69

Isla Dolmann, martes 16 de junio de 1981

Saul desaceleró y dejó que la lancha topara con el malecón. La luz verde al final del espigón parpadeaba enviando su señal sin respuesta al Atlántico vacío. Saul amarró la lancha, lanzó su bolsa de plástico al malecón y avanzó, agachado con la M-16 preparada. El malecón y sus aledaños estaban vacíos. Algunos coches de golf esperaban en el sitio donde la carretera de asfalto seguía hacia el sur a lo largo de la costa. No había otros barcos amarrados.

Saul se puso la bolsa al hombro y se movió con cautela hacia los árboles. Incluso si la mayor parte de los hombres de seguridad habían ido hacia el norte en su búsqueda, Saul no podía creer que Barent dejara sin protección la parte norte de la casa del pastor. Corrió hacia la oscuridad bajo los árboles, con el cuerpo tenso, casi esperando el impacto de balas. Nada se movía, excepto las hojas mecidas por la suave brisa marina. Las luces de la casa apenas se veían hacia el sur. En ese momento el único objetivo de Saul era llegar vivo a la casa.

A lo largo de la avenida de los Robles no había luces. Saul recordó al piloto, Meeks, explicando que el camino estaría iluminado para los dignatarios de visita y los VIP, pero esa noche el camino cubierto de hierba estaba completamente a oscuras. Correr de árbol en árbol, de arbusto en arbusto, era lento. Necesitó treinta minutos para cubrir la mitad de la distancia hasta la casa y aún no había señas de los hombres de seguridad de Barent. Tuvo un pensamiento que lo dejó helado con un miedo más frío y más profundo que su temor a la muerte: ¿y si Barent se hubiese marchado ya?

Era posible. Barent no era un hombre que se expusiera al peligro. Saul contaba con utilizar el exceso de confianza del multimillonario como arma —quienquiera que estuviese con él, incluyendo a Saul, era condicionado para ser incapaz de dañarle—, pero quizá la intervención de Willi en Filadelfia o la incongruencia de la fuga de Saul había cambiado eso. Haciendo caso omiso del peligro, Saul cogió el fusil con la mano y corrió a lo largo de la avenida cubierta de hierba entre los robles, con la bolsa chocando contra su hombro herido.

Había corrido sólo doscientos metros y jadeaba aprisionado por el dolor, cuando se detuvo, cayó sobre una rodilla y levantó el fusil. Entrecerró los ojos y deseó tener las gafas. Un cuerpo desnudo yacía boca abajo a la sombra de un pequeño roble. Saul miró a izquierda y derecha, se sacó la bolsa del hombro y siguió avanzando.

La mujer no estaba totalmente desnuda. Una camisa rasgada y ensangrentada le tapaba un brazo y parte de la espalda. Estaba boca abajo, con la cara girada y cubierta por el pelo, los brazos extendidos, los dedos clavados en el suelo, y su pierna derecha como si estuviera corriendo cuando la habían abatido. Mirando a su alrededor desconfiado, con la M-16 lista, Saul le tocó el cuello para sentir el pulso.

La cabeza de la mujer se volvió y Saul tuvo un vislumbre de los ojos grandes y enloquecidos de la señorita Sewell y de su boca abierta antes que los dientes de la mujer se clavaran con fuerza en la mano izquierda, produciendo un ruido que no era humano. Saul hizo una mueca y levantó la M-16 para encañonar a la mujer precisamente cuando Jensen Luhar cayó de las ramas del roble y agarró el cuello de Saul con un poderoso brazo.

Saul gritó y disparó la M-16, intentando girar el fuego hacia Luhar, pero sólo consiguió rasgar las ramas y hojas de arriba. Saul luchó, forzando la barbilla contra el brazo de Luhar para evitar ser estrangulado e intentó soltar su mano izquierda de los maxilares de la mujer. Su mano derecha se alargó por encima de su hombro en un intento de encontrar la cara y los ojos del negro.

Luhar rió de nuevo y levantó a Saul en un medio-nelson. Saul sintió que se rasgaba la carne de su mano izquierda y entonces Luhar se giró y lo lanzó dos o tres metros por el aire. Saul cayó sobre su pierna izquierda herida, rodó sobre un hombro que le dolía terriblemente y se arrastró a gatas hacia la bolsa donde había dejado el Colt y la Uzi. Una mirada por encima del hombro le mostró a Jensen Luhar agachado como un luchador, en su cuerpo desnudo brillaban el sudor y la sangre de Saul. La señorita Sewell estaba a gatas, tensa, como preparada para saltar, el pelo revuelto sobre sus ojos. Le corrió sangre por la barbilla cuando escupió un trozo de la mano de Saul.

Llegó a menos de un metro de la bolsa antes de que Luhar se lanzara hacia delante, rápido y silencioso con sus pies desnudos, y le diera un fuerte puntapié en las costillas. Saul rodó sintiendo que el aire y la energía salían violentamente de su cuerpo; intentó caer sobre las rodillas mientras su vista se nublaba y se estrechaba en un largo túnel oscuro por el que avanzaba Luhar.

Luhar le dio otro puntapié, lanzó la bolsa lejos, hacia la oscuridad, y agarró al psiquiatra por el pelo. Levantó la cara de Saul hasta la suya y le sacudió.

—Despierta, pequeño peón —dijo en alemán—. Es hora de jugar.

Los proyectores del gran salón iluminaban ocho filas de casillas. Cada casilla era una baldosa blanca o negra de un metro cuadrado. Tony Harod miraba un tablero de ajedrez que se alargaba ocho metros en cada dirección. Los hombres de seguridad de Barent hacían ruidos suaves en la sombra y había sonidos sordos que venían de la mesa con los aparatos electrónicos, pero sólo los miembros del Island Club y sus ayudantes estaban iluminados.

—Hasta ahora ha sido un juego interesante —dijo Barent—. Aunque hubo algunas veces que me pareció que sólo podría desembocar en tablas.

Ja —dijo Willi saliendo hacia la luz. Llevaba una camisa de seda de cuello alto bajo un traje blanco lo que le daba el aspecto de un cura en negativo. Los proyectores hacían que su escaso pelo blanco brillara y acentuara la rubicundez de las arrugas de las mejillas y mandíbulas—. Siempre preferí la defensa Tarrasch. Ya no está de moda, aunque en mi juventud era muy popular; yo aún la considero buena cuando es utilizada con las debidas variaciones.

—Fue un juego posicional hasta el movimiento veintinueve —dijo Barent—. El señor Borden ofreció su peón de torre de rey y yo acepté.

—Un peón envenenado —admitió Willi, frunciendo el ceño y mirando el tablero.

Barent sonrió.

—Fatal para jugadores principiantes, quizá. Pero después de los cambios, yo conservé cinco peones contra tres del señor Borden.

—Y un alfil —dijo Willi, mirando hacia donde estaba Jimmy Wayne Sutter, cerca del bar.

—Y un alfil —repitió Barent—. Pero dos peones a menudo vencen a un alfil solitario en un final de partida.

—¿Quién está ganando? —preguntó Kepler. Estaba borracho.

Barent se frotó el cuello.

—No es tan simple como eso, Joseph. En este momento, las negras, que son mi color, tiene una clara ventaja. Pero las cosas cambian rápidamente en el juego final.

Willi fue hacia al tablero.

—¿Quiere cambiar lados, herr Barent?

El multimillonario sonrió.

Nein, mein Herr.

—Entonces prosigamos —dijo Willi.

Miró hacia las personas que estaban de pie al borde del tablero.

El hombre del FBI, Swanson, murmuró algo al oído de Barent.

—Un momento —dijo el anfitrión. Se volvió hacia Willi—. ¿Qué pretende ahora, viejo?

—Déjelos entrar —rogó Willi.

—¿Por qué? —respondió Barent—. Son suyos.

—Exactamente —admitió Willi—. Es evidente que mi negro esta desarmado y he recuperado a mi judío para que me sirviera como estaba destinado a hacerlo.

—Hace una hora, usted dijo que debíamos matarle —le recordó Barent.

Willi se encogió de hombros.

—Puede matarle, si quiere, herr Barent. El judío ya está casi muerto. Pero es grato a mi sentido de la ironía que haya llegado tan lejos para servirme.

—¿Aún insiste en que vino a la isla por su libre voluntad? —rió Kepler.

—No insisto en nada —dijo Willi—. Pido permiso para utilizarlo en el juego. Me complacería hacerlo. —Willi echó una mirada de soslayo a su anfitrión—. Además, Herr Barent, usted debe de estar seguro de que el judío estaba bien condicionado por usted. No debería temer nada de él aunque viniera armado.

—Entonces, ¿por qué está aquí? —preguntó Barent.

Willi rió.

—Para matarme —aclaró—. Vamos, tiene que decidirse. Quiero Jugar.

—¿Y la mujer? —preguntó Barent.

—Ha sido peón de mi dama —dijo Willi—. Se la regalo.

—Peón de su dama —repitió Barent—. ¿Y su dama aún la dirige?

—Mi dama fue sacada del tablero —dijo Willi—. Pero podrá preguntárselo al peón cuando llegue.

Barent chasqueó los dedos y media docena de hombres armados se adelantaron.

—Traedlos —ordenó—. Si hacen algún movimiento sospechoso, matadlos. Decidle a Donald que quizá vuelva al Antoinette más pronto de lo que me pensaba. Llamad a las patrullas y doblad la seguridad de la zona sur.

Tony Harod no estaba nada interesado en los recientes acontecimientos. Por lo que a él se refería, no había forma de salir de la isla. Barent tenía su helicóptero, que esperaba al otro lado de las puertas correderas; Willi tenía su Lear de reacción en la pista de aterrizaje; incluso Sutter tenía un avión esperando; pero comprendía que él y María Chen estaban encallados. Ahora había entrado una nueva falange de hombres de seguridad conduciendo a Jensen Luhar y a los dos peleles que Harod había recogido en Savannah. Luhar estaba desnudo, todo él musculosa carne negra. La mujer llevaba sólo una camisa rasgada y ensangrentada que parecía de uno de los guardias de la zona de seguridad. Su cara estaba sucia de tierra y sangre, pero lo que le molestaba más a Harod eran sus ojos; estaban casi cómicamente abiertos, miraba alrededor desde detrás de mechones de pelo revuelto, con los iris completamente rodeados de blanco. Si la mujer tenía mal aspecto, el hombre llamado Saul, al que Harod había traído a la isla, tenía un aspecto terrible. Parecía que Luhar le aguantaba de pie cuando se detuvieron a diez pasos de Barent. El viejo pelele de Harod estaba hecho un desastre: de la cara le goteaba sangre que le empapaba la camisa y la pernera izquierda del pantalón. Su mano izquierda parecía haber pasado por una plancha con dientes de mental; la sangre goteaba sobre una baldosa blanca. Pero algo en su mirada sugería un estado de alerta y desafío.

Harod no podía comprender nada de esto. Era obvio que Willi conocía al hombre y a la mujer —incluso aceptaba que el judío había sido antes pelele suyo—, pero Barent parecía aceptar la idea de que los dos pobres presos habían venido a la isla por su propia voluntad. Willi había dicho antes que era Barent el que había condicionado al judío, pero el multimillonario no lo había traído a la isla. Parecía tratarlo como a un agente libre. El diálogo con la mujer fue aún más estrafalario. Harod estaba confuso.

—Buena noches, doctor Laski —le dijo Barent al hombre que sangraba—. Siento no haberlo reconocido antes.

Laski no dijo nada. Su mirada fue hacia donde Willi estaba sentado en una de las sillas de espaldar alto y ni tan sólo se desvió cuando Luhar le giró la cabeza para que mirara al señor Barent.

—¿Fue su avión el que aterrizó en la playa del norte hace algunas semanas? —preguntó Barent.

—Sí —respondió Laski, sin dejar de mirar a Willi.

—Muy listo —admitió Barent—. Lástima que haya fracasado. ¿Confiesa que vino aquí para matarnos?

—No a todos ustedes —dijo Laski—. Sólo a él.

No señaló a Willi, pero no era necesario hacerlo.

—Muy bien —dijo Barent. Se frotó la mejilla y miró a Willi—. Doctor Laski, ¿aún pretende matar a nuestro huésped?

—Sí.

—¿Está preocupado, herr Borden? —le preguntó Barent.

Willi sonrió.

Entonces Barent hizo algo increíble. Se levantó de la silla donde había estado sentado desde poco antes de la llegada de los tres peleles, se dirigió a la mujer, cogió y levantó su sucia mano derecha y la besó con galantería.

Herr Borden me informa de que tengo el honor de dirigirme a la señorita Fuller —dijo con una voz más suave que margarina derretida—. ¿Es cierto?

La mujer de ojos salvajes sonrió.

—Sí —dijo con una voz cansina del Sur. Había sangre seca en sus dientes.

—Es realmente un gran placer, señorita Fuller —dijo Barent, cogiendo aún la mano de la mujer—. Siento mucho no haber podido conocerla antes. ¿Puedo preguntarle qué la ha traído a nuestra pequeña isla?

—Simple curiosidad, señor —respondió la aparición de ojos salvajes. Cuando ella se movió un poco, Harod pudo ver la espesa V de su vello púbico a través de la abertura de la camisa.

Barent estaba muy derecho, sonreía y aún acariciaba la mano mugrienta de la mujer.

—Comprendo —dijo—. No había necesidad de llegar de incógnito, señorita Fuller. Habría sido muy bien recibida en persona, en cualquier ocasión, y estoy seguro de que hubiera encontrado nuestro… ah…, alojamiento más confortable en el recinto de los huéspedes de casa de la pastor.

—Gracias, señor —sonrió Melanie a través de su pelele—. En este momento estoy indispuesta, pero cuando mi salud mejore, aprovecharé su generosa invitación.

—Excelente —dijo Barent. Dejó su mano y volvió a su silla.

Sus hombres de seguridad se relajaron un poco y bajaron las Uzi.

—Estamos terminando una partida de ajedrez —explicó—. Nuestros nuevos invitados se reunirán con nosotros. Señorita Fuller, ¿me haría el honor de permitir que su pelele juegue de nuestro lado? Le puedo garantizar que no permitiré que ninguna amenaza de captura estropee su participación.

La mujer alisó los harapos de su camisa y se pasó la manos por el pelo revuelto, apartando un mechón de delante de sus ojos.

—El honor será mío, señor —aceptó Melanie.

—Magnífico —dijo Barent—. Herr Borden, ¿supongo que desea utilizar sus dos piezas?

Ja —respondió Willi—. Mi antiguo peón me traerá suerte.

—De acuerdo —dijo Barent—. ¿Vamos a empezar en el movimiento 36?

Willi asintió con la cabeza.

—Yo me había comido su alfil en el movimiento anterior —le recordó—. Y usted avanzó centrando su rey con una respuesta Rd6.

—Ah —dijo Barent—, mi estrategia es demasiado transparente para un maestro.

Ja —estuvo de acuerdo Willi—. Lo es. Juguemos.

Natalie respiró aliviada cuando salieron de las nubes de tormenta al este de la isla de Sapelo.

El viento aún golpeaba el Cessna y la luz de las estrellas iluminaba un océano encabritado abajo, pero por lo menos la montaña rusa parecía haberse aplanado.

—Faltan unos cuarenta y cinco minutos —dijo Meeks. Se frotó la cara con la mano izquierda—. El viento añade una media hora al vuelo.

Jackson se inclinó hacia delante y dijo en voz baja cerca del oído de Natalie:

—¿Crees realmente que nos dejaran aterrizar?

Natalie puso la mejilla contra la ventana.

—Si la vieja hace lo que dijo que haría, quizá sí.

Jackson resopló y sonrió.

—¿Crees que lo hará?

—No lo sé —respondió Natalie—. Simplemente pienso que hay que intentar salvar a Saul. Creo que hicimos todo lo necesario para mostrarle a Melanie que era de su interés actuar.

—Sí, pero ella está loca —dijo Jackson—. Y los locos no siempre actúan en su propio interés, guapa.

Natalie sonrió.

—Me parece que eso explica por qué estamos aquí.

Jackson le tocó el hombro.

—¿Has pensado qué harás si Saul está muerto? —le preguntó en voz baja.

La cabeza de Natalie se movió hacia arriba y hacia abajo.

—Lo sacaremos de allí —dijo—. Después volveremos y mataremos a esa cosa de Charleston.

Jackson se recostó, se acurrucó en el asiento trasero y un minuto después dormía y roncaba. Natalie miró el océano hasta que los ojos le dolieron y después se volvió hacia el piloto. Meeks la miraba de forma extraña. Enfrentado con su mirada, Meeks se tocó la gorra de béisbol y puso su atención de nuevo en los instrumentos.

Herido, sangrando, luchando por seguir de pie y consciente, Saul estaba contento de estar exactamente donde estaba. Nunca apartó la mirada del oberst más que algunos segundos. Después de casi cuarenta años de buscarle, él, Saul Laski, estaba en la misma sala que el oberst Wilhelm von Borchert.

No era la mejor de las situaciones. Saul se lo había jugado todo, incluso había permitido que Luhar le dominara cuando podía haber cogido sus armas a tiempo, con su leve esperanza de ser llevado en presencia del oberst. Era el guión que había compartido con Natalie meses atrás, sentados y tomando café en el crepúsculo israelí con olor a naranjas, pero no eran las mejores condiciones. Sólo tendría una posibilidad de enfrentarse al asesino nazi si era Willi el que usaba sus aptitudes psíquicas en Saul. Ahora todos los retrocesos mutantes estaban allá —Barent, el llamado Kepler, incluso Harod y Melanie Fuller— y Saul temía que uno de ellos pudiese intentar apoderarse de su cerebro y destruir así la única, escasa, posibilidad que podía tener de sorprender al oberst. Después estaba el hecho de que, en su plan, Saul siempre había imaginado una confrontación hombre a hombre con el viejo, y Saul era el más fuerte físicamente de los dos. Ahora Saul utilizaba la mayor parte de su fuerza de voluntad y de su cuerpo sólo para mantenerse de pie, con su mano izquierda sangrando e inútil y con una bala alojada en la clavícula, mientras el oberst estaba sentado, sano y descansado, con quince kilos más de músculo que Saul y con más o menos dos peleles magníficamente condicionados y con por lo menos media docena de personas cerca que podría utilizar a voluntad. Y Saul tampoco confiaba en que los hombres de seguridad de Barent le permitirían dar más de tres pasos no autorizados antes de abatirlo a sangre fría.

Pero Saul era feliz. No había ningún otro lugar en el mundo donde prefiriera estar.

Sacudió la cabeza para concentrar su atención en lo que pasaba. Barent y el oberst estaban sentados mientras Barent disponía las piezas de ajedrez humanas en sus lugares. Por segunda vez en ese día sin fin, Saul tuvo una alucinación despierto: mientras el gran salón relucía como un reflejo en un estanque rizado por el viento, de súbito vio la madera y las piedras de una torre de homenaje polaca, con sonderkommandos vestidos de gris divirtiéndose bajo tapices con siglos de antigüedad mientras el viejo Meister estaba sentado, acurrucado en su uniforme de general como una momia arrugada envuelta en harapos holgados. Unas antorchas enviaban las sombras danzando sobre piedras y baldosas y los cráneos afeitados de treinta y dos prisioneros de pie que miraban cansinamente a los dos oficiales alemanes. El joven oberst apartó su pelo rubio de la frente, colocó su codo en la rodilla y sonrió a Saul.

El oberst sonrió.

—Wilkommen Jude —dijo.

—Vamos, vamos —decía Barent—, a jugar. Joseph tendrá sitio aquí, en f6.

Kepler retrocedió con una expresión de horror en la cara.

—Estás bromeando —dijo. Retrocedió en el bar lo suficiente como para hacer caer varias botellas.

—Oh, no —dijo Barent—, no bromeo. Deprisa, Joseph. Herr Borden y yo queremos resolver esto antes de que sea demasiado tarde.

—¡Vete al infierno! —gritó Kepler. Cerró los puños y se le tensó el cuello—. No voy a ser «usado» como un vulgar pelele mientras tú…

La voz de Kepler se detuvo como si una aguja saltara en un disco defectuoso. Su boca se movió un segundo pero no salió de ella ningún sonido. La cara de Kepler se puso roja, después morada y después se oscureció segundos antes de caer sobre las baldosas. Sus brazos parecían torcidos a sus espaldas por unas manos brutales, invisibles; sus tobillos, atados por cuerdas invisibles, mientras se lanzaba hacia delante con un movimiento espasmódico, corcovado, pesado —la imagen de un niño trastornado moviéndose como un gusano—, con el pecho y la barbilla tocando el suelo a cada espasmo absurdo. De esta manera Joseph Kepler se arrastró sobre su cara, pecho y muslos, los ocho metros del tablero, dejando un rastro de sangre de su barbilla herida en las baldosas blancas, hasta que llegó a su lugar. Cuando Barent relajó su control, los músculos de Kepler se torcieron y tuvieron un espasmo de alivio; se escuchó un sonido leve mientras la orina le empapaba la pernera y corría hacia la baldosa negra.

—Levántate, por favor, Joseph —dijo Barent en voz baja—. Queremos empezar la partida.

Kepler se puso de rodillas, miró, conmocionado, al multimillonario durante un momento y permaneció silenciosamente quieto sobre sus piernas temblorosas. Sangre y orina manchaban la parte delantera de sus pantalones italianos.

—¿Vas a «usarnos» a todos así, hermano Christian? —preguntó Jimmy Wayne Sutter. El predicador estaba al borde del improvisado tablero y la luz de los proyectores brillaba en su pelo espeso, blanco.

Barent sonrió.

—No veo motivo para «usar» a nadie, James —dijo—. Siempre que no sea un obstáculo para el juego. ¿Qué piensa, herr Borden?

—Ven aquí, Sutter —dijo Willi—. Como mi alfil, eres la única pieza superviviente fuera de reyes y peones. Venga, ocupa tu lugar al lado de la casilla vacía de la dama.

Sutter levantó la cabeza. El sudor había empapado su americana deportiva de seda.

—¿Tengo alternativa? —murmuró. Su entrenada voz sonaba tensa y áspera.

Nein —dijo Willi—. Tienes que jugar. Ven.

Sutter giró la cabeza hacia Barent.

—Quiero decir una alternativa sobre el lado donde sirvo —dijo.

Barent enarcó las cejas.

—Tú has servido a herr Borden bien y durante un largo tiempo —dijo—. ¿Quieres cambiar de bando ahora, James?

—No encuentro placer en la muerte de los malvados —recitó Sutter—. Creed en el Señor Jesucristo y seréis salvos. Juan 3, 16.17.

Barent rió entre dientes y se frotó la barbilla.

Herr Borden, parece que su alfil desea desertar. ¿Tiene alguna objeción a que termine el juego del lado de las negras?

La cara del oberst tenía la expresión malhumorada de un niño.

—Quédatelo y vete al diablo —dijo—. No necesito a ese marica gordo.

—Ven —le dijo Barent al sudoroso predicador—, te colocaré a la izquierda del rey, James.

Señaló una baldosa blanca situada un espacio delante de la posición de partida del peón de rey.

Sutter se colocó en su lugar en el tablero, al lado de Kepler.

Saul se permitió un resquicio de esperanza ante la idea de que el juego pudiera realizarse sin que los vampiros de la mente usaran su poder sobre sus peones. Cualquier cosa que aplazara el momento en que el oberst tocara su mente le infundía ánimos.

Inclinándose hacia delante en su gran silla, el oberst rió en voz baja.

—Si me deniegan la colaboración de mi aliado fundamentalista —dijo—, entonces me divertirá ascender a mi antiguo peón a la categoría de alfil. Bauer, verstehts du? Ven, judío, y acepta tu destino.

Rápidamente, antes de que fuera obligado a hacerlo, Saul cruzó el espacio iluminado de las baldosas hasta la casilla negra en la primera columna. Estaba a menos de tres metros del oberst, pero Luhar y Reynolds estaban entre ellos mientras un grupo de hombres de seguridad de Barent vigilaba todos sus movimientos. Ahora Saul sentía mucho dolor en sus heridas —su pierna izquierda estaba rígida y le dolía, su hombro era una masa de fuego—, pero lo disfrazó mientras avanzaba.

—Como en los viejos tiempos, ¿eh, peón? —dijo el oberst en alemán—. Perdóname —añadió—. Quiero decir, herr alfil. —El oberst sonrió—. Ahora deprisa, aún tengo tres peones. Jensen en e3, bitte. Tony en a3. Tom será peón en b5.

Saul vio que Luhar y Reynolds ocupaban sus lugares. Harod no se movió.

—No sé dónde está el jodido a3 —dijo.

El oberst hizo un gesto impaciente.

—La segunda casilla delante de la baldosa de la torre de mi dama —exclamó—. Schnell.

Harod parpadeó y avanzó hasta la casilla negra en el borde izquierdo del tablero.

—Llene sus últimos tres espacios de peones —lo rogó el oberst a Barent.

El multimillonario asintió con la cabeza.

—Señor Swanson, si no le importa. Al lado del señor Kepler, por favor.

El hombre miró alrededor, dejó la automática y se dirigió hacia la casilla negra a la izquierda y detrás de Kepler. Saul comprendió que Swanson era el peón del caballo del rey, que aún no se había movido de su casilla original.

—Señorita Fuller —dijo Barent—, ¿permite que su encantadora esclava se coloque en su posición original del peón de la torre de dama? Sí, eso. —La mujer que había sido antes Constance Sewell caminó cautelosamente, descalza, y quedó de pie cuatro casillas delante de Harod—. Señorita Chen —continuó Barent—, al lado de la señorita Sewell, por favor.

—¡No! —gritó Harod cuando María Chen avanzó—. ¡Ella no juega!

Ja, sí que juega —dijo el oberst—. Ella aporta una cierta belleza al juego, nicht wahr?

—¡No! —gritó Harod de nuevo, y se giró hacia el oberst—. Ella no forma parte de esto.

Willi sonrió e inclinó la cabeza hacia Barent.

—Muy conmovedor. Sugiero que Tony cambie su posición con su secretaria si la posición de ella se ve…, ah…, amenazada. ¿Le conviene esto, herr Barent?

—¡Sí, sí, sí! —dijo Barent—. Pueden cambiar cuando Harod lo desee, mientras no altere el flujo del juego. Empecemos. Aún tenemos que colocar nuestros reyes.

Barent miró los restantes ayudantes y hombres de seguridad.

Nein —dijo el oberst, dirigiéndose al tablero—. Nosotros somos los reyes, herr Barent.

—¿Qué dices, Willi? —preguntó el multimillonario cansinamente.

El oberst abrió las manos y sonrió.

—Es un juego importante —dijo—. Tenemos que mostrar a nuestros amigos y colegas que apoyamos sus esfuerzos. —Ocupó su lugar dos cuadrados a la derecha de Jensen Luhar—. Además, herr Barent —añadió—, el rey no puede ser capturado.

Barent sacudió la cabeza, pero se puso en pie y se dirigió a la posición d6, al lado del reverendo Jimmy Wayne Sutter.

Sutter volvió sus ojos inexpresivos hacia Barent y dijo en voz alta:

—Y Dios le dijo a Noé: «Veo venir el fin de todos pues la Tierra está llena toda de sus iniquidades, y voy a exterminarlos a ellos con la Tierra.»

—Oh, calla, viejo maricón —dijo Tony Harod.

—¡Silencio! —bramó Barent.

En la breve ausencia de ruido que siguió, Saul intentó imaginarse el tablero tal como estaba al final del movimiento treinta y cinco:

La dirección del juego final era demasiado complicada para poder pronosticar con la modesta habilidad de Saul para el ajedrez —sabía que estaba a punto de asistir a una partida entre maestros—, pero podía sentir que Barent había conseguido una fuerte ventaja en los últimos movimientos y parecía confiado en su victoria. Saul no veía cómo las blancas del oberst podrían conseguir algo más que tablas, aun con el mejor juego, pero había oído decir al oberst que las tablas supondrían la victoria para Barent.

Una cosa sabía Saul: como única pieza importante superviviente en un campo de tres peones, el alfil sería utilizado intensamente, incluso con gran riesgo. Cerró los ojos e intentó aguantar las súbitas y recurrentes olas de dolor y debilidad.

—Muy bien, herr Borden —le dijo Barent al oberst—. El movimiento es suyo.