —dijo el capitán Shires—. ¿Qué dice Jalón 1?
—Jalón 1 no contesta, señor. Stanley informa de que el contacto está ahora a tres coma cinco millas y viene hacia nosotros a veinticinco nudos.
—¿Veinticinco nudos? —exclamó el capitán. Cogió un gran par de prismáticos y se acercó al primer piloto, en las ventanas de estribor. El brillo suave, rojo, de las luces en el puente computerizado, automatizado, no perjudicaba la visión nocturna.
—Identifíquenlo inmediatamente —dijo Barent.
—Ya lo he hecho —dijo Shires—. Es el Edwards. —Había alivio en su voz. El Richard S. Edwards era el destructor clase Forrest Sherman que había sido destinado a la vigilancia de la isla Dolmann durante la semana del campamento de verano. Lyndon Baines Johnson había sido el primer presidente que «prestó» el Edwards, y todos los presidentes desde entonces habían seguido la costumbre.
—¿Por qué ha vuelto? —preguntó Barent. No estaba nada aliviado—. Se suponía que tenía que dejar estas aguas hace dos días. Llame a su capitán por radio inmediatamente.
—Posición: dos coma seis millas —informó el segundo piloto—. El perfil del radar confirma que es el Edwards. No contesta por radio, señor. ¿Pasamos a semáforo?
Barent se dirigió a la ventana como en un sueño. No veía nada excepto la noche fuera del cristal.
—Se ha detenido a dos millas, capitán —dijo el segundo piloto—. Girando de lado. Sigue sin contestar.
—Quizás el capitán Mallory ha pensado que había algún problema —dijo el capitán Shires.
Barent salió de su estado sonámbulo.
—¡Sáquenos de aquí! —gritó—. ¡Que lo ataque el Cobra! No, ¡espere! Dígale a Donald que tenga el Bell listo. Voy a la popa. ¡Deprisa, Shires!
Mientras los tres oficiales miraban atónitos, Barent salió, dispersando a su destacamento de seguridad, que le esperaba, y bajó por la escalera del puente a la cubierta. Perdió un zapato en los peldaños, pero no se detuvo para recuperarlo. Al acercarse a la plataforma iluminada del helicóptero, tropezó con un cable enrollado y se rasgó la chaqueta cuando rodaba por la cubierta. Pero estaba de pie y corriendo de nuevo antes de que sus guardias de seguridad pudieran ayudarle a levantarse.
—¡Donald, jodido estúpido! —gritó Barent. El piloto y dos miembros de la tripulación habían colocado los cables y estaban atando los rotores.
El Cobra armado con pequeños cañones y dos misiles buscadores por el calor, rugía nueve metros por encima del Antoinette, colocándose entre el yate y su antiguo protector. El mar fue momentáneamente iluminado por centelleos que a Barent le recordaron vagamente luciérnagas al borde del bosque de su infancia en Connecticut, y por primera vez vio el perfil del destructor y el Cobra explotó en el aire. Uno de sus misiles se disparó y dibujó una escritura sin objeto a través del cielo nocturno antes de caer inútilmente en el océano.
Barent se apartó del helicóptero y se tambaleó hasta la barandilla de estribor. Vio el brillo del cañón delantero de cinco pulgadas una fracción de segundo antes de oír el informe y el ruido del proyectil que se acercaba.
El primer disparo erró su blanco, por diez metros, produciendo el balanceo del yate con su onda expansiva y lanzando sobre la popa suficiente agua para hacer caer a Donald y a tres de los hombres de seguridad. El centelleo del segundo disparo llegó antes de que el agua del primero cayera.
Barent abrió mucho las piernas y agarró la barandilla hasta que el metal le cortó las palmas.
—Maldito Willi —dijo entre dientes.
El segundo proyectil, corregido y guiado por radar, cayó sobre la popa del Antoinette a seis metros de donde se encontraba Barent, penetró dos cubiertas y explotó en el compartimiento del motor de popa y en los dos tanques principales de combustible diesel.
La bola de fuego consumió la mitad del Antoinette y se elevó doscientos cuarenta metros antes de cerrarse sobre sí misma y empezar a desaparecer.
—Objetivo destruido señor —informó la voz del oficial Leiland desde el puente.
En el Centro de Información de Combate del Richard S. Edwards, el capitán James J. Mallory, U. S. N., levantó el teléfono.
—Muy bien —dijo—, virad para que el SPS-10 pueda apuntar a nuestros objetivos terrestres.
Los oficiales de lucha antisubmarina miraron a su capitán. Estaban en el cuartel general hacía cuatro horas, y en situación de combate hacía cuarenta y cinco minutos. El capitán había dicho que se trataba de una emergencia nacional, alto secreto. Bastaba que los hombres miraran la cara pálida, sin vida, del capitán, para saber que algo terrible estaba sucediendo. Una cosa sabían con toda certeza; si la acción de esta noche era un error, la carrera del viejo estaba acabada.
—¿Buscamos supervivientes, capitán?
—Negativo —dijo Mallory—. Busque los blancos B-3 y B-4 y empiecen a disparar.
—¡Capitán! —gritó el oficial de defensa curvándose sobre su pantalla de radar SPS-40—. Acaba de aparecer un avión. Distancia: dos coma siete millas. Rumbo paralelo, señor. Velocidad: ocho nudos.
—¡Listos los Terriers! —ordenó Mallory. Normalmente, el Edwards sólo llevaba cañones Phalanx de 20 mm. para defensa aérea, a popa de las pesadas lanzadoras ASROC, con cuatro misiles superficie-aire Terrier/Standard-ER. Los hombres se habían quejado durante cinco semanas porque los Terriers habían robado el único espacio suficientemente grande y liso para sus campeonatos deportivos. Uno de los Terriers había sido utilizado para destruir el helicóptero de ataque tres minutos antes.
—Es un avión civil, capitán —dijo el oficial de radar—. De un solo motor. Probablemente un Cessna.
—Disparen los Terriers —ordenó el capitán Mallory.
Desde el apiñado CIC[6], los oficiales pudieron oír el disparo de los dos misiles, el tintineo del recargador, un segundo lanzamiento y el recargador tosiendo vacío.
—Mierda —dijo el oficial de control de fuego—. Perdón, capitán. El blanco ha bajado por debajo de la línea del acantilado y Bird Uno lo ha perdido. Bird Dos se ha estrellado contra el acantilado. El Tres ha tocado algo, capitán.
—¿El blanco está en la pantalla? —preguntó Mallory. Sus ojos eran como los de un ciego.
—No, señor.
—Muy bien —dijo el capitán—. ¿Cañones?
—¡Señor!
—Empieza a disparar con ambas torres cuando se confirme la pista de aterrizaje. Después de cinco salvas, fuego directo a la estructura llamada «casa del pastor».
—Muy bien, señor.
—Estaré en mi camarote —dijo Mallory.
Todos los oficiales miraron la puerta cuando el capitán salió. Después el oficial de control de fuego anunció:
—Blanco B-3.
Los hombres dejaron de lado sus preguntas y continuaron su trabajo. Diez minutos después, exactamente cuando el oficial Leland estaba a punto de llamar a su puerta, del camarote del capitán vino el sonido de un disparo.
Natalie nunca había volado antes entre árboles. El hecho de que fuera una noche sin luna no hizo la experiencia más agradable. Masas negras de follaje corrían hacia ellos y después caían cuando Meeks desviaba el Cessna sobre otra línea de árboles y bajaba en picado hacia otro claro. Hasta en la oscuridad, Natalie podía vislumbrar cabañas, senderos, una piscina y un anfiteatro vacío, que pasaban por debajo y al lado del avión.
Fuera cual fuese el radar mental que Meeks utilizaba, era evidentemente superior a los sensores meramente mecánicos del tercer misil, que hizo diana en un roble y explotó con una increíble ducha de corteza y ramas.
Meeks se inclinó hacia la derecha por encima de la franja desnuda de la zona de seguridad. Por debajo había fuegos, por lo menos dos vehículos ardiendo, y centelleos brillando en el bosque. Un kilómetro y medio al sur, empezaron a caer granadas en la pista de aterrizaje.
—Caramba —jadeó Jackson cuando los tanques de combustible cerca del hangar explotaron.
Sobrevolaron el malecón norte y se dirigieron hacia el mar.
—Tenemos que volver —dijo Natalie. Tenía la mano en su bolsa, con el dedo tocando el gatillo de la Colt.
—Dame una buena razón —dijo Meeks, levantando el avión a unos cinco metros seguros por encima del océano.
Natalie sacó la mano vacía de la bolsa.
—Por favor —dijo.
Meeks la miró y le guiñó un ojo a Jackson.
—Qué demonios —dijo. El Cessna se inclinó bruscamente hacia la derecha y dio la vuelta en una elegante curva hasta que el parpadeo verde del malecón surgió de nuevo ante ellos.