Charleston, martes 16 de junio de 1981
Pasaba de medianoche y Natalie Preston se sentía atrapada en una pesadilla que había tenido cuando era niña. Un acontecimiento que había ocurrido la noche del funeral de su madre la despertó llamando a su padre por lo menos una vez cada semana durante los meses de aquel distante verano y el subsiguiente otoño.
El funeral había sido a la antigua, con horas de visita en el viejo depósito de cadáveres. Los amigos y parientes habían llegado y desfilado cerca del ataúd abierto durante lo que a Natalie, sentada en silencio junto a su padre, le parecieron días. Había llorado los últimos dos días y estaba vacía de lágrimas mientras permanecía sentada cogiendo la mano de su padre, pero en cierto momento había sentido la imperiosa necesidad de ir al cuarto de baño y se lo había dicho a su padre. Él se levantó para acompañarla a los aseos, pero otro contingente de parientes más viejos se había acercado a él precisamente entonces y una vieja tía se ofreció a acompañarla. La vieja la cogió de la mano y la llevó por el vestíbulo, atravesaron después varias puertas y subieron por una escalera, antes de llegar ante una puerta blanca.
Cuando Natalie salió del lavabo bajándose la falda de su vestido azul oscuro, rígido, la anciana tía se había ido. Natalie caminó hacia la izquierda en vez de hacia la derecha, pasó varias puertas, salas y escaleras, y un minuto después estaba perdida. No tuvo miedo. Sabía que la capilla y las salas debían ocupar la mayor parte del primer piso y que si abría suficientes puertas encontraría a su padre. Pero no sabía que la escalera trasera bajaba directamente al sótano.
Natalie había mirado por dos puertas que daban a salas vacías, desnudas, cuando abrió otra y dejó que la luz del corredor iluminara mesas de acero, repisas de enorme botellas que contenían un liquido oscuro y largas agujas de acero ligadas a finas mangueras de goma. Se había tapado la boca con las manos y retrocedió hacia el corredor, volviéndose para atravesar una ancha puerta doble. Estaba en medio de una sala grande, llena de cajas, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz débil que se filtraba a través de las pequeñas ventanas con cortinas.
Natalie se detuvo. El pesado aire no era perturbado por ningún sonido. Los objetos a su alrededor no eran cajas; eran ataúdes. La madera pesada, oscura, parecía absorber la difusa luz. Varios de los ataúdes tenían las tapas abiertas, como el de su madre. A poca distancia de Natalie se encontraba un pequeño ataúd blanco —exactamente de su tamaño— con un crucifijo. Años más tarde, Natalie comprendió que había entrado en un almacén o depósito de ataúdes, pero entonces estaba convencida de que estaba sola en la oscuridad entre una docena de ataúdes con sus respectivos cadáveres. Esperaba que los pálidos cadáveres se sentaran en cualquier momento, girando la cabeza y abriendo los ojos en su dirección como hacían los viernes por la noche en las películas de vampiros que veía con su padre.
Había otra puerta, pero parecía a kilómetros de distancia y, para llegar hasta ella, Natalie tendría que pasar muy cerca de cuatro o cinco ataúdes oscuros. Lo hizo, mirando hacia delante y caminando despacio, esperando que un par de manos y brazos pálidos avanzaran sobre ella, pero negándose a correr o gritar. Era un día demasiado importante; era el funeral de su madre y ella quería a su madre.
Natalie había cruzado la puerta, subido por una escalera iluminada y aparecido en el vestíbulo cerca de la puerta principal.
—¡Ah, por fin, cariño! —exclamó la tía y la condujo de nuevo hasta su padre, en la otra sala, advirtiéndole que no jugara de nuevo.
Hacía más de una docena de años que no pensaba en su vieja pesadilla, pero mientras estaba sentada en la sala de estar de Melanie Fuller delante de Justin, que la miraba con sus ojos enloquecidos de vieja en una cara pálida, rechoncha, la reacción de Natalie era la misma que había tenido en su sueño cuando las tapas de los ataúdes se habían abierto, cuando una docena de cadáveres se habían sentado rígidamente en sus ataúdes y cuando dos docenas de manos la habían cogido y arrastrado —se resistía, pero sin gritar— hasta el pequeño ataúd blanco vacío que la esperaba.
—¿En qué estás pensando, querida? —dijo la voz de la vieja por boca del niño.
Natalie se despertó de sopetón. Era la primera vez que se hablaba desde los gritos del niño, veinte minutos antes.
—¿Qué pasa? —preguntó Natalie.
Justin se encogió de hombros, pero su sonrisa era amplia. Sus dientes de leche parecían haber sido afilados.
—¿Dónde está Saul? —exigió saber Natalie. Sus dedos fueron hasta el monitor de su cinturón—. ¡Dímelo! —exclamó.
Saul había preparado el elemento telemétrico ligado a los explosivos, pero había dudado de que ella realmente lo utilizara cuando estuviera ante Melanie. Habían llegado a un compromiso con un monitor que transmitía un aviso al segundo receptor en el coche de Jackson pero no hacía explotar el C-4. Había sido Natalie lo que había conectado de nuevo los hilos al C-4 de su cinturón después de que Saul se fuera a la isla. Durante las últimas veintisiete horas había llegado a desear que el monstruo intentara coger su mente y que la cosa disparara el explosivo. Natalie estaba exhausta, agotada por el miedo y a veces le parecía simplemente preferible acabar con todo eso de una vez por todas. No estaba segura de si el C-4 mataría a la vieja a esa distancia, pero estaba segura de que los zombies de Melanie no la dejarían acercarse más a la criatura que no abandonaba nunca su habitación en el piso de arriba.
—¿Dónde está Saul? —repitió Natalie.
—Oh, lo tienen —dijo el niño despreocupadamente.
Natalie se puso en pie. En las otras salas, las sombras se movían.
—Mientes —dijo.
—¿Sí? —sonrió Justin—. ¿Y por qué iba a hacerlo?
—¿Qué ha pasado?
Justin se encogió de hombros y sofocó un bostezo.
—Ya ha pasado mi hora de dormir, Nina. ¿Por qué no continuamos esta conversación por la mañana?
—¡Dime qué pasa! —gritó Natalie. Su dedo encontró el botón del monitor.
—Muy bien, de acuerdo —dijo el niño haciendo pucheros—. Tu amigo hebreo ha logrado escaparse de los guardias, pero el hombre de Willi lo ha capturado y lo ha llevado a la casa del pastor.
—La casa del pastor —jadeó Natalie.
—Sí, sí —respondió el niño. Dio puntapiés contra la pata de la silla—. Willi y el señor Barent quieren hablar con él. Están jugando.
Natalie miró a su alrededor. Algo se movía en el vestíbulo.
—¿Saul está herido?
Justin se encogió de hombros.
—¿Aún está vivo? —exigió saber Natalie.
El niño hizo una mueca.
—He dicho que querían hablar con él, Nina. No pueden hablar con un cadáver.
Natalie levantó su mano libre y se mordió una uña.
—Es hora de hacer lo que planeamos —dijo.
—No —lloriqueó el niño—. No estamos en la situación en la que me dijiste que habría que actuar. Sólo están jugando.
—Mientes —dijo Natalie—. No pueden jugar si el hombre de Willi está fuera y Saul está en la casa del pastor.
—No es ese juego —dijo el niño, sacudiendo la cabeza por la estupidez de Natalie. Le era difícil recordar que él era sólo una marioneta de carne y hueso manipulada por la vieja arpía que estaba arriba—. Juegan al ajedrez.
—Ajedrez —repitió Natalie.
—Sí. El ganador decidirá el juego siguiente. Willi quiere jugar con apuestas más altas. —Justin meneó la cabeza en un gesto de vieja—. Willi siempre tuvo una preocupación wagneriana por Ragnarok y Armagedon. Le viene de su sangre alemana, seguro.
—Saul está herido y retenido en la casa del pastor y ahora juegan al ajedrez —dijo Natalie con una voz monótona. Recordó la tarde en que seis meses atrás, ella y Rob habían escuchado a Saul Laski contando su historia de los campos de concentración y del castillo en ruinas en el bosque polaco donde el joven oberst había desafiado a Der Meister en un juego final.
—Sí, sí —dijo Justin, contento—. La señorita Sewell juega también. En el equipo del señor Barent. El señor Barent es muy apuesto.
Natalie retrocedió. Saul y ella habían discutido qué haría ella si el plan se iba a pique. Saul le había recomendado que lanzara las cargas de la cartera con el cronómetro de cuarenta segundos y huyera, aunque eso significara dejar que Barent y los otros escaparan. La segunda posibilidad era seguir con el farol, forzar a Melanie, aún con la esperanza de coger a Barent y quizás a los otros miembros del Island Club.
Ahora Natalie veía una tercera posibilidad. Quedaban aún por lo menos seis horas de oscuridad. Comprendió que aunque la exigencia de justicia y venganza por el asesinato de su padre era aún muy fuerte en ella, su amor por Saul lo era más. Supo también que la discusión de planes de fuga con Saul habían sido sólo palabras; que él no confiaba en poder poner en práctica planes de fuga.
Natalie sabía que la justicia exigía que se quedara y siguiera con el plan, pero en ese momento la justicia estaba en segundo término en su corazón en relación al creciente deseo de salvar a Saul si hubiera alguna posibilidad de hacerlo.
—Voy a salir un rato —dijo ella firmemente—. Si Barent intenta marcharse o se cumplen las otras condiciones, haz exactamente lo que planeamos. No dejes de hacerlo, Melanie. No soporto fracasos aquí. Tu propia vida depende de esto. Si fallas, no me cabe duda de que el Island Club querrá matarte, pero llegarán tarde porque yo te mataré antes. ¿Comprendes, Melanie?
Justin la miró con una leve sonrisa en su cara redonda.
Natalie se volvió y se dirigió hacia el vestíbulo. Alguien se movió rápidamente en la oscuridad delante de ella, cruzando la puerta hacia el comedor. Justin la siguió. Alguien se movió en el rellano de la escalera y se escucharon ruidos en la cocina. Natalie se detuvo en el vestíbulo, su dedo aún en el botón rojo. Le picaba el cuero cabelludo bajo la cinta redonda de los electrodos.
—Volveré antes del alba —dijo ella.
Justin le sonrió y su cara brilló levemente al pálido resplandor verde del segundo piso.
Catfish vigilaba hacía más de seis horas cuando Natalie salió de la casa Fuller. Eso no estaba en los planes para la noche. Apretó dos veces el botón del emisor y se agachó en la maleza para ver qué pasaba. Aún no había visto a Marvin, pero cuando lo viera intentaría salvar al antiguo jefe de su pandilla de la «Dama Vudú», pasase lo que pasara.
Natalie caminaba deprisa cuando cruzó el patio. Esperó mientras alguien, al que Catfish no podía ver, le abría el portal.
Cruzó la calle sin mirar hacia atrás y giró a la derecha después del callejón en el que esperaba Catfish en vez de girar a la izquierda hacia donde Jackson estaba aparcado, al final de la calle. Ésa era la señal de que quizá la seguían. Catfish pulsó tres veces el botón para que Jackson supiera que tenía que dar la vuelta al bloque hasta donde habían quedado que la recogería; después se agachó más y esperó.
Un hombre salió de las sombras del patio de la casa Fuller y cruzó la calle corriendo agachado en el momento en que Natalie desapareció. Catfish entrevió el brillo de la luz de la farola reflejada en el acero azulado del cañón del arma. Parecía una automática de gran calibre.
—Mierda —murmuró Catfish. Esperó un minuto para asegurarse de que nadie más la seguía y se deslizó por las sombras de los coches aparcados en el lado este de la calle.
Catfish no reconoció al tío con el arma, demasiado pequeño para ser el monstruo Culley, al que había vislumbrado en el patio y demasiado blanco para ser Marvin.
Catfish se movió sigilosamente y se arrastró a través de unas plantas para espiar. Natalie estaba en medio de la manzana, preparada para cruzar al otro lado. El tío blanco con el arma avanzaba muy despacio entre las sombras de su acera. Catfish pulsó el botón cuatro veces y siguió adelante. Sus pantalones y cazadora negros lo hacían invisible.
Esperaba que Natalie hubiese desconectado toda aquella mierda del C-4. Los explosivos ponían a Catfish nervioso. Había visto lo que había quedado de su amigo Leroy después de que el muy loco encendiera la dinamita que llevaba. A Catfish no le importaba morir —nunca había esperado llegar a los treinta—, pero quería que su cuerpo risueño fuera enterrado de una sola pieza, envuelto en su mejor traje de setecientos dólares, para que Marcie, Sheila y Belinda le lloraran.
Avisado por la señal, Jackson aceleró y giró hacia la izquierda de la calle para proteger a Natalie cuando la recogiera. El tío con el arma la empuñó con ambas manos sobre el techo de un Volvo aparcado y apuntó al reflejo de una farola en el parabrisas, a la derecha de la cara de Jackson.
«Algo no va bien con la “Dama Vudú” —pensó Catfish—. Hay que ponerla fuera de combate.» Avanzó, corriendo silenciosamente con sus Adidas de cincuenta dólares y le dio un puntapié en las piernas al tío blanco. El mentón del hombre dio contra el techo del Volvo y Catfish le golpeó la cara contra la ventana para asegurarse de que estaba fuera de combate. Cogió el arma con el pulgar y el índice en el martillo por si acaso. En las películas cogían las armas como juguetes, pero Catfish había visto hermanos heridos por armas que simplemente caían al suelo. «La gente no mata a la gente —pensó mientras tendía al tío blanco en la sombra de la acera— sino las jodidas armas.»
Jackson pulsó dos veces el botón mientras se alejaba con Natalie. Catfish miró alrededor, comprobó que el blanco estaba sin sentido pero aún respiraba y pulsó el botón de transmisión.
—Eh, hermano —dijo—, ¿qué pasa?
La voz de Jackson estaba deformada por el altavoz barato y el escaso volumen.
—La chica bien, tío. ¿Y tú?
—Un tío con una enorme 45, no le gustabas, tío. Ahora duerme.
—¿Duerme cómo? —preguntó la voz áspera de Jackson.
—Sólo una siesta, tío. ¿Qué quieres que haga?
Catfish tenía su cuchillo, pero habían decidido que si descubrían cuerpos en un barrio blanco no sería nada bueno para el negocio.
—Déjalo en algún sitio tranquilo —dijo Jackson.
—Sí, muy bien —dijo Catfish. Arrastró al hombre inconsciente hacia los arbustos bajo un sauce. Se sacudió las ropa y apretó el botón de transmisión—. ¿Volveréis, o vais a fugaros, o qué?
La voz de Jackson llegó desvanecida por la distancia. Catfish se preguntó adónde demonios se dirigían.
—Más tarde, tío —dijo Jackson—. Tranquilo. Volveremos. Calma.
—Mierda —juró Catfish por el transmisor—, tú vas de paseo con la gatita y yo me quedo sentado en los callejones.
—Antigüedad, tío —dijo Jackson. Su voz era apenas audible—. Yo era del Alma de la Fábrica cuando tú eras sólo un bulto en los pantalones de tu padre. Tranquilo, hermano.
—Joder —dijo Catfish, pero no hubo respuesta, y pensó que estaban fuera de alcance. Se metió el transmisor en el bolsillo y volvió rápidamente y sin ruido al callejón, comprobando todas las sombras para asegurarse de que la «Dama Vudú» no había enviado a más gente.
Estaba sentado en su agujero entre un cubo de basura y una vieja cerca hacía menos de diez minutos, y visualizado uno de sus recuerdos favoritos de Belinda en la cama en Chelten Arms, cuando se escuchó un leve susurro en el callejón, a sus espaldas.
Catfish se puso en guardia rápidamente y abrió su navaja mientras se levantaba. El hombre que tenía detrás era demasiado grande y demasiado calvo para ser real.
Culley arrancó la navaja de la mano de Catfish con un golpe de su enorme palma. Con la mano derecha lo cogió por el cuello y lo levantó del suelo.
Catfish sintió la respiración cortada y la vista nublada, pero cuando el enorme torno de carne lo levantó del suelo, le dio dos puntapiés en los testículos y una palmada en las orejas suficiente para reventarle los tímpanos. El monstruo ni siquiera parpadeó. Los dedos de Catfish iban hacia los ojos del hombre cuando la mano en su cuello apretó con más fuerza y se escuchó un fuerte crujido cuando la laringe de Catfish se rompió.
Culley dejó caer a aquel negro jadeante en la suciedad del callejón y lo miró impasible. Tardó casi tres minutos en morir, pues su garganta rota se hinchó impidiendo que pasara el aire. Al final, Culley tuvo que empujar con el pie el cuerpo que se debatía. Cuando terminó, Culley cogió la navaja y se aseguró de que el negro estaba muerto. Después fue hasta la esquina, cogió al inconsciente Howard y arrastró sin esfuerzo ambos cuerpos hacia el otro lado de la calle, a la casa donde la única luz era el brillo verde del segundo piso.
La lluvia empezó a caer de nuevo antes de que hubiera recorrido la mitad del camino a Mt. Pleasant. Jackson intentó llamar a Catfish por radio, pero la tormenta y quince kilómetros de distancia parecían derrotar a las pequeñas radios.
—¿Crees que estará bien? —preguntó Natalie. En cuanto había entrado en el coche, se había quitado el cinturón de C-4, pero conservó el monitor. Si el ritmo theta apareciera, sonaría una alarma. Eso no tranquilizó mucho a Natalie. Su principal esperanza estaba en la desgana de Melanie en ese momento para desafiar el control de Nina. Se preguntó si había firmado su propia pena de muerte cuando le confesó al viejo monstruo que no era un pelele de Nina.
—¿Catfish? —dijo Jackson—. Sí, él las ha visto de todos los colores. Y no es tonto. Además, alguien tenía que quedarse atrás para asegurarse de que la «Dama Vudú» no se larga. —Miró a Natalie. Los limpiaparabrisas batían monótonamente—. Tenemos un cambio de planes, ¿verdad, Nat?
Natalie asintió con la cabeza.
Jackson cambió un palillo de la izquierda a la derecha de su boca.
—Vas a la isla, ¿verdad?
Natalie suspiró.
—¿Cómo lo sabes?
—El piloto vive por aquí. Ése al que llamaste esta tarde para decirle que no se moviera porque quizá tendrías trabajo para él.
—Sí, pero pensaba en mañana, cuando todo esto terminase.
Jackson movió el palillo en su boca.
—¿Todo esto terminará mañana?
La chica miró hacia delante a través de la ventana que la lluvia hacía opaca.
—Sí —dijo firmemente—, terminará mañana.
Daryl Meeks estaba de pie en la cocina de su remolque, su figura delgada envuelta en una bata, mirando a sus dos empapados visitantes.
—¿Cómo sé que vosotros no sois dos revolucionarios negros intentando implicarme en alguna conspiración estrafalaria? —preguntó.
—No lo sabes —dijo Natalie—. Tienes que aceptar mi palabra. Los malos son Barent y su grupo. Tienen a mi amigo Saul y quiero sacarlo de allí.
Meeks se frotó la barba.
—En el camino, ¿os habéis dado cuenta de que caía una lluvia con ráfagas de tempestad de fuerza dos?
—Sí —dijo Jackson—, nos hemos dado cuenta.
—¿Y queréis volar?
—Sí —dijo Natalie.
—No estoy seguro de la tarifa de este tipo de excursión —dijo Meeks, abriendo una lata de Pabst.
Natalie sacó un sobre del jersey y lo puso sobre la mesa de la cocina. Meeks lo abrió, asintió con la cabeza y se bebió su cerveza.
—Veintiún mil trescientos setenta y cinco dólares con noventa —dijo Natalie.
Meeks se frotó la cabeza.
—Has roto la hucha, ¿eh? —Tomó un largo trago de cerveza—. Qué demonios, la noche está magnífica para un vuelo. Esperad aquí mientras me cambio. Tomad una cerveza, si no va contra las reglas del KGB.
Natalie contempló la lluvia que caía sobre la pista en sucesivas rachas que oscurecían el pequeño hangar iluminado a cuarenta metros de distancia.
—Yo también voy —dijo Jackson.
Ella lo miró y dijo, con voz preocupada:
—No.
—Tonterías —gruñó Jackson. Levantó la pesada bolsa negra que había traído del coche—. Tengo plasma, morfina, vendajes…, todo el botiquín. ¿Qué pasa si montas todo este jaleo y el tío necesita un médico? ¿Lo has pensado, Nat? Imagínate que consigues sacarlo y él se desangra en el viaje de vuelta.
—De acuerdo —dijo Natalie.
—Listo —gritó Meeks desde el fondo de la habitación. Llevaba una gorra azul de béisbol con la inscripción «YOKOHAMA TAIYO WHALES» en letras blancas cosidas, una vieja cazadora de cuero, pantalones tejanos, zapatos de lona verdes y un cinturón con un Smith and Wesson del 38 de cañón largo y culata de madreperla—. Sólo dos reglas —dijo—. Primera, si digo que no podemos aterrizar, quiere decir que no podemos aterrizar. Aun así me quedo con un tercio de la pasta. Y segundo, no saquéis ese maldito Colt otra vez del asiento trasero si no pensáis usarlo, y nada de intentar discutir mis argumentos con eso o volveréis a nado.
—De acuerdo —dijo Natalie.
Natalie había estado una vez en unas montañas rusas con su padre, y no había vuelto. Esto era mil veces peor.
La cabina del Cessna era pequeña y húmeda, el parabrisas era una pared de agua; Natalie ni siquiera sabía exactamente cuándo habían despegado excepto por el hecho de que las sacudidas, los saltos y los giros aumentaron y era cada vez más difícil mantenerse firme en el asiento. Iluminada desde abajo por el brillo rojo de los instrumentos, la cara de Meeks parecía a la vez demoníaca e idiota, con el elemento añadido del puro terror. De vez en cuando Jackson se giraba en el asiento trasero y decía: «Mierda, tío», y después había un largo silencio sólo roto por la lluvia, el viento, diversos sonidos mecánicos torturados, los truenos y el ruido leve, terriblemente inadecuado, del motor.
—Hasta ahora todo bien —dijo Meeks—. No vamos a poder pasar por encima de esta mierda, pero la pasaremos antes de llegar a Sapelo. Hasta ahora todo cojonudo. —Se giró hacia Jackson y le preguntó—: ¿Vietnam?
—¿Sí?
—¿Qué destino?
—Médico, 101.
—¿Cuándo te licenciaste?
—No me licencié. A mí y a dos hermanos nos jodieron cuando intentábamos escaparnos de una emboscada.
—¿Los otros dos se salvaron?
—No. Los mandaron a casa con las cremalleras cerradas. Me dieron otra medallita y me dejaron en tierra a tiempo de votar por Nixon.
—¿Votaste?
—Mierda —dijo Jackson.
—Sí —dijo Meeks—. Yo tampoco recuerdo la última vez que un político me hizo un favor.
Natalie los miró.
El Cessna fue súbitamente iluminado por un relámpago que pareció pasar por el ala de estribor. En el mismo instante una ráfaga de viento intentó lanzarlos patas arriba mientras el fondo parecía que desaparecía cuando bajaron sesenta metros como un ascensor sin cable. Meeks ajustó algo por encima de su cabeza, golpeó un instrumento que mostraba una bola blanca rodando como ebria y bostezó.
—Una hora y veinte minutos más —dijo, ahogando un segundo bostezo—. Señor Jackson, allá atrás, cerca de sus pies, hay un gran termo. Y también algunos Twinkies, creo. ¿Por qué no reparte un poco de café? Yo haré de azafata. Señorita Preston, ¿quiere algo? La primera clase da derecho a un bocado en vuelo.
Natalie giró la cara hacia la ventana.
—No, gracias —rechazó. Los relámpagos atravesaban la atmósfera trescientos metros abajo, revelando fragmentos de nubes negras que corrían como harapos del vestido de alguna bruja—. De momento, no quiero nada.
Intentó cerrar los ojos.