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Melanie

Willi y yo consumamos nuestro amor esa noche loca. Después de tantos años.

Fue a través de nuestros peleles, antes de nuestra llegada a la casa del pastor. Si él hubiese sugerido tal cosa, o incluso lanzado una indirecta antes de actuar, yo lo habría abofeteado, pero su agente en la forma del gigante negro no se entretuvo en preliminares. Jensen Luhar cogió a la señorita Sewell por los hombros, la empujó sobre la hierba suave, en la oscuridad, bajo los robles, y la poseyó brutalmente. Nos poseyó. Me poseyó.

Incluso mientras el peso del negro estaba aún sobre la señorita Sewell, yo no podía dejar de recordar aquellas conversaciones en voz baja entre Nina y yo durante nuestras siestas de adolescentes, cuando Nina, más mundana, sin aliento, me contaba historias, evidentemente escuchadas por casualidad, sobre la supuesta anatomía exagerada de los hombres de color. Seducida por Willi, aún aplastada boca abajo contra el suelo por el peso de Jensen Luhar, regresé mentalmente de la señorita Sewell a Justin antes de recordar en mi aturdimiento que la chica negra de Nina había dicho que no era de Nina. Era bueno saber que la chica mentía. Yo quería decirle a Nina que ella tenía razón.

No cuento esto porque sí. Excepto mis interludios inesperados y de ensueño a través de la señorita Sewell en el hospital de Filadelfia, ésta era mi primera experiencia con el lado físico del cortejo. De todas maneras, yo difícilmente consideraría la ruda exuberancia del hombre de Willi una extensión del cortejo. Era más como los espasmos frenéticos del siamés de mi tía cuando cogía a una desventurada hembra que estaba en celo sin proponérselo. Y confieso que la señorita Sewell parecía en celo permanente, pues respondió a las propuestas rudas y casi inexistentes del negro con una lubricidad que ninguna señorita de mi generación se habría permitido.

De todos modos, cualquier reflexión o reacción ante esta experiencia fue rápidamente cortada cuando el hombre de Willi se puso súbitamente en pie, girando la cabeza en la noche, sus grandes narices ensanchándose.

—Mi peón se acerca —murmuró en alemán. Empujó mi cara hasta el suelo—. No te muevas. —Y el pelele de Willi trepó a las ramas bajo del roble como un gran mono negro.

La absurda confrontación que se desarrolló a continuación fue de escasa importancia y se resolvió a nuestro favor. Willi llevó al supuesto pelele de Nina, el hombre llamado Saul, a la casa del pastor con nosotros. Hubo un momento mágico cuando, segundos después de que el pobre infeliz de Nina fuera dominado y antes de que los guardias de seguridad nos rodearan, todos los proyectores, luces y linternas exteriores de los árboles se encendieron: fue como si entráramos en un reino de hadas o nos acercáramos a Disneylandia por alguna entrada secreta, encantada.

La partida de la negra de Nina de mi casa de Charleston y el jaleo que siguió me distrajeron durante algunos minutos, pero después que Culley trajera el cuerpo inconsciente de Howard y el cadáver del entrometido negro, estuve lista para devolver toda mi atención al encuentro con C. Arnold Barent.

El señor Barent era un auténtico caballero y saludó a la señorita Sewell con la deferencia que ella merecía como mi representante. Sentí inmediatamente que él veía a través del velo cetrino de mi pelele la cara de la belleza madura que había debajo. Mientras yo yacía en mi cama en Charleston, iluminada por el brillo verde de las máquinas del doctor Hartman, sabía que el resplandor que yo sentía había sido transmitido a través de la infame señorita Sewell a la sensibilidad refinada de C. Arnold Barent.

Me invitó a jugar al ajedrez y acepté. Confieso que hasta ese momento nunca había sentido el mínimo interés por ese juego. Siempre había considerado el ajedrez pretencioso y aburrido —mi Charles y Roger Harrison acostumbraban jugar regularmente— y nunca me había preocupado por aprender los nombres de las piezas o cómo se movían. Me agradaban más las divertidas partidas de damas con mama Booth durante los días lluviosos de mi infancia.

Pasó algún tiempo entre el inicio de su estúpido juego y el momento en que el señor C. Arnold Barent me decepcionó. Durante mucho tiempo mi atención estaba dividida, pues mandé a Culley y a los otros arriba a hacer preparativos para el posible regreso de la negra de Nina. A pesar de la molestia, parecía el momento apropiado para poner en acción el plan que había trazado algunas semanas antes. Durante ese rato, continué manteniendo contacto con la persona a la que vigilaba desde hacía tantas semanas durante las salidas de Justin a lo largo del río con la negra de Nina. Había abandonado ya mis planes de utilizarlo directamente, pero mantenía la charada de la consciencia con él y se volvió un continuo desafío a causa de la visibilidad de su posición y de las complejidades del vocabulario técnico de sus tareas.

Más tarde, me sentí muy satisfecha por haber hecho el esfuerzo de mantener este contacto, pero entonces me resultaba muy molesto.

Entretanto la estúpida partida de ajedrez entre Willi y su anfitrión continuaba como una escena surreal sacada de Alicia en el país de las maravillas. Willi se movía hacia atrás y hacia delante como un loco bien vestido, mientras yo permitía que la señorita Sewell siguiera en el juego y fuera movida alguna que otra vez —siempre confiando en la promesa del señor Barent de que ella no correría peligro— mientras los otros pobres peones y jugadores corrían de uno a otro lado, capturaban a otros, eran capturados, sufrían sus insignificantes muertes y eran retirados del tablero.

Hasta el momento en que el señor Barent me decepcionó, presté poca atención y me impliqué escasamente en su juego de chicos. Nina y yo teníamos que terminar nuestra propia competición. Yo sabía que su negra volvería antes del alba. Cansada como estaba, me di prisa en prepararlo todo para su regreso.